El resultado de la conversación luterana/anabautista menonita quedó contenido en un sustancioso documento publicado en el 2010
En el año 2002 inició la conversación entre los descendientes teológicos e históricos de quienes fueron perseguidores y perseguidos en el siglo XVI.
Tras establecer una comisión de diálogo, representantes de la Federación Luterana Mundial (FLM) y del Congreso Mundial Menonita (CMM), tuvieron encuentros de 2005 a 2008 para estudiar las posiciones que sus antepasados espirituales enarbolaron en los movimientos de reforma del siglo XVI.
Convocada por el emperador Carlos V, en abril de 1530 inició la Dieta de Augsburgo, que se prolongó hasta junio del mismo año. El propósito del monarca era “exigir [que en sus dominios] se terminara la discordia religiosa que había ocurrido como resultado de la Reforma.
En consecuencia, invitó a los príncipes y representantes de las ciudades libres en el imperio para discutir las diferencias religiosas [con la esperanza de] resolverlas y restablecer la unidad”, que hiciese posible, entre otros asuntos, enfrentar a las fuerzas turcas que estaban avanzando en Europa. (Introducción a la Confesión de Augsburgo, Editorial Concordia, Saint Louis, Missouri, 2003, p. 15).
En la citada Dieta, los teólogos de Wittenberg, con Felipe Melanchton como principal redactor, presentaron la que pasó a ser conocida como Confesión de Augsburgo. Martín Lutero fue consultado durante la elaboración del documento, y otorgó su visto bueno al mismo.
El escrito es una definición bíblico/teológica de la identidad luterana. Una edición del 2003, hecha por una casa publicadora luterana, acota que “muchos siglos después […] este documento es considerado la ‘constitución’ de la Iglesia Luterana, por ser una exposición fiel de las Sagradas Escrituras y una confesión de fe ecuménica”. La Confesión de Augsburgo buscaba tanto tomar distancia de otros grupos opuestos a Roma como exponer ciertas coincidencias doctrinales con ella.
En varios de los 28 artículos de la Confesión de Augsburgo se descalifica a los anabautistas, e incluso se les considera enemigos del orden social y religioso al no someterse a las autoridades e instituciones que garantizaban la gobernabilidad y el buen funcionamiento del sistema económico.
Este es el caso del artículo XVI, donde “se condena a los anabautistas que enseñan que ninguna de las cosas susodichas es cristiana”, es decir el entramado político/religioso existente.
En el artículo IX, la Confesión declara que “respecto al bautismo se enseña que es necesario que por medio de él se ofrece la gracia, y que deben bautizarse también los niños, los cuales mediante el bautismo son encomendados a Dios y llegan a serle aceptados. Por este motivo se rechaza a los anabautistas, que enseñan que el bautismo de párvulos es ilícito”.
En efecto, los anabautistas (rebautizadores) sostenían que el bautismo debía ser posterior a la confesión voluntaria de seguir las enseñanzas de Jesús. Practicaron el bautismo de creyentes, desconociendo el recibido como infantes, y, a los ojos de sus críticos, rebautizaban a quienes ya lo habían sido en su niñez.
Desde su perspectiva, los anabautistas no rebautizaban sino que impartían el verdadero bautismo, el de creyentes conscientes dispuestos a unirse voluntariamente a una comunidad comprometida para seguir los lineamientos neotestamentarios de Cristo.
El 4 de enero de 1528 fue promulgado un decreto imperial en el que se condenaba a muerte a quienes practicaran el llamado rebautismo. Casi un año antes, en febrero, bajo persecución un grupo de líderes anabautistas se había reunido en Schleitheim, en un punto de la actual frontera entre Alemania y Suiza, y concordaron en siete puntos distintivos de su movimiento.
En el primero de ellos sostuvieron que “en cuanto al bautismo debe ser concedido a todos aquellos a quienes se haya enseñado el arrepentimiento y la enmienda de su vida, y crean realmente que sus pecados son borrados por Cristo, y a todos aquellios que desean andar en la resurrección de Cristo y estar sepultados con él en la muerte, para poder resucitar con él; a todos aquellos que, siendo, de esta opinión, lo deseen y lo soliciten de nosotros” (John Howard Yoder (compilador), Textos escogidos de la Reforma radical, Editorial La Aurora, Buenos Aires, 1976, pp. 158-159).
El resultado de la conversación luterana/anabautista menonita quedó contenido en un sustancioso documento publicado en el 2010. Desde la introducción firmada conjuntamente por los entonces secretarios generales, respectivamente, de la Federación Luterana Mundial, Ishmael Noko, y Larry Miller, del Congreso Mundial Menonita, el informe/declaración no deja lugar a dudas de su objetivo, que consiste en reconocer el sufrimiento infligido a quienes rechazaron la unión Estado-Iglesia oficial (fuera esta católico o protestante):
“La separación de luteranos y anabautistas menonitas forma parte de una historia particularmente dolorosa. Durante medio siglo hemos estado separados no sólo a causa de discrepancias teológicas del siglo XVI, sino también en razón del legado de violencia proveniente de ese período formativo. De parte de los luteranos, hubo persecución y justificación teológica para estas acciones violentas.
Si bien los anabautistas no devolvieron dicha persecución, el peso del sufrimiento de esa época aún está presente en las memorias. En años recientes se hizo evidente que era la hora propicia de emprender iniciativas de reconciliación.
Nuestras comunidades ya venían colaborando para aliviar el sufrimiento en muchos lugares del mundo. Los próximos aniversarios de mitad del milenio que conmemorarán la Reforma, han concitado esfuerzos para sanar las heridas que persisten desde aquella época”.
En la próxima entrega nos vamos a ocupar de cómo se construyó la estigmatización contra los anabautistas, la respuesta a sus perseguidores y algunos de sus trágicos resultados.
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