Las exigencias de las bienaventuranzas sólo parecen imposibles a quienes no han comprobado el atractivo del reino de Dios, ni han nacido de nuevo.
Cuando era niño me impresionaba un misterioso cuadro que mi tío Fernando tenía colgado en la pared de su comedor. Era una especie de cómic pero con dibujos propios del siglo diecinueve. En él se veía un hombre que cargado con un pequeño fardo, dudaba ante un letrero que señalaba dos caminos muy diferentes. Uno ancho, luminoso y animado de transeúntes; mientras que el otro reflejaba más bien todo lo contrario: angostura, oscuridad y casi una absoluta soledad. Lo paradójico de aquel dibujo era que la senda estrecha, que aparentemente pocos en su sano juicio elegirían, conducía ni más ni menos que a la vida eterna; en cambio, la gran avenida bulliciosa y llena de vida iba a parar directamente hacia las temibles llamas del infierno. En efecto, el cuadro ilustraba el famoso libro El progreso del peregrino de John Bunyan, en el que se afirma que el camino de los seguidores de Cristo es sumamente angosto y, en determinados momentos, amenaza a quienes por el transitan con abismos a ambos lados.
¿Se pueden vivir las bienaventuranzas o acaso proponen un camino demasiado tortuoso y difícil de cumplir? ¿Estaría equivocado Jesús al pretender que sus discípulos se comportaran como él mismo? El evangelista Mateo recoge estas palabras del Maestro que pertenecen a su sermón del monte: Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el comino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella. Pero ¡qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y son pocos los que la hallan (Mt 7:13-14). Aunque el Señor reconoce aquí que es difícil para el ser humano seguir sus pasos, no dice nunca que éste sea capaz por sí mismo de vivir las exigencias que él propone.
El contenido de las bienaventuranzas así como la ética cristiana que se desprende de ellas, van dirigidas a unas personas que han creído en Jesús y han aceptado su evangelio del reino. Lo han descubierto de la misma manera que quien encuentra un tesoro oculto en la tierra o una perla de gran valor. Es decir, lo han dejado todo por seguir al Maestro ya que sus palabras ejercen tal fascinación en ellos que están convencidos de que cualquier renuncia o sacrificio personal vale la pena sólo por experimentar el gozo, la verdad y la libertad que Jesús promete. Nada les parece un obstáculo insalvable que pueda impedirles caminar junto a su Señor.
Las exigencias de las bienaventuranzas sólo parecen imposibles a quienes no han comprobado el atractivo del reino de Dios, ni han nacido de nuevo. Aquél que no está enamorado de Cristo, como lo estaban los discípulos, es absolutamente incapaz de vivir a la altura de sus palabras. Sin embargo, el que verdaderamente ha sido captado por la belleza espiritual del reino, recibe el don de Dios que hace posibles sus mandamientos en él. El cristiano puede vivir las bienaventuranzas no por su solo esfuerzo personal sino, sobre todo, a través de la gracia que recibe del Altísimo. Es cierto que el reino no está aún plenamente presente en este mundo y que vivimos el “ya”, pero “todavía no” del mismo. No obstante las demandas de Cristo hacen que los cristianos vivan en tensión rogándole a Dios que “venga su reino, sea hecha su voluntad, como en el cielo así también en la tierra” (Mt 6:10).
La gracia divina potencia el esfuerzo humano, que de otra forma sería completamente ineficaz, para llevar a la práctica con éxito aquello que el Señor pide a sus seguidores. Pero esto no suele ocurrir de la noche a la mañana, sino que se trata de un proceso que conduce progresivamente a vivir las bienaventuranzas cada vez con mayor intensidad. El Señor nos precede y viene en nuestra ayuda porque sabe lo que necesitamos en cada momento, nos concede sus beneficios y toma personalmente la iniciativa para perdonarnos y alentarnos en nuestros fracasos. De ahí la necesidad de estar siempre en comunión con él por medio de la oración, para poseer plena confianza en que su gracia y amor nos sostendrán siempre en nuestro deseo de vivir como hijos agradecidos. Debemos poner la oración en el centro de nuestra vida.
El mismo Jesús que pronunció las bienaventuranzas y las elevadas demandas éticas del sermón del monte, dijo también: Venid a mí, todos los que estáis fatigados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga (Mt 11:28-30). De manera que, cuando el cristiano abraza con sinceridad el evangelio descubre que Cristo le ayuda a vivir las bienaventuranzas. No es sólo nuestro esfuerzo humano sino el poder del Señor resucitado el que actúa en sus hijos, les invita a comprometerse con él y les facilita aquellas cosas que antes parecían imposibles.
Desde la perspectiva humana quizás haya numerosas maneras de entender e interpretar las palabras de Jesús dichas a sus discípulos, pero el Maestro sólo tenía en mente una: ir y ponerlas en práctica. No se trata de hacer demasiada teología y exégesis sino praxis o estilo de vida. Las bienaventuranzas son como una roca sólida sobre la que el creyente puede construir su hogar. Son palabras que nos llegan desde la eternidad. Es la voz de Dios que nos habla desde el más allá traspasando los espacios siderales y la historia humana. Lo único que debemos hacer es obedecerla. Si lo hacemos, ninguna tormenta será capaz de destruir nuestro hogar. No es posible entrar en contacto con las bienaventuranzas de otra manera. Con ellas no debemos especular, interpretar, matizar, decir que sólo iban dirigidas a los apóstoles o que no son para nosotros hoy. Todo esto son excusas que intentan quitarle razón a Jesucristo para no guardar su palabra. Actuar así sería adoptar la misma actitud del joven rico y darle la espalda a Jesús.
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