Las comunidades de fe debemos ser botones de muestra del Reino de Dios, donde se practica la ética de Jesús.
¿Quiénes somos? Es una pregunta que inquiere sobre la identidad. ¿Para qué somos? Se relaciona con cuál es nuestra misión. Los dos interrogantes han sido respondidos de formas diversas, no necesariamente contradictorias, por teólogo(a)s cristiano(a)s y familias confesionales a lo largo de la historia.
El asunto de la identidad y misión de los cristianos ha concitado un gran cúmulo de obras escritas. Aquí no vamos siquiera a citar las más representativas de ellas.
Nuestro esfuerzo es más sencillo, solamente referir, en este punto, que en el ámbito evangélico hubo hace más o menos cinco décadas un redescubrimiento de que la evangelización solamente comprendida como proclamación verbal del Evangelio y búsqueda de conversos es un reduccionismo que cercena la integralidad del ejemplo y los mandatos dados por Jesús a sus discípulos de ayer y hoy.
Tal vez el texto más citado en el tópico de cuál es la misión del pueblo cristiano sea el titulado en la traducción Reina-Valera 1960 “La Gran Comisión”, Mateo 28:18-20. Incluso estos versículos quedan mutilados en una lectura que aísla la proclamación verbal del Evangelio de la dimensión ética de seguimiento cotidiano de Jesús.
En el Nuevo Testamento hay gran riqueza de pasajes que contribuyen a construir cuál es la identidad y misión del pueblo que confiesa a Jesús como Salvador y Señor. De esta riqueza hoy comparto con ustedes el de 1ª Carta de Pedro 2:8-9. Esta pequeña sección define bien quiénes somos y para qué somos.
El texto en cuestión es parte de una misiva escrita en la vejez del apóstol Pedro a cristianos dispersos por regiones comprendidas en la actual Turquía. Estas comunidades enfrentaban dos peligros, uno externo y el otro interno. De afuera tenían incomprensión, hostilidad y casos de persecuciones. De adentro provenían falsas enseñanzas, varias de ellas se estaban filtrando y poniendo en riesgo el ethos del Evangelio.
Los destinatarios de la carta de Pedro fueron extranjeros (pároikos). Algunos de ellos y ellas eran naturales de otros lugares, en este sentido eran literalmente extranjeros. Otros no procedían de fuera sino que habían nacido o residían de largo tiempo en alguna de las provincias mencionadas en el inicio de la epístola (Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia). Sin embargo eran extranjeros simbólicamente ya que su identidad elegida (ser conversos cristianos) había tomado en algunos aspectos el lugar de su identidad religiosa y cultural heredada.
Es iluminador el comentario de John H. Elliot sobre quiénes eran los pároikos en el mundo cultural del Nuevo Testamento. La palabra no era meramente descriptiva sino que estaba cargada de sentido peyorativo y discriminador: “los pároikos son los extraños, los extranjeros, los forasteros, la gente que está fuera de su patria, o que carecen de raíces en el país o no conocen bien la lengua, las costumbres y la cultura del país, o no comparten las mismas convicciones políticas, sociales y religiosas de las personas entre quienes viven […] el término se empleó en sentido técnico, político-jurídico para designar ‘la condición o suerte de un extranjero que vivía en el país (de un residente en el extranjero), y que no disfrutaba de los derechos civiles ni de la ciudadanía”.1
La identidad de los cristianos y cristianas era menospreciada, considerada inferior y peligrosa. Era una identidad estigmatizada por la cultura dominante. Cotidianamente los integrantes de las comunidades de fe vivían lo que significaba ser portadores del estigma del extraño.2 Frente a esto Pedro dignifica a los proscritos y les comunica cuál es su identidad en un mundo que les mira con desdén.
Los versículos 9 y 10 del capítulo 2 de la 1ª Carta de Pedro dicen lo siguiente: “Pero ustedes son raza elegida, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su posesión, destinado a proclamar la grandeza de quien los llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Ustedes que antes eran ‘no pueblo’, son ahora pueblo de Dios; ustedes que no eran amados, son ahora objeto de su amor” (La Palabra).
Antes de estos versículos, Pedro escribió que sus destinatarios eran como piedras vivas sustentadas por la piedra angular que es Cristo (2:5 y 6-7). Todos y todas comparten esta identidad, que más adelante es ensanchada al anunciarles que juntos conforman, como traduce la Reina-Valera 1960, un “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios”. Aquí se concentra con imágenes victoriosas la identidad de los redimidos en Cristo, quiénes son/somos.
A cada una de esas imágenes le corresponde un ministerio. No se trata de proclamar superioridad que menosprecia otras identidades, sino dignificar a los menospreciados, a los “cualquieritas” que son vistos por los demás como seres prescindibles y a quienes se les niega su derecho de pertenencia a un determinado conglomerado social.3
Más que pretender proveerles una plataforma para el orgullo por enseñarles quiénes son sus destinatarios, Pedro a lo largo de esta epístola, y particularmente en la sección que estamos examinando sostiene que a la identidad que por gracia les ha otorgado el Señor debe corresponderle una misión en el mundo.
Es aquí donde el apóstol pasa del tema de la identidad al de la responsabilidad misional y misionera. Son lo que son para vivir de cierta forma, a la manera normada por el ejemplo de Jesús, la piedra angular. Del qué Pedro transita al cómo. El pueblo elegido, nación consagrada, pueblo de la posesión de Dios, tiene la responsabilidad de anunciar con palabras y conductas la grandeza de la reconciliación en Cristo. ¿Y cuál es la forma de hacerlo? De manera contrastante, llevando luz a las tinieblas. Las tinieblas existen porque hay ausencia de luz.
El de la luz es un tema que recorre toda la Biblia. En Génesis la acción creadora de Dios hizo que fuera la luz (1:3). Una de las imágenes con las que se anuncia la llegada del Mesías la expresa el profeta Isaías, quien anunciaba: “el pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; los que moraban en sombra de tierra de muerte luz resplandeció sobre ellos” (9:2, Reina-Valera 1960).
En el Salmo 119:105 leemos: “Tu palabra es antorcha de mis pasos, es la luz en mi sendero” (La Palabra). Zacarías, padre de Juan el Bautista, afirmaba que el ministerio de su hijo sería proclamar que “la misericordia entrañable de nuestro Dios nos trae de lo alto un nuevo amanecer para llenar de luz a los que viven en oscuridad y sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por caminos de paz” (Lucas 1:78-79, La Palabra).
Jesús dijo de sí mismo que era la “luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12, La Palabra). También mencionó a sus discípulos que ellos eran la luz del mundo (Mateo 5:13). Finalmente, en este breve recorrido, recordamos que en la 1ª Carta de Juan encontramos que “Este es el mensaje que escuchamos a Jesucristo y que ahora les anunciamos: Dios es luz sin mezcla de tinieblas. Si vamos diciendo que estamos unidos a Dios pero vivimos en tinieblas, mentimos y no practicamos la verdad. Pero, si vivimos de acuerdo con la luz, como él vive en la luz, entonces vivimos unidos los unos con los otros y la muerte de su hijo nos limpia de todo pecado” (1:5-7, La Palabra).
Las comunidades de fe debemos ser botones de muestra del Reino de Dios, donde se practica la ética de Jesús. Es por esto que Pedro animaba a ser congruentes en la misión con la identidad que tenemos en Cristo. Por ello su “exhortación al inconformismo social va acompañada por la exhortación a conformarse a la voluntad de Dios [la extranjería] en medio de un ambiente extraño y hostil, se describe no simplemente como una condición social lamentable, sino como la vocación divina de la comunidad cristiana”.4
De nuestra identidad debe brotar una forma de ser y hacer. Somos un pueblo sacerdotal llamado para ser luz a la manera de Jesús.
1 John H. Elliot, Un hogar para los que no tienen patria ni hogar. Estudio crítico social de la Carta primera de Pedro y de su situación y estrategia, Editorial Verbo Divino, Navarra, 1995, pp. 61-62.
2 Sobre el proceso de estigmatización como sanción excluyente física y simbólica ver Joan Pratt, El estigma del extraño: un ensayo antropológico sobre sectas religiosas, Editorial Ariel, Barcelona, 1997.
3 Tomo la expresión “cualquierita” de Darío López quien la refiere de manera contrastante para ejemplificar lo sucedido con pentecostales peruanos de zonas marginadas: “Ahora ellos ya no son ‘cualquierita’, sino seres humanos con dignidad y derechos, personas que han pasado de una situación de exclusión a ser ciudadanos, y que han encontrado en una iglesia local el espacio social en el cual pueden canalizar todo su potencial humano”, en Pentecostalismo y transformación social, Fraternidad Teológica Latinoamericana-Ediciones Kairós, Buenos Aires, 2000, p. 61.
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