Nos hemos hecho más sensibles, más frágiles, más permeables a la dificultad y en el camino nos hemos ido dejando trozos de coraza.
En 2014 España consiguió un nuevo récord histórico de suicidios: 3910, un 1% más que en 2013. Y no somos de los que tenemos la tasa más alta (de nuestro entorno solo están mejor Reino Unido, Italia o Grecia), aunque eso no resta importancia a que se suicidan en España unas 10 personas al día, lo cual da verdadero miedo.
Porque además no es gente psiquiátricamente inestable necesariamente, sino gente absolutamente normal en muchos casos a la que, simplemente, las circunstancias se le han dado la vuelta y opta por soportar mejor los horrores de la muerte que los horrores de la vida.
Para que podamos hacernos una idea, y entendamos que el suicidio sigue siendo la primera causa de muerte externa en España, los suicidios duplican las víctimas por accidente de tráfico al año y las víctimas de homicidio, sumando hombres y mujeres, según datos de Eurostat.
Y algo debe estar sucediendo aquí, en este mundo occidental nuestro porque, por otro lado, tal y como escuchaba hace pocos días en una entrevista, vivimos los mejores tiempos históricos posibles, en cierto sentido. ¿Cómo es posible entonces esta correlación inversa, mejores tiempos-mayor tasa de suicidio? ¿Será que estamos involucionando, en vez de evolucionar?
Si a la mayoría de personas le preguntasen en qué época histórica les gustaría vivir, o incluso, planteándolo de otra manera y asumiendo que todos tenemos que pasar en algún momento por enfermedad y sufrimiento, nos preguntaran en qué época preferiríamos vivirlo, la mayoría elegiríamos sufrir en esta época y no en otras, porque precisamente nuestra era “garantiza”, aparentemente, mucho mejor la supervivencia, que es lo que se supone que intentamos preservar: mejores recursos e investigación, avances médicos, más conocimiento, condiciones de vida más aceptables económicamente hablando que en épocas como, por ejemplo, la edad media u otras… sin embargo, nos suicidamos más, y alguna explicación debe haber para esto.
Las soluciones simplonas sobran en este tipo de tema, especialmente sensible además porque, alrededor de cada suicidio, queda un reguero de cadáveres en vida que intentan tirar de su existencia como bien van pudiendo tras la desaparición de un ser amado.
Y la escalada sigue, claro, porque cuando una persona se suicida, en más de una ocasión despierta los deseos de suicidarse en los que quedan también, que no se quieren ni imaginar lo que les espera por delante.
Pero debe ser que, como sociedad, no solo hemos cambiado a nivel tecnológico, económico o formativo, áreas en las que claramente hemos avanzado, sino que de alguna forma nos hemos hecho más sensibles, más frágiles, más permeables a la dificultad y en el camino nos hemos ido dejando trozos de coraza, de esa que permitía a los antiguos pasar por todo tipo de calamidades y sacar sus vidas y las de los suyos para delante, sin optar por el suicidio como salida.
No voy a entrar a debatir si el suicidio es la opción más fácil o la más difícil. Porque tiene probablemente sentido cualquiera de los dos planteamientos, solo que depende del cristal con que se mire. Y eso sería, además, caer en el tipo de debate que justamente se quiere evitar aquí.
Cuando pensamos en los valores que nos mueven hoy día, francamente es difícil no considerar el suicidio como opción plausible para muchos. Pensémoslo con cierto detenimiento: ¿cuáles son los valores que mueven nuestro mundo, este occidental en el que vivimos? Materialismo, hedonismo, individualismo… ¿y qué nos aportan cada uno de ellos a la hora de la verdad?
Estos son solo algunos pequeños ejemplos de por qué estamos donde estamos, de por qué vamos hacia atrás en vez de hacia delante. Hemos olvidado aquella famosa frase de Blaise Pascal que decía “En el corazón de todo hombre existe un vacío que tiene la forma de Dios. Ese vacío no puede ser llenado por ninguna cosa creada. Solo puede ser llenado por Dios, hecho conocido mediante Cristo Jesús”, que encarna justamente todos los antivalores para esta sociedad: una identidad como Hijos del Rey de los Tiempos, una llenura que excede y traspasa cualquier forma de placer terrenal o inmediata, porque tiene además carácter eterno, y una relación íntima y estrecha con un Dios personal, que decidió tomar forma humana y dar Su vida por nosotros para que nosotros no tuviéramos que perderla.
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