Si nos planteáramos que, ni somos tan buenos como nos creemos, ni los demás son tan malos como les vemos, otro gallo nos cantaría.
Cuando pensamos en lo que significa el egocentrismo, casi siempre lo hacemos, o visualizando personas de fuera, con nombres y apellidos, o como mucho en ciertas etapas de la vida infantil, en las que evidentemente el niño piensa que está en el centro del universo, o al menos del suyo.
Pero nunca pensamos en nosotros mismos, lo cual es, en sí, también una forma de egocentrismo.
De hecho, es increíble cómo funciona de bien en forma de mecanismo de defensa, para preservarnos de cualquier clase de crítica o autocrítica, para no escuchar lo que no nos interesa oír, para seguir pensando que el problema, cualquiera que sea, lo tienen los demás, pero no nosotros.
Y es que estoy convencida de que, si nos planteáramos que, ni somos tan buenos como nos creemos, ni los demás son tan malos como les vemos, otro gallo nos cantaría.
Valoremos estas cosas por un momento, porque si nos detenemos en analizar algunas de las situaciones más habituales y cotidianas, nos daremos cuenta de que nuestro egocentrismo está permanentemente de por medio.
Nos tomamos como personales cosas que no nos tocan, nos damos por ofendidos en algunas que tampoco, pero también somos egocéntricos evitando considerarnos responsables en aquellas por las que sí deberíamos responder.
Buena parte, si no todos los egoísmos, podrían perfectamente explicarse desde el egocentrismo, pero además también muchas de nuestras expectativas acerca de lo que debe ser el comportamiento de los demás.
En las relaciones interpersonales nos cuesta un mundo ver la perspectiva del otro, y en muchas ocasiones directamente la negamos, porque parece que tenemos una verdadera ceguera para todo aquello que se escape de la forma en la que nosotros, y solo nosotros, vivimos las cosas.
Y desde ese punto nos cuesta incluso entender las verdades más básicas del Evangelio o de la vida cristiana. Pongo a ese respecto dos ejemplos, simplemente, que en esta semana me hacían pensar al respecto.
El primero tiene que ver con la forma en la que vivimos las pruebas y el sufrimiento que padecemos como creyentes.
No es nada infrecuente que personas que llevan ya mucho tiempo en la fe sigan pensando que el objetivo de las pruebas es que Dios quiere comprobar cuánta fe tenemos, lo cual es probablemente una tontería, porque Dios YA sabe la fe que tenemos.
Más bien quizá somos nosotros los que hemos de confrontarnos con una realidad que procuramos evitar ver porque nos hace daño.
Claro que entendemos que no tenemos una fe perfecta, pero desde nuestra propia perspectiva delas cosas, solemos estar bastante conformes con la fe que tenemos y casi siempre pensamos que tenemos más de la medida real.
Eso se pone de manifiesto, justamente, frente a las dificultades. Porque allí es donde descubrimos la solidez de nuestros principios, cuán fuerte nos agarramos a las promesas de Dios y cuántas convicciones somos capaces de conservar a pesar de las tormentas de la vida que Él nos permite atravesar.
Y entonces, cuando hemos llegado al Evangelio pensando que de lo que se trataba era de que Dios nos prometía la felicidad aquí en esta Tierra, nos encontramos con la dura realidad del camino de la cruz, con que aquí empezamos a ver un cierto anticipo, pero no el pleno cumplimiento de lo que será… y entonces ese Evangelio o su Dios protagonista, dejan de interesarnos, simple y llanamente porque no responden a nuestra conveniencia.
El segundo ejemplo, simplemente para aportar dos muestras que nos ayuden a iniciar esta reflexión que, considero, ha de ser continuada y además en cierta profundidad, porque no es nada fácil de ver (nuestro egocentrismo nos lo impide), tiene que ver con lo que percibimos en el mensaje Bíblico y el que, por extensión, predicamos.
Porque en tantas y tantas ocasiones predicamos un Evangelio incompleto y sesgado, en el que parece que el hombre y la mujer, con su libre albedrío y su capacidad de decisión, son los verdaderos protagonistas de la historia. Y no es así.
La Biblia habla de Dios y de Su carácter, de lo que Él hace y de lo que será el cumplimiento de los tiempos, en que se le otorgará la gloria que realmente merece, sin medida ni restricción derivada del egocentrismo de Sus criaturas.
Esto no va de que nosotros decidimos, como si esa fuera la clave. Va de que Él nos ha escogido y de que, de manera inexplicable e incomprensible para nosotros, se combina esto con nuestra respuesta, que es la consecuencia del mismo amor de Dios, aunque nosotros nos creamos el centro de todo el proceso.
Le amamos porque Él nos amó primero. Podemos hacerlo porque algo de Su esencia está en nosotros. Y nosotros no somos protagonistas, sino receptores de una gracia que en ningún caso hemos merecido.
Como egocéntricos que somos, nos cuesta digerir estas realidades. Nos cuesta escribirlas, nos cuesta leerlas, nos cuesta creérnoslas, principalmente.
Y en nuestra tendencia natural, que tira al monte, a la mínima que nos descuidamos volvemos al punto donde estábamos, en el centro (aunque sea imaginario) de nuestro universo personal.
Es un esfuerzo contra corriente acostumbrarnos a ver las cosas desde SU perspectiva, dejando la nuestra a un lado. Pero es solamente desde esa perspectiva donde podemos encontrar realmente la verdad delas cosas, la que se escribe con mayúsculas.
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