Los funcionarios religiosos y civiles no lograron doblegar la entereza de Anna, no pudieron hacer que delatara a otros.
Tal vez lo más doloroso para ella fue haber sido denunciada por un antiguo correligionario. Anna Hendriks fue martirizada, como muchas mujeres anabautistas, de forma que revela el encono y ánimo que caracterizaba a quienes deseaban con vehemencia terminar con las vidas de quienes consideraban herejes.
Anna, ama de casa y tejedora de lino, tuvo cierto interés en los círculos anabautistas que conoció en Ámsterdam en 1552. Dos de sus amigos, con nombres difíciles de pronunciar en español (Aechgen Jacobsdr y Filistis Ericxdr), fueron capturados por las autoridades y estas lograron persuadirles para que se retractaran de su simpatía hacia el anabautismo, todavía no habían recibido el bautismo de creyentes. Anna salió de Ámsterdam, se dirigió a Franeker, en Frisia, donde se acrecentó el interés por las comunidades anabautistas. Fue bautizada, contrajo matrimonio secretamente porque las autoridades no reconocían las uniones de los grupos disidentes de la confesión religiosa oficial. Ella y su esposo tenían un grupo de estudio bíblico en su casa, a sabiendas que dicha actividad era considerada ilegal y podría, de ser descubierta, llevarles a la cárcel.
En 1571 Anna regresó a Ámsterdam. No tardó en ser reconocida por un informante, quien la identificó por haber sido parte años antes de la misma célula anabautista en la cual se involucró Anna casi veinte años antes. Por lo sucedido después de haber sido capturada, es posible deducir que cuando salió de Ámsterdam, Anna había prometido no regresar y, de hacerlo, le sería aplicada una pena severa.
Los anabautistas eran considerados peligrosos para el establishment político/religioso por su negativa a reconocer la supremacía del Estado y de la Iglesia oficial (fuese esta católica o protestante) para prohibirles trasladarse de un lugar a otro y residir en él. Una de sus bases bíblicas que respaldaba la actitud citada era el Salmo 24:1, “Del Señor es la tierra y su plenitud; el mundo y los que en él habitan”. Si del Señor eran todos los territorios, ¿por qué entonces, sostenían los anabautistas, hay quienes prohíben el ingreso a las ciudades y lugares sobre los que ejercen dominio? Para ellos y ellas era arrogancia el controlar por la fuerza vidas y propiedades de las personas.
En el transcurso del juicio en su contra, Anna mostró gran capacidad para defender su causa. Por sus argumentaciones es factible concluir que ella aprendió bien los contenidos de lo que le enseñaron en los estudios bíblicos clandestinos que frecuentó en distintos lugares. En ese tiempo, 1571, Holanda estaba dominada por España. Los funcionarios religiosos y civiles, no lograron doblegar la entereza de Anna, no pudieron hacer que delatara a otros y otras anabautistas, por esto la condena contra ella buscó ser ejemplar, con el fin de atemorizar a quienes integraban las células anabautistas o tenían cierta atracción por ellas.
La condena dada para terminar bárbaramente con la vida de Anna consistió en atarla a una escalera, llenarle la boca de pólvora para evitar que pudiera hablar camino a la hoguera, ya que las autoridades conocían antecedentes de anabautistas que al ser llevados al lugar de la ejecución denunciaban la intolerancia de sus perseguidores y repetían versículos bíblicos, particularmente del Nuevo Testamento, que reprobaban la violencia y privilegiaban la justicia y la paz. La pólvora en la boca de Anna para evitar que dirigiera palabras a la multitud fue la forma elegida por las autoridades para mantenerla callada. A otros anabautistas les inmovilizaban la lengua con un tornillo.
El sacrificio de Anna Hendriks, el 10 de noviembre de 1571, en Ámsterdam, quedó ilustrado en uno de los 104 grabados de Jan Luyken incluidos en la edición de 1685 del Libro de los mártires, el que, como referí en el artículo anterior, fue escrito por el pastor menonita Thieleman J. van Bragth y publicado por primera vez en 1660. El ejemplo de Anna también fue plasmado en un himno escrito poco después de su muerte en la hoguera, que cantaban los anabautistas menonitas de Holanda como recordatorio del precio pagado por fidelidad a Jesucristo y su Evangelio.
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