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Protestantismo y globalización (XII)
 

Ventajas y peligros de un mundo global (I)

La globalización no es una fuente inagotable de beneficios para la humanidad como predican unos, ni tampoco es responsable de todos los efectos perversos que le adjudican otros.

CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 22 DE FEBRERO DE 2014 23:00 h

Vivienda de las clases medias acomodadas se elevan sobre las comunidades hacinadas en Lucknow, India. / Tom Pietrasik, Oxfam.


La mayoría de los economistas defienden los aspectos generales de la globalización, aunque algunos se muestran contrarios a sus implicaciones financieras. En opinión de los últimos, este fenómeno mundial será positivo en conjunto para el crecimiento económico del planeta y para la convergencia internacional.
Sin embargo, antes de llegar a esto seguramente los países pobres tendrán que apretarse el cinturón todavía más. Tanto los costes como los beneficios no van a distribuirse equitativamente, por lo que habrá ganadores y perdedores. No obstante, se apunta que el número de los primeros será mucho mayor que el de los segundos. Es probable que, gracias a las nuevas tecnologías, se mejore la productividad a nivel internacional pero también se fragmenten los mercados laborales. Por tanto, la globalización tiene aspectos positivos y negativos.
“Es decir, ni la “globafilia”, ni la “globafobia” están totalmente justificadas. La globalización no es una fuente inagotable de beneficios para la humanidad como predican unos, ni tampoco es responsable de todos los efectos perversos que le adjudican otros. En economía nada es absoluto y todo es relativo. Este proceso de globalización en el que nos encontramos inmersos es relativamente mucho más positivo que negativo para la economía mundial. Ahora bien, hay que intentar reducir al máximo sus posibles efectos negativos para determinados países e individuos que pueden quedar descolgados o excluidos por la globalización” (De la Dehesa, G., Comprender la globalización, Alianza Editorial, Madrid, 2000: 13).
Una ventaja clara del actual proceso globalizador es que amplía la capacidad del ser humano para comprender otras culturas y para aceptar lo diferente. En otro lugar de este trabajo me he referido al arraigado etnocentrismo que han padecido siempre casi todos los pueblos de la tierra. Cada etnia o cada tribu ha mirado siempre de reojo a los vecinos y, en algunos casos, los ha considerado como seres inferiores. Esto se comprueba al ver los nombres con los que se ha bautizado frecuentemente a los demás. Los extranjeros eran “bárbaros” para los griegos; los españoles, “gachupines” para los mexicanos; los italianos eran los “gringos” de los argentinos, aunque hoy este calificativo se aplique en general a los norteamericanos y, en fin, los españoles también denominan despectivamente “sudacas” a todos los latinoamericanos. Ningún pueblo se libra de este desprecio etimológico. Pues bien, la globalización puede hacer que tales prejuicios se vayan disolviendo progresivamente en base a la convivencia pacífica y al conocimiento mutuo.
Pero también puede ocurrir todo lo contrario, que los problemas generados por la coexistencia obligada no sean bien solucionados por los políticos o las autoridades civiles y degeneren en explosión racista, exclusión xenofóbica, fundamentalismo o limpieza étnica. Este es el gran peligro de la globalización al que algunos autores se han referido para augurar el origen de los grandes conflictos bélicos del futuro. Para superar la tendencia natural del ser humano al etnocentrismo será menester que cada persona ponga algo de su parte y esté dispuesta a respetar lo diferente. Los líderes políticos deberán actuar aquí con sabiduría y sensibilidad, limando asperezas y solucionando diligentemente los posibles enfrentamientos interculturales.
El hecho de que el mundo se haya convertido en una aldea global puede facilitar el que los hombres se empiecen a reconocer de verdad unos a otros y se comuniquen como hermanos. De nuevo vuelve a hacerse oportuno hoy el mensaje de la Biblia, los extranjeros deben ser tratados con amor. Dios vuelve a repetir lo que ya anunció al hombre del Antiguo y del Nuevo Testamento, que todas las personas pertenecen al mismo género humano. Las luchas por motivos étnicos no tienen sentido.
Cada individuo es ciudadano del mundo entero. Los crímenes contra la humanidad ya no pueden ocultarse detrás de las fronteras nacionales. El fenómeno del “sinfronterismo” del amor y la justicia debe penetrar en todos los rincones de este planeta. Igual que los médicos “sin fronteras”, los farmacéuticos “sin fronteras” o los profesores “sin fronteras” arriban con su solidaridad donde hace falta, el mensaje cristiano de la fraternidad debe traspasar también todos los límites para arraigar en el corazón de cualquier ser humano y crear una nueva conciencia global. Lo que no se debe permitir es que la aldea global se convierta en un cortijo global:
“Alguien ha dicho que la famosa “aldea global” de McLuhan es más bien un “cortijo global”, con su “señorito” (Estados Unidos), sus “capataces” (los países del Norte) y un montón de “jornaleros” (los restantes países)” (González-Carvajal, L., Los cristianos del siglo XXI, Sal Terrae, Santander, 2000: 20).
Esto no debe seguir siendo así. Es verdad que la globalización está creando más riqueza pero también la está distribuyendo mucho peor. La brecha existente entre los países ricos y los pobres continúa ensanchándose más y más de año en año. Los recursos económicos suelen desplazarse hacia las regiones donde se obtiene una mayor rentabilidad, lo que provoca que ciertos lugares del globo, como el África Subsahariana por ejemplo, se vean excluidos de la globalización. Nadie cuenta con ellos ni siquiera para explotarlos. La gente sigue muriéndose allí de hambre como si la dignidad del ser humano no contara para la mundialización.
Aquí se hace de nuevo presente el fantasma de Maquiavelo. Si la globalización permite que los pobres se conviertan en simples medios de los ricos, en instrumentos para que otros hombres acumulen todavía más riqueza, entonces la humanidad se está pervirtiendo. Éste es el gran pecado global del mundo de hoy, el asumir que la pobreza (que es igual a muerte) de la mayoría de la población mundial es un medio necesario para la satisfacción de una minoría.
Pero el drama humano no se representa sólo en los países del Tercer Mundo, también en el seno de las grandes metrópolis en los países industrializados muchas familias sufren las consecuencias de la quiebra de tantas empresas. La globalización tiende a favorecer los monopolios y la desaparición de las pequeñas compañías. Cada año se fusionan miles de empresas por todo el mundo, esto contribuye a aumentar las desigualdades entre los países y entre los estratos sociales de cada país. En muchos lugares de África, Asia, América Latina, Europa Oriental y en la periferia de las grandes ciudades del Primer Mundo, se vive actualmente peor que hace diez años. Esta situación no puede ser aceptada por una conciencia cristiana mínimamente sensibilizada. Como escribe Antonio Comín:
“Se sabe que el problema del hambre en el mundo es una cuestión de distribución de alimentos, no de producción, puesto que con la producción anual actual (de cereales, etcétera) se pueden alimentar todos los habitantes de la tierra. Es una paradoja macabra el que se haya inventado un sistema técnico para trasladar el capital de un lado a otro en segundos y sin embargo, la humanidad no haya encontrado todavía un medio de trasladar la comida allí donde se necesita (...), y trasladarla no para volverla a mover, sino para que se quede.” (Comín, A., ¿Mundialización o conquista? Sal Terrae, Santander, 1999: 110).
 

 


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