Ante la obra de Dios siempre hay que posicionarse.
Es sábado por la mañana y después de muchos días tienes una oportunidad única. La noche antes, al acostarte, lo piensas por un momento y una inyección de placer casi eléctrico recorre tu espina dorsal. Ha llegado el día de permitirte un lujo digno de reyes: No poner el despertador.
Por la mañana, de forma incomprensible, cuando estás en tus más dulces sueños, un sonido brusco de persiana te arrastra hacia el mundo de los vivos y experimentas una de las más íntimas y desagradables experiencias hogareñas: La implacable y poderosa luz del sol entrando por tu ventana con todo su esplendor cuando tus ojos aún no han tenido ocasión de adaptarse. Tu excepcional proyecto de dormir 'hasta que el cuerpo aguante' ha finalizado con esos rayos capaces de alumbrar incluso la membrana de tus párpados, convirtiéndola en una cortina roja de la que no puedes escapar.
La obra de Dios es esa luz ineludible. Es una amenaza para los párpados de todo aquel que pretende gobernar su vida y permanecer en la oscuridad. La idea es sencilla: A las tinieblas les molesta la luz como a los ojos adaptados a la penumbra.
Más de 2.400 años antes de tu ansiado sábado para dormir, un gobernador de la provincia de Samaria llamado Sanbalat experimentó esos rayos de luz descubriendo cada rincón de sus oscuros intereses.
Sus más íntimos enemigos, los judíos, habían quedado prácticamente borrados del mapa y de sus vidas, cuando Nabucodonosor y su imparable imperio habían deportado todas las mentes pensantes, príncipes, académicos y otras figuras relevantes de la sociedad hebrea. Sus tierras habían quedado asoladas y las murallas de sus ciudades destruidas. Sanbalat no conocía otro mapa político, él había nacido ya con esa situación establecida.
La vida era plácida mientras el emperador de Babilonia estuviera tranquilo. Samaria era la gran ciudad de la región así que el comercio, el protagonismo y la reputación política recaían en el pueblo samaritano y en su principal líder, el gobernador Sanbalat.
Pero Dios tiene sus planes y desarrolla su obra, que no gusta a todo el mundo.
Cuando Nehemías, un copero reconvertido en arquitecto técnico y gobernador en funciones de las ruinas judías, vino desde Susa hasta Jerusalén para instalarse y emprender la obra que Dios le había puesto en el corazón (y que el emperador persa apoyaba y financiaba) el mundo de Sanbalat dio un vuelco difícil de digerir.
-¿Qué pretenden estos miserables? (Ne. 4:3)- exclamaba en tono intimidador. Sus amenazas filtraban su creciente temor ante la incertidumbre de lo que se avecinaba. ¿Qué consecuencias iba a tener para él y para su pueblo este despertar del pueblo judío que después del cautiverio volvía a creer y a construir según decía su Dios?
Sus odiados vecinos levantaban la defensa de Jerusalén, dispuesta a repeler cualquier ataque bélico. La muralla reconstruida iba a reactivar la vida de la ciudad (¿Quién sabe si de toda Judea?) Parte del comercio samaritano se desviaría hacia Jerusalén, que experimentaría un crecimiento demográfico, podría reorganizar su ejército, rearmarse, restablecer sus límites fronterizos, recuperar sus tierras y explotarlas para su gente, en claro detrimento de los samaritanos.
La obra de Dios siempre es una amenaza para alguien. Valgan otros ejemplos bíblicos como el conflicto que vivió Pablo en Éfeso (Hch. 19) o la reacción que rápidamente despertó la obra de Jesús en Galilea, especialmente entre aquellos escribas y fariseos que veían como sus vidas iban a quedar afectadas sin remedio (Mr. 2)
Ante la obra de Dios siempre hay que posicionarse. Hay que recoger o desparramar, construir la muralla o procurar destruir a los obreros que la levantan, proclamar el Reino de Dios o indagar dónde ha nacido el rey para matarlo antes de que suponga un problema para nuestro gobierno... No sea que nos vaya a quitar el trono que con tanto esmero protegemos.
Algunas conclusiones finales en forma de pregunta aterrizan en la pista de esta reflexión:
¿Qué significa que la Palabra de Dios no suponga una amenaza para mi propio autogobierno? ¿No pretende Dios con su obra en mi vida que abandone mi constante pretensión de ser mi propio Dios? Estoy en el mismo lugar que Herodes al ser informado del nacimiento del rey de los judíos. Debo decidir si cedo mi reino o lucho por mantenerlo.
Si aquello que hacemos en el nombre de Dios no resulta una amenaza para nadie ¿Nos habremos equivocado entendiendo lo que Dios quiere que hagamos? ¿Están nuestras iglesias locales resultando amenazantes para los gobiernos del mal, la injusticia o los sistemas de opresión y esclavitud de nuestra sociedad? ¿Estamos combatiendo el pecado e incomodando a aquellos que quieren satisfacer sus intereses a costa de otros o incluso destruyéndose a sí mismos?
El evangelio de luz es una amenaza para la oscuridad del mundo y por esa razón, causa una oposición inevitable.
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