En este tercer milenio no va a ser posible ser cristiano, sin serlo radical y apasionadamente.
¿Somos la última generación de cristianos de la historia? Esta pregunta tiene hoy, en pleno proceso globalizador, muchos motivos para ser formulada de manera coherente ya que si una sola generación, como podría ser la nuestra por ejemplo, dejara de educar en la fe a la siguiente, el cristianismo podría estar en peligro de extinción. En algunos países como España este peligro no es algo irreal, sobre todo si se tiene en cuenta la opinión de los jóvenes al respecto. Máxime cuando el tema religioso ha dejado prácticamente de tratarse en las escuelas y hoy casi resulta de mal gusto hablar en público o mantener conversaciones acerca de las creencias personales. La religión se ha recluido al ámbito de lo privado y esto está provocando que su práctica caiga en picado. De ahí que algunos pensadores se pregunten si somos los últimos cristianos.
No creo que seamos la última generación cristiana de la historia porque Dios en su misericordia hacia la humanidad no dejará que se apague la luz que su Hijo Jesucristo encendió. Por fortuna, el futuro de la Iglesia depende de Dios y no del hombre y el Sumo Hacedor es capaz de confundir las mejores predicciones sociológicas fundadas en hechos, como ha sucedido a lo largo de la historia. Además, tenemos la promesa de Jesús, hecha a Pedro, de que las fuerzas del mal no prevalecerán sobre la Iglesia (Mt. 16:18). Sin embargo, esto no nos garantiza que la Iglesia llegará al final de los tiempos pujante, ni que vaya a mantenerse vigorosa en todos los lugares donde antiguamente tuvo una rica presencia.
Por ejemplo, en Asia Menor (lo que hoy es Turquía) el cristianismo fue muy importante durante los primeros siglos y se extendió con fuerza. El apóstol Pablo realizó allí sus primeras misiones apostólicas. Los primeros concilios de la cristiandad se celebraron en aquellas tierras que vieron florecer grandes iglesias y en las que el reino de Dios se difundió rápidamente. Pero de pronto llegó la religión islámica y empezó el retroceso de las iglesias cristianas. De los 75 millones de habitantes que hoy tiene el país, sólo medio millón dice profesar la fe cristiana. El cristianismo pasó también a través del Imperio romano a Europa y de aquí al resto del mundo. No obstante, ¿acaso no está ahora también disminuyendo la fe en la vieja Europa, mientras que a la vez surge con fuerza en Latinoamérica y en otros continentes? Nada nos garantiza que en el futuro no vaya a ocurrir en Europa lo mismo que en Asia Menor. Por tanto, está perfectamente justificado preguntarse por el futuro del cristianismo en nuestros países occidentales.
Si no queremos que tales augurios se hagan realidad quizá los cristianos debamos actuar en consecuencia y centrar más el mensaje evangélico en el significado último y en el propósito de la vida humana. Siempre se ha insistido en que el fin primordial de toda religiosidad evangélica es la relación personal con Jesucristo a través de la meditación en su Palabra y de la oración, pero hoy más que nunca debemos seguir poniendo el énfasis en el individuo, en la persona concreta, en sus dilemas individuales y familiares. El Evangelio da soluciones prácticas a toda problemática humana y muchas veces estas soluciones se consiguen a través del grupo de hermanos, del pequeño grupo fraternal con el que nos relacionamos frecuentemente en la iglesia. Es posible que el poder de atracción del cristianismo futuro dependa, en buena medida, de la creación de congregaciones donde las personas se sientan tratadas como en familia. Pequeños y abundantes oasis de amor cristiano en medio de enormes ciudades, por desgracia, despersonalizadas e inhumanas. Tenemos que pedirle a Dios sabiduría para acertar en la formación de estas iglesias que creen sensación de hogar y de seguridad fraternal. Lugares de culto donde además de ofrecer protección espiritual y material, exista espacio para la libertad del ser humano.
La religiosidad de hoy, se quiera o no reconocer, debe pasar por la experiencia afectiva y emocional. Por supuesto que no hay que olvidar la doctrina, el estudio bíblico y la racionalidad de la fe, pero sería un grave error marginar la libre expresión de los sentimientos y las emociones personales en los cultos y las celebraciones cristianas. En esta época del feeling (sentimiento) el cristianismo sin experiencia sensible, sin fe cálida, no parece tener mucho atractivo. Por eso la conversión, como experiencia que hace vibrar el corazón y supone un arrepentimiento capaz de cambiar el estilo de vida, continúa siendo imprescindible en el inicio de la vida cristiana.
Está bien manifestar interés por lo doctrinal y lo institucional pero actualmente necesitamos un cristianismo más sensible a los problemas humanos, una fe que sea más solidaria con el hombre. La denuncia de los innegables excesos que se cometen en nuestra sociedad en temas relacionados con el sexo, la familia, el culto al cuerpo o la moralidad pública es menester mantenerla, pero no podemos ser menos sensibles a otros asuntos que también degradan al ser humano y atentan contra su dignidad, como son la idolatría del sistema, el dios del mercado, el consumo, la discriminación o la mercantilización de los medios de comunicación. El cristianismo tiene hoy la responsabilidad de desenmascarar todas aquellas falsedades del mundo global que humillan al ser humano. Creer en la resurrección de Jesucristo significa aceptar que hay solución a todos los problemas generados por el pecado, que hay un futuro para el hombre y que ese futuro ha empezado ya a través del mensaje de Jesús. El cristianismo está empapado de esperanza para todo aquél que se acoge a la cruz de Cristo. Por esto, si las iglesias protestantes actuales desean recuperar su atractivo sociocultural deben ser críticas, ilustradas, actualizadas, tolerantes, no dogmáticas, tener la suficiente sensibilidad hacia lo personal y estar preparadas para presentar defensa reflexiva de su fe en Jesucristo.
La nueva sensibilidad espiritual del ser humano de la globalización pasa por la valoración del símbolo religioso y de la estética en el culto y en la celebración. Frente a tanto nuevo misticismo, esoterismo, gnosticismo y paganismo como hoy se detecta por doquier, en religiosidades como la Nueva Era que promueven una especie de reencantamiento del universo, el cristianismo debe promover un redescubrimiento de los signos evangélicos. Hay que recuperar la frescura de la celebración de la Mesa del Señor con todas sus connotaciones, no sólo del sacrificio de Cristo en la cruz sino también de renovación de la esperanza en su regreso glorioso. Conviene darle al bautismo cristiano su verdadero valor doctrinal y no restarle importancia cultica o reducirlo a puro trámite casi privado. La recuperación de la liturgia que practicaban los cristianos primitivos es algo que puede enriquecer el culto actual y evocar sugerentes imágenes en la mente del ser humano de hoy, tan sensibilizado por la cultura de la imagen y los medios audiovisuales. Debemos aprender a valorar en su justa medida el lenguaje de los signos y del cuerpo.
Asimismo será menester empezar a recuperar esa presencia más globalizadora y misteriosa de Dios en la creación. Desgraciadamente el hombre se ha portado siempre como un tirano para el mundo natural que al principio se le confió. El cristianismo tiene que descubrir de nuevo el amor y la sabiduría de Dios en toda la creación no humana y empezar a predicar la protección de los sistemas ecológicos naturales, a través de la remodelación y el equilibro del desarrollo. El ser humano que acepta a Jesucristo como salvador personal debe asumir también su responsabilidad de ser colaborador del creador en el mundo natural, del que es mayordomo y administrador.
Ante todo esto es pertinente cuestionarse acerca de cómo deberán ser los cristianos del siglo XXI. Aquellos que tendrán que ser capaces de afrontar todos estos retos pastorales y estos serios interrogantes para la fe. En primer lugar, creo que serán personas con una experiencia de Dios. Muy pronto, será imposible creer en Dios, sin tener algún tipo de experiencia personal con él. La fidelidad a la oración es una cuestión de vida o muerte para el creyente. En el futuro, desaparecerán los creyentes intelectuales que no estén curtidos por la oración a solas, que es la que da fuerzas para vivir contracorriente. A la vez, deberán ser personas que vivan la radicalidad evangélica. La principal tragedia del cristianismo fue que, de la noche a la mañana, se convirtió en la religión oficial de un gran imperio. Las persecuciones y las catacumbas fueron pronto tan sólo un recuerdo en los libros de historia. Y aconteció lo que Max Weber llamó: “el retorno de los revolucionarios a la vida cotidiana”. Aquellas palabras de Jesús acerca de “cargar con la cruz” para ser discípulos suyos (Mt. 10; Lc. 14), es como si ya hubieran dejado de tener sentido, y hoy encontramos mucha gente que ni cree ni deja de creer. Sin embargo, esta situación no puede prolongarse por más tiempo. En el tercer milenio no va a ser posible ser cristiano, sin serlo radical y apasionadamente. Los creyentes que sean poco o nada practicantes, se convertirán en indiferentes casi sin darse cuenta y serán arrastrados por la corriente general.
Por último, creo que los cristianos del futuro serán individuos que constituirán congregaciones de contraste, abiertas a los demás. Para mantener la fe en un clima de desdén, de desprecio, de amenaza o de indiferencia religiosa, los cristianos del siglo XXI deberán estar integrados en iglesias vivas. No se trata de crear un submundo evangélico dentro de la sociedad, con sus medios de comunicación, sus partidos políticos y servicios de todo tipo, como algunos defienden. La sal debe mezclarse con los alimentos, así como el fermento con la masa. Pero sí será necesario disponer de pequeñas comunidades cristianas que contrasten con la sociedad, en las que exista fe compartida, calor humano, relación fraternal, apertura a los forasteros, respeto a las creencias de los demás, etc. Y que, además sepan dispersarse en la sociedad para dar testimonio de su fe. Conviene tener en cuenta que el cristianismo nunca será un fenómeno de masas, sino algo minoritario. Por supuesto que hay que evangelizar y aspirar a una iglesia lo más numerosa posible, porque Jesús quiso que intentáramos “hacer discípulos a todas las gentes”, pero lo que importa no es tanto el crecimiento numérico de la Iglesia, sino la implantación del reinado de Dios sobre la tierra. El fermento no tiene por qué ser muy abundante. Lo que se requiere es que tenga capacidad para hacer fermentar la masa.
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