Lutero estaba convencido de que las prácticas anabautistas podrían minar la estabilidad eclesiástica hegemónica y el entramado político/social.
Es muy encomiable que la Federación Luterana Mundial haya decidido ser consecuente con los resultados del estudio histórico que realizó en conjunto con el Congreso Mundial Menonita.
Hemos visto en las anteriores entregas de esta serie la estigmatización que hicieron de los anabautistas/menonitas el propio Martín Lutero y teólogos que le apoyaron, como Felipe Melanchton.
En esta ocasión me ocuparé de dos escritos de Lutero en los que mantuvo posiciones encontradas acerca de qué deberían hacer las autoridades políticas con los señalados como herejes.
En un escrito fechado en el año nuevo de 1523, pero que “según la costumbre de la época corresponde a la Navidad de 1522” (Joaquín Abellán, Martín Lutero, escritos políticos, Editorial Tecnos, Madrid, 1986, p. 21), Martín Lutero dedicó al duque Juan de Sajonia un trabajo titulado Sobre la autoridad secular: hasta dónde se le debe obediencia (incluido por Abellán, op. cit., pp. 21-6)5, que comenzó a circular públicamente en marzo de 1523.
En la obra, tras hacer un recorrido por varios pasajes bíblicos, el ex monje agustino concluyó: “es bastante claro que es voluntad de Dios que se emplee la espada y el derecho secular para el castigo de los malos y para protección de los buenos”.
Hizo una diferencia de esferas de jurisdicción, en las que Dios “estableció dos gobiernos: el espiritual, que hace cristianos y buenos por el Espíritu Santo, bajo Cristo, y el secular, que obliga a los no cristianos y a los malos a mantener la paz y estar tranquilos externamente, sin que les deba por ello ningún agradecimiento”.
Dicho lo anterior, establece que en asuntos de fe las autoridades civiles no deben imponer una creencia y tampoco perseguir y castigar a los disidentes. No deja lugar a dudas de la que era su comprensión del momento: “Si una ley humana impone al alma creer de una manera u otra, según lo mande el propio hombre, es seguro que no está en ella la palabra de Dios […] Al alma no puede ni debe mandarla nadie, a no ser que sepa mostrarle el camino del cielo. Ningún hombre puede hacer esto, sólo Dios. Por esto, en los asuntos que afectan a la salvación de las almas no debe enseñarse ni aceptarse nada que no sea la palabra de Dios”.
Más adelante subraya el grave error de obligar a las personas seguir una determinada creencia, además mantiene que deben cesar los castigos contra los incrédulos de una fe oficial: “Creer o no creer, por tanto, depende de la conciencia de cada cual, con lo que no se causa ningún daño al poder secular; también éste ha de estar contento, ha de ocuparse de sus asuntos y permitir que se crea de ésta o de aquella manera, como cada uno quiera y pueda, sin obligar a nadie.
El acto de fe es libre y nadie puede ser obligado a creer. Se trata, en realidad, de una obra divina que viene del Espíritu y que, por consiguiente, ningún poder la podría hacer o imponer. De aquí procede el dicho común, que también está en Agustín: nadie puede ni debe ser obligado a creer”.
Varios acontecimientos sociales y políticos harían mella en el pensamiento bíblico/teológico de Lutero sobre el rol de la autoridad secular y el trato de la considerada como herejía. A él le sorprendió que la lectura bíblica de los campesinos les llevara a basar en las Escrituras todo un programa de transformación social.
En doce artículos los campesinos expusieron su programa, y solicitaron la opinión de teólogos, entre ellos Lutero, Melanchton y Zwinglio. La respuesta de Lutero está fechada 19-20 de abril de 1525, y la tituló Exhortación a la paz en contestación a los doce artículos del campesinado de Suabia.
Lutero exhortó a los campesinos a no levantarse en armas, y cuando estos lo hicieron redactó un opúsculo en el cual, desde el encabezado, reprobaba tajantemente las acciones del campesinado: Contra las bandas ladronas y asesinas de los campesinos.
Al tiempo que consolidaba su reforma en Wittenberg, Lutero y partidarios vieron cómo por todas partes de Europa surgían quienes les apoyaban y los que por distintas razones le criticaban. Entre los que mantuvieron distancia crítica estaban los anabautistas.
Contra ellos Lutero y Melanchton, y otros teólogos afines, tomaron postura sobre cómo deberían ser tratados por las autoridades seculares. Al respecto es central el libro de John S. Oyer, Lutheran Reformers Against Anabaptists, The Baptist Standard Bearer, Paris, Arkansas, 2001).
En contraste con lo redactado por él en 1522, en el documento Si el magistrado civil está obligado a someter a castigos físicos a los anabautistas: Algunas consideraciones desde Wittenberg (1536), que fue firmado por Lutero, Felipe Melanchthon, Johannes Bugenhagen y Caspar Cruciger, expone la necesidad de que los gobiernos civiles actuaran contra los renuentes a normar sus creencias con las de la iglesia territorial: “la cuestión se refiere a la magistratura civil, si está obligada a proceder por la fuerza y con castigos físicos contra las falsas enseñanzas de los anabautistas y otras sectas similares […] En caso de que siguieran obstinadas y no quisieran renunciar a sus errores, entonces el castigo será obligatorio” (el documento se incluye en https://www.lutheranworld.org/sites/default/files/OEA-Lutheran-Mennonites-ES-full.pdf, pp. 117-123).
La disidencia bíblica/teológica de los anabautistas les hizo disidentes políticos de la simbiósis Estado-Iglesia territorial, unidad que consideraban amenazada los teólogos de Wittenberg, y por ello plantearon la necesidad de actuar contra los seguidores del anabautismo, quienes, por otra parte, eran partidarios de la vía pacíficica.
Ante la amenaza, afirmaba Lutero, “la magistratura está obligada a refutar estos artículos como sediciosos y castigar con la fuerza física –y, según las circunstancias, también con la espada—a individuos obstinados, sean anabautistas u otros, que sostengan uno o más de estos artículos. Porque estos artículos no sólo tienen que ver con cuestiones de fe, sino que son directamente, y por sí mismos, una evidente amenaza al gobierno civil”.
Lutero estaba convencido que las prácticas anabautistas de conformar comunidades voluntarias, bautizar solamente creyentes conscientes del acto que celebraban, negarse a rendir juramento de obediencia al Estado y tomar las ramas para defenderlo, y, en algunos casos, compartir bienes materiales, podrían minar la estabilidad eclesiástica hegemónica y el entramado político/social.
Lo anterior queda evidenciado en las siguientes líneas del documento de 1536: “Dado que las Santas Escrituras enseñan claramente que los artículos mencionados de los anabautistas son erróneos y diabólicos, y es obvio y evidente que ellos son los que destruyen directamente el gobierno civil, por consiguiente y sin duda alguna, la magistratura está obligada a refutar tales enseñanzas falsas y sediciosas, y resguardando la autoridad de su cargo, someter a castigo, leve o severo, según su criterio.
Si alguno contradijera esto, diciendo, ‘La magistratura no es capaz de darle fe a alguien, por tanto, no debe atreverse a castigar a nadie por causa de la fe’, para ello hay muchas respuestas oportunas. Pero nos limitaremos a esta sola respuesta: La magistratura no castiga debido a opiniones y puntos de vista que sostiene el corazón, sino debido a la expresión externa de palabras y enseñanzas equivocadas, por medio de las cuales otros también se extravían.
Por consiguiente, así como la magistratura está obligada a castigar a otros que se expresan con palabras sediciosas y amenazantes, por medio de las cuales se incita de verdad a la rebelión, de igual modo está obligada, empleando toda la fuerza posible, a castigar a aquellos que proclaman esas sediciosas enseñanzas [anabautistas], dado que a través de las mismas también se incita realmente a la gente a la rebelión. Porque [los anabautistas] quisieran eliminar la magistratura, el juramento y los bienes personales”. Desde este punto de vista, los anabautistas eran libres de creer lo que quisieran, pero que no se lo comunicaran a nadie y menos que se atrevieran a practicarlo.
Cuando el asunto de cómo tratar a los anabustistas comenzó a tratarse en círculos luteranos a partir de 1528, hubo quien les defendió y se opuso a que se les impusiera la pena de muerte. Fue el caso de Joahannes Brenz. Él afirmaba que “Los delitos espirituales (incluyendo la falta de fe, la herejía y la mala interpretación de las Escrituras) se habrían de castigar mediante la espada espiritual, es decir, las Escrituras.
Brenz estaba convencido de que cualquier tipo de castigo secular debido a estas cuestiones no suprimiría la herejía, sólo la fortalecería. Si no, ‘¿qué sentido tenía estudiar las Escrituras, dado que el verdugo sería el más erudito?’ Las autoridades seculares no tenían por qué perseguirlos, siempre y cuando los herejes o incrédulos conviviesen pacíficamente con los cristianos”.
A diferencia de quienes basaban el veredicto de muerte contra los falsos profetas (en este caso los anabautistas) en Deuteronomio 13:1-10, él consideraba que el pasaje no era vinculante para los cristianos, porque dicho mandamiento “se aplicaba solamente al Reino de Israel y no al Reino de Cristo, dado que eran simplemente señales de la venida del Reino de Cristo.
En cuanto a la tradicional distinción entre autoridades espirituales, que no tenían derecho alguno de empuñar una espada para tales cuestiones, y autoridades seculares, que sí deberían hacerlo, Brenz reiteró la diferencia que hacía entre ambas y afirmaba que la autoridad secular sólo tenía que ocuparse de la paz y el orden externos.
También les recordó a los que aseveraban que la autoridad debía ejercer dicho poder contra los herejes, que no tendrían ningún argumento para contradecir el uso de tal poder por las futuras generaciones en contra de la verdadera fe”. Brenz sintetizaba: “Por consiguiente, es tanto más seguro que el gobierno secular desempeñe sus propias funciones y permita que los pecados espirituales reciban castigos espirituales. Es mucho mejor y cuatro o diez veces más preferible tolerar una falsa fe que perseguir una sola vez la verdadera fe”.
En la siguiente entrega, y última de la serie, voy a referir la solicitud de recibir perdón hecha al Congreso Mundial Menonita por la Federación Luterana Mundial, debido a las atrocidades cometidas por antecesores suyos en contra de los anabautistas en el siglo XVI.
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