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Sin retorno

Aunque Jesús volviera hoy manifestándose de la forma más evidente posible, eso no haría ninguna diferencia si en nuestro corazón estamos decididos a hacer el mal.

EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín 19 DE JUNIO DE 2016 06:40 h

Releyendo estos días atrás el relato de Lucas 22 sobre el momento en el que Jesús fue entregado por Judas y sobre cómo venía acompañado de un gran séquito formado por componentes del Sanedrín, los principales responsables religiosos y los propios soldados romanos, me encontraba con un personaje que, pasando aparentemente desapercibido, siendo su importancia más que “relativa” en los acontecimientos de aquella noche, sin embargo arroja grandes verdades acerca de la naturaleza humana y, como no puede ser de otra forma, no está allí por casualidad.



Me refiero al sirviente del sumo sacerdote, Malco, a quien Pedro en su arrebato por defender a Jesús cortó una oreja y a quien Jesús posteriormente sanó de aquella lesión ante los ojos de sus captores.



Este hombre no solamente está allí, supongo, para poner en evidencia la impulsividad de Pedro, aunque también nos habla de eso y, por extensión, de nosotros mismos, que fácilmente queremos pelear desde nuestras propias fuerzas y armas cuestiones que solo pueden pelearse en el terreno de lo sobrenatural.



Nos habla también (porque no es casualidad tampoco que fuera Pedro y no otro discípulo cualquiera el que cortara la oreja al sirviente) de cómo la misma persona, si se dan las circunstancias apropiadas, puede reaccionar de manera completamente contraria a como se esperaba, pisoteando sus propios principios, aquello en lo que cree, y negando la más relevante de las verdades, o al más increíble de los maestros. Esto nos pone el dedo en la llaga, de nuevo, ya que no hay nada en esta lucha cósmica que podamos pelear en nuestras propias fuerzas. Somos frágiles, somos volubles, somos cobardes.



Pero hoy no quiero centrarme en Pedro, aunque su historia tenga mucho que decirnos a nosotros. Quiero detenerme por un momento en la cerrazón de la multitud que pretendía prender a Jesús y que, finalmente, así lo hizo, a pesar de lo sucedido ante sus ojos. Porque particularmente en el capítulo de Lucas se menciona que Jesús, después de haber sido herido este hombre por la espada del discípulo, fue sanado por Jesús mismo al tocar éste su oreja. Y este fue un milagro que debió quedar a la vista de todos los que estaban allí presentes.



No era algo que se produjo en privado. Es más, para cada cual de los que estuvieron allí debió de ser más que evidente la lesión que Pedro le produjo, porque él no hacía las cosas de manera especialmente discreta. Tampoco Jesús se quedó callado o impasible, sino que se manifestó respecto de ese hecho y le confrontó duramente.



Ninguno de los soldados romanos allí presentes pasaría por alto fácilmente que uno de los discípulos hubiera sacado una espada… pero nadie pareció querer atender al hecho increíble de que Jesús sanara a este hombre. Curioso. Y trágico.



No es la primera vez que oigo, ni es nada nuevo (porque el propio evangelio hace referencia a ello) que algunas personas manifiesten algo del tipo “Si yo viera en persona los acontecimientos que Jesús es capaz de hacer, el poder de Dios en primera fila, entonces podría creer. Pero no puedo creer lo que no veo”. Este tipo de argumento, como otros muchos a los que nos hemos acostumbrado porque nos resultan aplastantes a primera vista, hace aguas por todas partes.



Porque esto no es solamente cuestión de creer o no. Más bien la gran pregunta es si, viendo lo visto, y creyendo en lo que se vio, uno cambiaría o no de dirección en la vida, porque los acontecimientos de los que se ha sido testigo le comprometen a uno con un verdadero cambio de conducta. Y, desgraciadamente, en ese caso la respuesta sería para muchas personas NO. Como no lo fue en el relato de Lucas. NO se produciría un cambio de postura, de conducta o de señorío por el hecho de haber visto en primera línea el gran poder de Dios manifiesto de la forma más escandalosa posible. Porque cuando hemos tomado una decisión en firme, a veces la convertimos en un camino sin retorno.



Mirando atrás, los grandes milagros solo impresionaban durante un tiempo, pero incluso a eso nos acostumbramos en nuestra necedad y en nuestra corta vista de las cosas. La turba que prendió a Jesús ignoró completamente el poder de Jesús manifestado en ese momento porque estaba decidida en su corazón a hacer lo que ya había decidido hacer: asesinar al Maestro.



¿Cómo es posible que los líderes religiosos, conocedores de la ley, gente aparentemente piadosa, que anhelaban la venida del Mesías, pudieran pasar por alto lo que Jesús estaba haciendo en ese momento? ¿Cómo explicaban ese poder? ¿O todos los demás, que alejados de los “prejuicios” religiosos podrían haber valorado esa acción de una forma quizá más objetiva? ¿Cómo es posible?



Aunque Jesús volviera hoy manifestándose de la forma más evidente posible, eso no haría ninguna diferencia si en nuestro corazón estamos decididos a hacer el mal. “A los profetas tienen… óiganles”. Cuando las personas hemos tomado esa decisión para dar rienda suelta a nuestros propios deseos (por eso de nuestro pecado no podemos responsabilizar a nadie, porque cada vez que pecamos hacemos exactamente lo que, en el fondo, queríamos hacer) no parece haber nada que nos detenga.



El corazón oscuro de las personas fue una gran razón por la que Jesús terminó colgado de una cruz. Pero principalmente lo que le llevó a la cruz fue la muy superior determinación de Dios por hacernos bien. No había causa, no había búsqueda de justicia, ni siquiera había miedo, más que a la pérdida de poder de cada cual. Solo la determinación de ser nuestros propios señores, costase lo que costase.



Sin embargo, a la par que la determinación del corazón de las personas para hacer lo malo parece inalterable, la determinación de Dios por llevar a cabo Sus propósitos es aún más firme y eso no solo nos habla del pasado, sino también del presente y, principalmente, de lo que sucederá en el futuro. Ni la vida de Su Hijo único le desvió de Su propósito. Ni siquiera nuestros propios deseos, o los de aquella multitud que le prendía en aquella fatídica pero a la vez gloriosa noche, podían desbaratar los planes que Dios tenía para una humanidad que necesitaba ser salvada de sus propias decisiones. El empeño de Dios por hacernos bien supera cualquier otro de los empeños nuestros.



Su énfasis permanente en el amor hacia Sus criaturas hace que ni con la mayor de las fortalezas humanas podamos mover Su voluntad ni un milímetro para sustituir Su voluntad por la nuestra. A veces nos parece ser autónomos, autosuficientes, ser los dueños de nuestra vida y servir solo a nuestros propios objetivos. Pero queriendo o no, servimos solo a los Suyos. Porque Él está decidido a ser fiel a Su naturaleza. Y lo que hagamos nosotros, para bien o para mal, está siempre al servicio de Sus objetivos y no otros, mal que nos empeñemos nosotros en lo contrario.



Si nos llama la atención la cerrazón humana cuando se ha tomado una decisión, ¿podemos imaginarnos lo que significa que el Dios todopoderoso se empeñe en algo? Esa decisión en Él es un camino sin retorno, y nuestros posicionamientos beligerantes solo nos autoexcluyen del bien que Él quiere hacernos, pero nunca de la realidad de que, lo que Él quiera, será hecho, sin contemplaciones, ni posibles desvíos que respondan a la cabezonería humana en la que nos hemos afincado. Malas intenciones y acciones que, de forma paradójica, sólo servirán al propósito de Dios de amarnos y hacerlo, además, sin medida. Para nuestra desesperación quizá, para nuestra vergüenza, seguramente, pero sobre todo para nuestro bien a pesar de nosotros mismos.


 

 


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