Soy muy consciente que me expongo a ser malinterpretado tanto por unos como por otros en esta delicada cuestión.
Sinceramente me apena mucho observar las batallas dialécticas y argumentales que se están produciendo entre nosotros y, como consecuencia de ello, las heridas y la desconfianza que se están instalando tanto en la sociedad catalana como en la española en general.
Yo no soy de los que rehuyen el debate ni las reflexiones de unos y de otros en cuanto al conflicto actual entre Cataluña y el resto de España; pero creo que la cuestión merecería una serena y especial atención que, a través de un sincero análisis por ambas partes y de unos juicios de valor lo más imparciales posibles, dieran como resultado la búsqueda de una solución que satisfaga a las dos partes en conflicto. Para ello todos tendrían que ceder en diversos aspectos, más allá de sus intereses particulares, lo cual no resulta nada fácil.
A pesar de su torpeza política en el mal tratamiento de este asunto, al gobierno español le asiste la legitimidad constitucional y, por consiguiente, la autoridad política a la que, según la Palabra de Dios, debemos sujetarnos (Romanos 13:1-7) por encima de nuestros sentimientos nacionalistas, tanto sea el catalán como el español. Por cierto, Jesús nunca dijo nada en contra ni a favor del colonialismo del imperio romano en Palestina y esto nos debe hacer reflexionar respecto a nuestra neutralidad en ciertas cuestiones políticas.
Soy muy consciente que me expongo a ser malinterpretado tanto por unos como por otros en esta delicada cuestión; pero quiero apelar a nuestra verdadera identidad como ciudadanos del Reino de Dios, sin que esto suponga un malabarismo dialéctico sino, una verdad inapelable.
Si somos capaces de reconocer la máxima autoridad de la Sola Escritura (como buenos protestantes que somos muchos de nosotros), nuestra primera responsabilidad en esta cuestión, es orar por nuestros gobernantes para que podamos vivir en paz y buena armonía.
La segunda gran responsabilidad, es ser agentes de reconciliación entre los pueblos y las diferentes comunidades y culturas que nos rodean, sean cuales sean estas (tanto si nos son próximas, como más lejanas).
Ser cristiano no significa sentirnos ajenos a lo que sucede en nuestro entorno inmediato, ni mucho menos, porque estoy bíblicamente convencido de la teología del compromiso cristiano en todos los aspectos de las problemáticas humanas; pero también es cierto que, en otras cuestiones puramente sentimentales tanto si se trata de lo cultural -identitario como en lo político, no debemos de tomar partido, perjudicando así a un interés mayor como pueden ser los principios del reino de Dios, que incluso nos proponen orar y bendecir a nuestros enemigos. Esto es totalmente revolucionario, porque estas grandes verdades son completamente contraculturales.
Nosotros por principio y vocación somos agentes de reconciliación para todos los hombres y mujeres, sin importarnos su procedencia étnica, política, o religiosa. Estamos llamados por Dios al ministerio de la reconciliación tanto soteriológica como humana (entiéndase socio-política), porque somos, o deberíamos ser, pacificadores para ser llamados hijos de Dios.
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