No existe otro pasaje de la Escritura que haya sido tan escudriñado como éste y haya marcado tanto las diversas corrientes teológicas dentro del cristianismo a lo largo de la historia.
El más importante y extenso de los discursos de Jesús es, sin duda, el famoso sermón del monte o de la montaña, que Mateo recoge en los capítulos quinto, sexto y séptimo de su evangelio. Tan fundamentales para la comprensión del pensamiento del Maestro son estos tres capítulos que, ya en la antigüedad, fueron considerados por Agustín de Hipona, como un compendio de todo el evangelio. No existe otro pasaje de la Escritura que haya sido tan escudriñado como éste y haya marcado tanto las diversas corrientes teológicas dentro del cristianismo a lo largo de la historia. Incluso numerosos autores pertenecientes a otras religiones han descubierto también la singular luz que irradian estas palabras.
Muchos eruditos judíos creen que el sermón del monte es una joya de la literatura hebrea ya que consideran a Jesús como uno de los suyos. Por tanto, para algunos, este discurso podría constituir otro importante lugar de encuentro entre judíos y cristianos. También las tradiciones religiosas de la India se interesaron por dicho sermón, como demuestra por ejemplo la notable influencia que éste ejerció sobre el popular líder Gandhi. Ciertos religiosos budistas consideran que el sermón del monte sería el dharma de Jesús, es decir, el modelo de existencia que él vivió y predicó. Incluso se llega a hacer comparaciones entre las bienaventuranzas y las enseñanzas de Buda. Tampoco debe extrañar que el primer discurso de Jesús haya sido introducido hasta en la corriente contemporánea de la Nueva Era. ¿A qué se debe esta poderosa influencia del sermón del monte no sólo entre cristianos sino también en otros movimientos religiosos?
Cuando se leen por primera vez estas palabras de Jesús provocan admiración y preocupación al mismo tiempo. Se trata de frases fascinantes que encierran increíbles paradojas, afirmaciones desconcertantes, capaces de atraer pero también de intimidar debido a la radicalidad de su contenido. ¿Cómo puede el reino de los cielos pertenecer a los pobres? ¿Alguien desea ser pobre? ¿Quién es capaz de gozarse y alegrarse cuando está siendo perseguido o martirizado? ¿No produce perplejidad oír a Jesús decir que hay que cumplir la Ley de los hebreos, cuando él en ocasiones la pasó por alto? ¿Cómo puede tener la misma gravedad moral matar a una persona, que solamente insultarla? ¿Qué clase de justicia divina es esa? ¿Acaso no debemos resistir al que es malo cuando procura nuestra muerte?
Las dudas que genera este singular mensaje han dado pie a diversas interpretaciones, unas más acertadas que otras. Sin embargo, lo cierto es que en todas las épocas los creyentes se han beneficiado de este sermón ante situaciones sociales y culturales muy diferentes. ¿No confirmaría este hecho el origen divino de tales palabras, así como su inagotable riqueza capaz de llenar las vidas de millones de personas a lo largo de las eras? ¿No será quizás que su fascinación y poderosa atracción se deba precisamente a tal origen trascendente? Y si es así, ¿será también por eso que hasta ahora el ser humano no ha conseguido una interpretación total y definitiva del mismo? Por mucho que se profundice en estos textos escritos por Mateo jamás se conseguirá desvelar por completo todo el misterio que los envuelve. Su riqueza exegética es como un profundo pozo de agua viva interminable capaz de saciar la sed de todas las generaciones. La paradoja del sermón del monte es la misma que rodea toda la vida de Jesús: el hecho de que quien habla es a la vez verdadero hombre y verdadero Dios.
¿Cuál es el sentido real de este discurso? ¿Se trata de un catecismo de ética cristiana imposible de cumplir en la vida práctica? ¿Una bella utopía irrealizable? ¿Es una exaltación de las obras por encima de la gracia, o se trata de lo contrario, la reivindicación de la dádiva gratuita de Dios, la única capaz de suscitar en el ser humano el recto comportamiento? Jesús nunca dice que el hombre sea capaz por sus propios méritos de alcanzar la perfección o de vivir de acuerdo a las exigencias del sermón del monte. El único que lo logró fue el propio Señor Jesús mediante una vida que apuntó siempre hacia la crucifixión. No obstante, cuando el ser humano descubre personalmente a Jesucristo, se arrepiente de sus pecados y se convierte en discípulo suyo por la fe, entonces recibe el don de Dios que hace posibles las demandas divinas en el hombre. No se trata pues de méritos humanos sino de gracia divina.
La cuestión es, ¿en qué medida estoy abierto a la gracia divina? ¿Cómo trabajo y me esfuerzo por colaborar en la extensión del reino de Dios en la tierra? Es verdad que el reino no está todavía plenamente presente en este mundo y que estamos viviendo el "ya" pero "todavía no" de su implantación definitiva. De ahí que las elevadas exigencias del sermón del monte nos hagan vivir en un estado permanente de tensión y nos dirijan cada día al Padre para pedirle que venga su reino y se haga su voluntad, como en el cielo, así también en la tierra (Mt 6:10). No son los esfuerzos humanos de perfeccionamiento y auto-liberación los que nos conducen a Dios, como creía Pelagio, sino al revés, es Dios quien nos precede y conduce a lo largo de nuestra existencia mediante su infinito amor. El reino de Dios llegó al mundo de la mano de Jesucristo y eso es lo esencial. Su poder, perdón y presencia en nuestras vidas son determinantes para vivir el sermón. Él sabe de qué cosas tenemos necesidad antes de que nosotros se las pidamos; hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos; Dios toma la iniciativa del perdón y nos convida a no afanarnos ni estar demasiado ansiosos ante la vida. Así pues, el sermón del monte es como una invitación constante para orar al Padre con la confianza en que su amor siempre nos sostendrá. El Cristo resucitado, el Emmanuel, está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo por medio del Espíritu Santo para ayudarnos a guardar lo que nos está mandado. Por tanto, no son nuestras pobres fuerzas humanas, sino el poder de Cristo resucitado en cada uno de nosotros lo que nos invita a comprometernos cada día en el sentido del sermón del monte.
Algunos de los enunciados contenidos en este discurso han recibido muchas críticas llegándose incluso a decir que en conjunto se trata de un pernicioso documento que ha causado un mal incalculable al presentar una ética absolutamente imposible de realizar, o que no es probable que tales palabras fueran pronunciadas por Jesús, sino que debieron ser inventadas por los cristianos del primer siglo. Frente a tales opiniones negativas, creo que lo verdaderamente importante no es plantearse si se está de acuerdo o no con el sermón del monte, sino si él está de acuerdo con nosotros. El Maestro nos presenta aquí la más pura expresión de la moral más sublime que jamás conoció la humanidad. Un comportamiento que sólo él pudo llevar perfectamente a la práctica. Es lógico, por tanto, que muchas personas lo rechacen y se sientan mal porque constituye un espejo en el que se reflejan nuestras imperfecciones. El sermón nos reta, nos obliga, apela a nuestra conciencia y demanda una respuesta de cada criatura. Pero nosotros, en muchas ocasiones, intentamos suavizar las palabras de Cristo, pretendemos endulzarlas hasta hacerlas inofensivas y así, a veces, conseguimos olvidarnos de ellas. Ante semejante error, Jesús responde: No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Mt 7:21).
¿Cuál es nuestro reino? ¿Vivimos bajo la sombra del reino de los cielos o bajo la influencia de los reinos de este mundo? ¿Han caído nuestras congregaciones evangélicas en la superficialidad del legalismo o seguimos predicando a todo el mundo el reino de Dios vivido en nuestros corazones? ¿Estamos haciendo sinceramente la voluntad del Padre? En los próximos artículos me propongo analizar las bienaventuranzas de Jesús, recogidas por Mateo en el sermón del monte, desde esta perspectiva principal: si la misión de Cristo en la tierra estuvo totalmente determinada por el anuncio de la llegada del reino de Dios, entonces el compromiso de cada cristiano y de cada iglesia local debe ser también presentar el reino de Dios como futuro de la humanidad. Hacerlo desde el estilo de vida personal y desde la implicación de la iglesia en las necesidades de la sociedad.
Las comunidades cristianas no debieran reducirse sólo a la práctica de una relación religiosa intimista con Jesús, al cumplimiento de una serie de normas y leyes privadas, sino orientarse por completo hacia el reino de Dios como fin último de la historia de la humanidad. La única esperanza que le queda a este mundo hipermoderno es precisamente la llegada del reino de Dios, es decir, el reinado de Jesucristo en el corazón de cada criatura, de tal manera que produzca un estilo de vida completamente diferente al materialismo que se vive hoy en la sociedad contemporánea. Los creyentes estamos obligados a ser sal y luz de la tierra. No podemos escondernos bajo un cajón o entre las cuatro paredes del templo, ni relajar nuestra moralidad o bajar el listón del compromiso personal con el Maestro. Si los requerimientos del reino de Dios constituyen una ética válida para los cristianos, capaz de producir felicidad interior y vida abundante aquí en la tierra, esto significa que también poseen un indiscutible poder y un dinamismo social para cambiar el mundo.
La ética de las bienaventuranzas que es la del reino de Dios debe influir en las sociedades por medio de lo que viven, creen y manifiestan los cristianos, no solamente como individuos sino también como comunidades eclesiales. El Señor Jesucristo no sólo intentó cambiar a doce personas sino a todo el mundo, incluso en los aspectos sociales y políticos, pues su proyecto del reino de Dios fue y sigue siendo el de una nueva humanidad aquí en la tierra. Hoy vivimos en un planeta globalizado en el que predomina la ética de la equivalencia, del intercambio y la reciprocidad. Nadie regala nada y todo tiene un precio. Sin embargo, el sermón del monte propone otro fundamento para nuestros códigos sociales. Una ética del amor al prójimo que procura implantar entre las personas unas relaciones diferentes, caracterizadas por el sello de la gratuidad y la sobreabundancia.
La necesidad de una ética así, parecida a la que propuso Jesús hace dos mil años, la están solicitando hoy muchos sociólogos y economistas del mundo. No existe otra salida si deseamos la mera supervivencia de nuestras sociedades. El amor solidario entre el Norte y Sur, el respeto a la Naturaleza que nos amenaza con el cambio climático, la imperiosa necesidad de vaciar los arsenales atómicos, la obligación moral de evitar las guerras y solucionar los conflictos por medio del diálogo, son en la actualidad más prioritarios que nunca porque nuestra capacidad de destrucción es muy superior a la que el ser humano tuvo en cualquier otra época de la historia. No se trata de hacer del sermón del monte un código político y social como se intentó en otros tiempos, y que siempre terminó en fracaso, sino más bien de pensar cómo traducir sus exigencias fundamentales a las actuales sociedades pluralistas para que las fuerzas del mal sean contrarrestadas y el reino de Dios prosiga su avance imparable.
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