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Matan las palabras del hombre

El amor sin verdad tampoco es amor, porque sentencia a las personas a perpetuarse en la mentira y no encontrar las soluciones que podrían liberarles.

EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín 03 DE SEPTIEMBRE DE 2016 20:40 h

¡Qué razón tenía el obispo de Rieti, Domenico Pompili, cuando días atrás, en el funeral por las víctimas del terremoto de Amatrice, recordaba que matan las obras del hombre!



En este caso, lo que ha “matado” los escasos ánimos de muchos y sigue trayendo estupor incluso a los propios creyentes, es la falta de calor y ternura en las “palabras del hombre”, es decir, en las que este, en particular, escogió decir como mensaje ante el dolor, en un momento poco afortunado.



Podríamos haber sido, en cualquier caso, cualquiera de nosotros, porque somos proclives a esto. Su mensaje, aunque sin duda bienintencionado, estuvo cargado de errores de planteamiento y la verdad quiso prevalecer en todo momento sobre el amor. Pero eso no es posible sin consecuencias. Ni la una ni la otra hicieron aparición del todo, como reflexionaremos hoy aquí, porque un mensaje que no combina ambas es un mensaje parcial que no refleja el carácter de Dios, sino nuestros propios sesgos personales.



Siempre he sido enemiga de las “frases de tanatorio”, esas que desde la buena intención se dicen y que quedan clavadas como dagas envenenadas de verdad para el resto de la vida. Sin embargo, no soy enemiga de la verdad, porque creo que es necesaria e imprescindible, pero siempre de la mano del amor. De hecho, cuando una verdad va al margen del amor, adopta quizá sin saberlo una buena dosis de mentira, porque como ya nos advertía el apóstol Juan, el que dice amar a Dios y no ama a su prójimo, es mentiroso.



En ese trágico momento en el que separamos verdad y amor, la “verdad” queda contaminada de una actitud que, por inconsistente e incoherente, se niega a sí misma y priva a los demás del bien que podrían recibir de haber sido mejor empleada. A veces, como si de una cruzada absurda por la verdad se tratara, negamos incluso la mayor, que es lo que le pasó al obispo, diciendo tonterías como que “El terremoto no mata”.



Decir eso ante 297 víctimas, perdónenme, es una absoluta estupidez, por no decir que es una falta absoluta de luces y de empatía. Falta, simple y llanamente, a la verdad. Porque la verdad nos dice que el terremoto mata, por mucho que hayan existido desde siempre. Y que la muerte es terrible. Y que solo podemos maldecir la muerte porque es el mal más grande al que nos enfrentamos. Y quizá es entonces el momento de recordarnos que hemos de buscar soluciones para esa muerte ante la que todos nos enfrentaremos en un momento como ese, de dolor, en que Dios se está doliendo también con nosotros.



Entendemos el deseo del obispo Pompili por recordar a las gentes que no es momento de culpar a Dios sino de acercarse a Él, pero echamos de menos el abrazo verbal, la calidez de la comprensión, el reconocimiento del dolor terrible de una hachazo como el que Amatrice ha recibido. En ese abrazo puede recordarse y debe, por supuesto, que el abrazo de Dios está también presente, que Él llora con nosotros ante la tragedia, porque nuestra desgracia es Su desgracia.



No conocemos las dimensiones de todo el tapiz, ni sabemos o podemos intuir por qué Dios permite ciertas cosas en las vidas de personas, desde nuestro punto de vista, inocentes. Pero sí podemos decir, mientras decimos “Estoy aquí contigo dándote calor”, “Dios está también contigo”.



No me extraña, francamente, que tantas veces alejemos a las personas del Evangelio en vez de atraerlas hacia él. Quienes más deberíamos haber sido tocados por el amor, personas que somos, quizá para los que tenemos más cerca, la cara visible y práctica de la religión, parecemos estar más lejos que nadie de él. Y estar apartados del amor es estar alejados de Dios mismo, porque Él es el amor de la manera más amplia y profunda posible. J



ustificar bajo el amor hacia Dios ciertas conductas de frialdad e, incluso, indiferencia, es incompatible con el mensaje de las Escrituras, como ya hemos comentado, y tal y como Juan se encarga de explicar ampliamente en sus cartas. ¡Como si Dios nos hubiera pedido que renunciáramos al amor en aras de hacer prevalecer la verdad! Más bien, como nos decía el apóstol Pablo, si no tengo amor, de nada me sirve lo demás, por muy aparentemente santo y bueno que sea.



Las personas, en momentos de dolor, necesitan la verdad de Dios en forma de acercamiento generoso. Y no me voy a poner a justificar los mensajes parciales que a veces transmitimos como si fueran Evangelio cuando no lo son, procurando un bálsamo desprovisto de verdad solo para aplacar el dolor, pero sin dar soluciones. Eso es justo el extremo contrario, y creo que es tan pernicioso como el primero.



Dicho de otra forma, el amor sin verdad tampoco es amor, porque sentencia a las personas a perpetuarse en la mentira y no encontrar las soluciones que podrían liberarles. Quizá cauterizan nuestra conciencia, nos hacen sentir buenos y generosos, pero mantienen a las personas alejadas de Cristo, que es lo que me temo que sucede tantas veces cuando, incluso, llevamos a las personas a aceptar un Evangelio que no les cambia porque no existe convicción de pecado, ni verdadero arrepentimiento –verdades candentes que evitamos porque nos parecen poco amorosas. (Me pregunto, en otro orden de cosas, cuántas personas habremos mandado directos al infierno en la convicción de ser salvos por una falta de verdad y mucho amor aparente, pero ese es otro tema y quizá lo tratemos otro día.)



La cuestión aquí, como en otros muchos momentos de la vida, está en impregnarnos cada día más, como verdaderos creyentes que conocen cada día más a su Dios, del carácter de Cristo, que busquemos ese equilibrio posible entre verdad y amor al que no podemos ni debemos renunciar, sin sacrificar ninguno de ellos, especialmente en esos momentos en los que el alma de otros está rota.



El bálsamo de la verdad de Dios combinada con Su amor supera cualquier intento nuestro de hacer prevalecer la una sobre la otra. No amemos la una por encima del otro, ni al revés. No estimemos la verdad por encima del amor ni al contrario, porque el carácter de Dios nos lleva y quiere llevar también al mundo que no le conoce en una dirección bien diferente.


 

 


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