Muchos de los análisis que se están haciendo son absolutamente superficiales, casi más dignos de un niño que de adultos con capacidad para votar.
Vivimos en tiempos muy complejos políticamente. En estos días da igual hacia dónde miremos o qué escuchemos, todos alrededor nuestro hacen su análisis de la situación que estamos viviendo, especialmente después de conocer los resultados electorales que, al parecer, sorprenden a muchos.
A mí no me han sorprendido demasiado, debo reconocer, pero sí me inquieta, más que sorprenderme, hasta qué punto algunos o muchos de los análisis que se están haciendo son absolutamente superficiales, casi más dignos de un niño que de adultos con capacidad para votar.
Compartía el otro día en redes sociales un artículo escrito por un autor británico a colación del “favor” que nos había hecho el Reino Unido con el Brexit, según palabras textuales suyas. Y es que se venía a quejar sobre lo mismo que me quejo yo hoy, básicamente. ¡Cómo podemos ser tan básicos a la hora de mirar alrededor y hacer diagnóstico!
Estamos tan preocupados de las tonterías de la vida –unos el fútbol, otros la novela, otros sobre si hace mucho calor o poco- y, sin embargo, pareciera que las cosas gordas nos las tomáramos a la ligera. El gran favor que según ese artículo nos hacía el Reino Unido tenía que ver con comprobar en cabeza de otros lo que puede pasar cuando las cosas se hacen de cualquier forma.
Pero yo no soy demasiado optimista al respecto, porque para eso, para aprender algo de otros, habría que ser capaces de identificar variables, cómo interaccionan entre sí y cómo han llegado a producir el resultado que tenemos frente a nosotros. Lo que es un buen análisis, vamos. Pero eso, a la luz de lo mucho que escucho en estos días, escasamente se da, incluso desde nuestros propios líderes políticos.
Los unos, contentos de haber ganado, que no es lo mismo que no haber perdido, ni significa que muchos de sus votantes les hayan elegido por hacerlo bien, sino ante el miedo de que otros lo puedan hacer peor. Los otros, culpando al vecino de lo que pudo ser y no fue, pero no observando que se les ha penalizado por determinadas actitudes, como los propios votantes a menudo expresan.
Los de más allá, considerando que si no han recibido más votos es porque la sociedad está dormida y aún no sabe lo que se pierde con ellos. Y los últimos no teniendo nada claro y siguiendo a base de palos de ciego. Aquí en la política interior parece que no influye en nada lo que ocurre en política interior. Tampoco parece tener relevancia lo que cada uno va demostrando conforme se le deja gobernar y no parece que tenga sentido para ellos que puedan perderse votos por ello.
Los votantes, a su vez, se echan piedras entre ellos por haber votado cada cual a cada quien… y unos por otros, la casa sin barrer. Lo siento, pero esto es desolador, de pura pena, un despropósito, porque solo habla de nuestro grado de inmadurez para hacer lo que de base se trata: analizar, negociar y llegar a acuerdos. Política, vamos.
De lo que pasa aquí, tenemos la culpa todos. Por acción o por omisión, por hacernos los tontos más de la cuenta, por hacernos en otras ocasiones los listos también más de la cuenta, pero sobre todo por no saber o querer hacernos autocrítica, que es lo que sobre todo vengo echando en falta.
Al fin y al cabo, en nuestra vida cotidiana somos así también. Lo hacemos en nuestras casas, en nuestros trabajos, en nuestra pareja, donde casi siempre tiene la culpa el otro. En nuestra vida espiritual tampoco pasa nada distinto: llamamos “ataques del enemigo” a lo que, en muchas ocasiones, es el producto directo de nuestra propia carne, de nuestros propios deseos mal encaminados.
Señalamos hacia fuera con un dedo mientras los otros tres nos señalan fijamente, pero nosotros, que tenemos ya el estómago hecho a estas cosas, seguimos mirando hacia otro lado sin que nada nos duela lo suficiente como para cambiar de ritmo o de dirección. De ahí a los victimismos, a los complejos, a las pataletas y sobre todo a perpetuarnos en la misma mediocridad, va solo un pasito pequeño, casi imperceptible, pero que es el que condena al ciego, al que no quiere ver, a que la locomotora le pase por encima.
Luego seguramente dirá que nunca pudo hacer nada para evitarlo.
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