Estoy admirado del impresionante riesgo que Dios corrió con nosotros al otorgarnos, de facto, el maravilloso don del libre albedrío.
Al abordar sucintamente un tema tan apasionante como es el preciado don de la libertad o el libre albedrío del ser humano que, según algunos libre pensadores, no es exactamente libertad total sino llamémosle condicional o condicionada; porque también tenemos que decir que quienes defienden tal idea se basan en un determinismo antropológico, social e incluso teológico que conduce a las personas a ser prisioneras de sus circunstancias ambientales y de sus bajas pasiones y de estar condenadas a su propio y fatal destino, sin posibilidad alguna de poder modificarlo.
Reconozco que estos conceptos están fuertemente influidos por la filosofía y sus diferentes exponentes a través de la historia y que, incluso los grandes teólogos reformadores como Lutero, Calvino y Zwinglio y por supuesto el mismo Agustín de Hipona entre otros, estuvieron afectados por conceptos neoplatónicos y aristotélicos que impregnaron la fe cristiana en su pura esencia. Este supuesto también se ve alimentado por un concepto teológico más que discutible sobre la doble predestinación que, se explique como se quiera explicar, convierte a Dios en el autor del pecado y eso es imposible además de gravemente erróneo. Este comentario, sin duda alguna, va más allá de los beneficios espirituales que estos mismos hombres también han aportado a la fe cristiana, aunque esto nos pueda parecer realmente paradójico.
También es bien cierto que las Sagradas Escrituras nos revelan rasgos importantes de la soberanía de Dios aun antes de la aparición del hombre sobre el planeta Tierra y durante toda su accidentada historia, desde sus orígenes hasta hoy. Por supuesto que Dios es Soberano en todo lo que hace y en todo lo que Él mismo determina respecto a todo tipo de cuestiones, porque Dios siempre conoce el fin desde el principio. No me parece inapropiado recordar que Dios es un Ser perfectamente libre, autónomo y autosuficiente, que no necesita nada ni a nadie en particular; aunque yo personalmente he descubierto una profunda necesidad en Dios y es la necesidad de amar y ser amado por sus hijos.
Dios que lo sabe todo, antes de que nada suceda, es como si no lo supiera. Este argumento podemos verlo claramente reflejado en los capítulos 2 y 3 del Génesis en el mismo Jardín del Edén, ofreciéndoles al hombre y a la mujer primigenios la posibilidad de elegir correctamente entre el bien y el mal, advirtiéndoles del peligro de traspasar los límites establecidos por Él mismo y recordándoles, además, sus enormes privilegios y sus necesarias responsabilidades. Aun respecto de nuestros pecados, cuando estos nos son perdonados por la obra redentora de Cristo a nuestro favor, Dios mismo se autoamnesia como nos declara su misma Palabra: “Nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones…” Hebreos 10:17.
Estoy admirado del impresionante riesgo que Dios corrió con nosotros al otorgarnos, de facto, el maravilloso don del libre albedrío y, como resultado, la libertad de acción que es el buen o mal uso del mismo. Más allá de otras lecturas sociales, morales y antropológicas, somos seres esencialmente libres para elegir incluso hasta la salvación, tal como nos dice el evangelista Juan: “…De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo…para que todo aquel que en él cree (todo el que quiera creer) no se pierda, más tenga vida eterna” Juan 3:16.
Dios mismo también desafía a su pueblo a elegir correctamente: “Mira, yo he puesto hoy delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal...escoge...” Deuteronomio 30:15, 19.
A veces he llegado a pensar que quizás hubiera sido mejor no haber tenido tanta libertad para echarnos a perder nosotros mismos. A mí no me hubiera importado en absoluto estar bajo las órdenes de un Dios tan grande y tan asombrosamente sabio; pero tampoco me siento capaz de discutir una decisión de su soberano designio, como ha sido crearnos y otorgarnos un don tan extraordinario como el libre albedrío que nos asemeja tanto a Él y, a su vez, regalarnos un hermoso proyecto de vida eterna (Romanos 6:23).
Somos libres para decidir muchísimas cosas en la vida. A estas alturas somos muchos los que hemos descubierto el verdadero secreto de la felicidad intemporal que ha sido y sigue siendo conocer la Verdad que nos hace autenticamente libres, y esta Verdad Suprema tiene nombre de persona, Jesucristo (Juan 8:32).
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