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Ante el dilema de ser imparcial

Decir que hasta los corruptos de este siglo aman a los que los aman, por lo tanto, nada de especial tenemos los que hacemos lo mismo.
MUY PERSONAL AUTOR Jacqueline Alencar 29 DE SEPTIEMBRE DE 2013 22:00 h

En Deuteronomio 32.4 se nos recuerda que nuestro Dios es justo y recto; que es fiel y no practica la injusticia. Y en el mismo libro, en el capítulo 10, versículo 17, para rematar agrega que no actúa con parcialidad ni acepta sobornos, porque es el gran Dios, poderoso y terrible.

No sé, estas afirmaciones chocan contra nuestra realidad donde el que es poderoso puede darse el lujo de ser parcial, de actuar como le convenga; de modo que pueda sacar rentabilidad. También en nombre del cariño, a veces, podemos dejar que la balanza se incline hacia el lugar equivocado.

¿Así podemos pagarle al Señor incluso nosotros sus hijos? Me temo que sí. Pero es mejor que no. Necesitamos ayuda para dejar pasar de largo la parcialidad y cojamos al vuelo la imparcialidad. Casi ni nos damos cuenta y ya somos imparciales. El prisma con el que miro y juzgo se adapta rápidamente a las simpatías, relaciones, afinidades…

Incluso los fariseos al enviar a sus discípulos para tentar a Jesús dieron una definición exacta de lo que significa ser imparcial: Maestro, sabemos que eres un hombre íntegro y que enseñas el camino de Dios de acuerdo con la verdad. No te dejas influir por nadie porque no te fijas en las apariencias…

Íntegro, entero, que no se desvía ni a derecha ni a izquierda. Porque no se deja influenciar por nadie. ¿Ni por mis hijos? ¿Ni por mi esposo? ¿Ni por mis padres, amigos, primos, tíos, suegros, conocidos, seguidores, discípulos, etc.? ¡No!

Pero el listón es muy alto. Peor nos lo pone cuando pasamos página y llegamos a Hechos 10.34-35, y nos encontramos a Pedro en casa de Cornelio, en Cesarea. Es obvio que Pedro haya estado conmocionado, pues conocía que la ley de su pueblo prohibía que un judío se juntara con un extranjero o lo visitara. Pero de pronto se tiene que cambiar el chip, pues Dios, su Dios, a través de una visión le hace ver que a nadie debe llamar impuro o inmundo. Era empezar de cero, a esas alturas del campeonato. Pero dice que obedeció sin poner ninguna objeción. Y luego oye la versión de Cornelio.

Y ahí ya no puede más y estalla: Ahora comprendo que en realidad para Dios no hay favoritismos sino que en toda nación él ve con agrado a los que le temen y actúan con justicia. Y sella su afirmación diciendo que Dios envió su mensaje al pueblo de Israel, anunciando las buenas nuevas de la paz por medio de Jesucristo, que es el Señor de todos. Ustedes conocen este mensaje que se difundió por toda Judea, comenzando desde Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret...

Pero si son las mismas buenas nuevas que hemos recibido nosotros. Que a veces creemos que son solo nuestras y que tenemos la potestad de decidir quién sí y quién no; quién hace y quién no. ¿Quién llama? ¿Quién escoge? ¿Dios o nosotros? A veces nos olvidamos de Dios.

¿Quién somos nosotros para pretender estorbar a Dios? Nadie.

No es fácil decidir como Salomón en medio de dos mujeres que gritaban. Dando cada una su propia versión del asunto. Buenos argumentos. Pero tenía la sabiduría que viene de lo alto, no confió en la suya propia. No era dueño de los destinos; reconocía que había otro con más poder y Señor de todo lo que se mueve en el universo. Aquel que decía de sí mismo Yo soy el que soy. Por lo tanto, se hizo justicia a favor del agraviado. Pero si no miramos al Justo podemos ser como tierra arrasada.

Aún el profeta Samuel en un momento de su vida cayó en la imparcialidad como dice la Palabra: Cuando Samuel entró en años, puso a sus hijos como gobernadores de Israel, con sede en Berseba. El hijo mayor se llamaba Joel, y el segundo, Abías. Pero ninguno de los dos siguió el ejemplo de su padre, sino que ambos se dejaron guiar por la avaricia, aceptando sobornos y pervirtiendo la justicia(1 Samuel 8.3).

Por eso se reúnen los ancianos de Israel para pedir un rey. Samuel se disgusta porque le rechazaban, pero Dios le aclara que en realidad le rechazan a Él, como desde el día en que los había sacado de Egipto. Como le rechazamos nosotros aunque nos haya sacado de la esclavitud, aunque nos haya dado la libertad. Pero insisten aunque les diga que el rey que gobierne sobre ellos se apoderará de sus mejores campos, viñedos y olivares y se los dará a sus ministros… que les exigirá una décima parte de sus cosechas y vendimias para entregárselas a sus funcionarios y ministros, etc. Querían ser como los demás. Eligieron los mandamientos de hombres olvidándose de su Dios. Se parcializaron consigo mismos.

Es fácil ser imparcial con los que amamos, con los más cercanos, cuyo curriculum vitae conocemos con exactitud. Y eso es lo que antes habíamos oído: Ama a tu prójimo, el que está próximo, y odia a tu enemigo. Pero Cristo deja por sentado que para ser hijos del Padre que está en el cielo debemos amar a los enemigos, y más aún, orar por los que nos persiguen. Casi nada. Es que Jesús lo trastoca todo, desbarata nuestras formas humanas de respuesta. Poner al último como el primero, igualar los salarios, perdonar y olvidar, no ser rígido con los días de reposo, decir que su familia son los que aman a su Padre.

La práctica de la imparcialidad no es fácil. En casa, en la iglesia, en la sociedad. En el trabajo, en el reparto, en la justicia. En el gobierno de la nación. Dios, con su ejemplo, nos deja claro por dónde debemos decantarnos. Su Hijo nos da el ejemplo de su Padre. Su liderazgo fue diferente, contrario a lo que se espera de un rey terrenal. Pero nos conoce, y eso es lo bueno. Se adentró en nuestra mente de hombres. Conoció nuestras debilidades, las de la carne. Lo difícil que es dirigir y ser imparcial.

¡Ay, ¡qué duro debe ser! Amar sin hacer diferencias, porque no nos queda otra. ¿Amar a todos por igual? ¿Tener la mente de Cristo? Claro, aunque sea a medias, perfeccionándola. ¿Compartir con nuestros prójimos lo que cuesta conseguir con el sudor de la frente? ¿Ser como una gallina que arropa a sus polluelos? ¿Abrazar aun al que solo muestra descontento? ¡El coste es muy alto!

No obstante, si Dios hace que salga el sol sobre malos y buenos y que llueva sobre justos e injustos nosotros no podemos ser menos.

Y como todo lo que nos pasa a nosotros mismos nos parece injusto, y minimizamos lo que le hacemos a lo demás, las respuestas de Jesús nos desconciertan. Decir que hasta los corruptos de este siglo aman a los que los aman, por lo tanto, nada de especial tenemos los que hacemos lo mismo. Ay, cómo tiemblo al dar la otra mejilla. Darle al que me odia. Quedarme hasta sin la camisa…

Vale la pena, porque ciertamente los justos son recompensados; ciertamente hay un Dios que juzga en la tierra(Salmo 58.11. NVI). ¡Oh Señor!, que como un imán se adhieran a nosotros tus verdades. Tállalas en nuestros corazones.
 

 


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