Nuestras palabras, nuestros actos, nuestras intervenciones en el día a día… no solo hablan de nosotros. Hablan del Dios al que representamos.
Uno, siendo cristiano, mira alrededor y en general cada vez más puede tener la sensación de tener los pelos de punta. Siempre han pasado cosas malas, hemos anhelado que el Señor volviera y procurábamos por los medios que nos han ido siendo posibles ser luz en medio de un mundo difícil.
Sin embargo, algo escalofriante caracteriza a nuestro tiempo de hoy y lo representa probablemente más que ninguna época anterior: la falta de temor de Dios.
Pensaba en estas cosas cuando, hace unos días, escuchando a una persona orar en voz alta y reproduciendo algunas frases bien conocidas para nosotros, incluyendo alguna que otra del Padre Nuestro, incluía una que, sin aparecer en la oración original de Jesús, creo que bien estaría en Su corazón y petición al Padre: temido sea Tu nombre.
La verdad es que me tuvo un buen rato pensando. Porque, efectivamente, con los tiempos que corren y las formas que nos gastamos en este siglo XXI, más nos valiera tener este asunto en mente y rogarle a Dios que, no solo despierte ese temor (que no miedo) en el corazón de los inconversos, de quienes no le conocen, sino también en los propios cristianos, que manifestamos haber conocido a un Dios del que, frecuentemente, somos los peores embajadores.
Volver a vivir en el temor de Dios los segundos, reconocer a Dios y Su poder unos y otros… todos necesitamos volver a considerar a menudo, las veces que haga falta, cuál es nuestro verdadero papel y lugar, y cuál es el Suyo. Él es Dios y nosotros somos hombres y mujeres creados que demasiadas veces, viviendo de la forma más impía posible, ni siquiera reconocemos esto.
Quienes no le conocen, según la propia Palabra, no tienen excusa porque él se hace patente de múltiples formas. Quienes no le reconocen, que esa es otra cuestión, van un paso más allá al añadir la actitud de rechazo y, no solo esto, sino en muchos casos acompañándola de la más abierta y descarada provocación. Quienes dicen haberle conocido y reconocido, pero hacen lo que les da la gana y como les da la gana, sospecho que tendrán una responsabilidad especial y diferente al respecto el día que nos encontremos frente al Señor para darle cuenta. Porque las implicaciones se hacen cada vez mayores conforme vamos pasando de un grupo a otro, de una situación a otra.
Sin duda en el cariz que han tomado los acontecimientos, muchos actos públicos de ciertos grupos políticos, en las manifestaciones de gente de la calle ante problemas cotidianos, que no tienen problema en proferir todo tipo de improperios e insultos incluyendo a Dios en los mismos… en todo esto hay mucho de falta de respeto hacia los que profesan fe en ese Dios, sin duda.
Pero en el plano más vertical, ya no es una cuestión simplemente de falta de respeto. Siendo que nuestra relación con Dios sería en todo caso desigual, ya no hablaríamos de ausencia de respeto, sino claramente de falta de temor, de reverencia, que es lo que se le debe a alguien que está muy por encima de uno. Y no me refiero al gesto, evidentemente, sino a la actitud profunda del corazón que debe presidir nuestras acciones, pensamientos y direcciones. De eso se trata, en definitiva.
Los cristianos, tristemente, tampoco vamos demasiado “finos” en este asunto. Hablamos de Dios como si Él no presidiera nuestras conversaciones, vivimos como si Él no viera lo que hacemos, actuamos hacia otros como si nuestros comportamientos no tuvieran consecuencias, llevamos hacia delante nuestras vidas al margen del impacto y el testimonio que damos alrededor… y así en una enumeración demasiado larga como para poder ser exhaustivos, demasiado triste como para no ser tenida en cuenta, desde luego, previa consideración de un mínimo de temor de Dios. Vivimos, en definitiva, como quienes no le conocieron nunca.
Nuestras palabras, nuestros actos, nuestras intervenciones en el día a día… no solo hablan de nosotros. Hablan del Dios al que representamos. Porque ser embajadores de Cristo también significa esto. La forma en la que decidimos conducirnos en la vida, en la que tratamos a nuestras familias, en la que desarrollamos nuestros trabajos, no es solo una cuestión personal que nos afecte a nosotros. Va mucho más allá de todo esto.
Vivir bajo el temor de Dios ha de hablarnos de integridad, de sentido profundo de coherencia. Muchos podemos seguir viendo exagerado el relato de Ananías y Safira al comienzo del libro de Hechos, cuando fueron fulminados por intentar mentir respecto a la venta de aquella propiedad suya. El problema no era cuánto ofrendaron o cuánto se quedaron, sino que no hicieron aquella decisión ante el temor de Dios, y pretendieron “vender una moto” que, aunque los demás hubieran podido “comprar” desde el desconocimiento, Dios no vio con buenos ojos. Hubiera sido una posibilidad legítima y aceptable haber decidido dar menos, pero no hacerlo diciendo que daban más. Porque lo que los demás no vemos, Dios lo ve y Él no mira hacia otro lado, porque Su santidad está muy por encima de nuestros “teje-manejes”.
Vivir en la presencia de Dios, bajo Su mirada, vivir en Su conocimiento… puede ser algo que muchos rechazan porque les compromete. No puede ser de otra forma, claro. Un Evangelio que no compromete al cambio no sería una verdadera buena noticia. Sin embargo, para los que encuentran en el temor de Dios la verdadera inteligencia y sabiduría, también hallan una manera mejor de conducirse, una forma de vida que nos permite no existir centrados en nuestros ombligos y egoísmos, cayendo sistemáticamente en los mismos errores y pecados, siendo ajenos a Su voz, sino aproximándonos a los parámetros que Él ideó para que Sus criaturas vivieran la vida que Él diseñó para ellas, la mejor vida posible, una verdaderamente plena en la que Él se haga grande y mengüemos nosotros, dejando que Él brille en un mundo que necesita, más que nunca, conocerle.
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