Ninguno de los últimos temas periodísticos leídos en diversos medios de comunicación, me han hecho pensar tanto como los últimos relacionados con el papa Francisco, y en especial, una de sus últimas declaraciones al decir: “No soy de derechas” que ha irrumpido con la fuerza de un huracán en Radios y Televisiones, astillando a su paso ciertos prejuicios de la izquierda y algunas certidumbres anestésicas de la derecha; y pensando en todos ellos, y “Desde el Corazón” formando mi imaginario soliloquio, me quedé dormido.
«Jorge Mario, el mayor de cinco hermanos, nació en el seno de una familia humilde, que se vio obligada a emigrar de Italia, debido al avance del fascismo y sus atrocidades dictatoriales, que dejó un mal sabor en la familia BERGOGLIO y tristeza por la connivencia con todo ello, de la Iglesia Romana a la que pertenecían.
Creció el niño Jorge Mario y, aun teniendo ideas de dedicarse a una vocación sacerdotal, se inclinó en principio por las ciencias químicas, pues no podía librarse del recelo que sentía hacia una Iglesia Romana tan apegada por un tiempo a los sistemas tiránicos. No obstante, una vez adulto y libre, Jorge Mario decidió vengarse de aquella farsa de la Iglesia de Roma. Y entró como novicio al Seminario de la Compañía de Jesús.
Su obediencia, espiritualidad, capacidad para los estudios, le valieron el premio deseado; no solamente se ordenó, sino que fue ganando afecto y admiración de Obispos y Cardenales, y como consecuencia escaló buenos cargos dentro de la jerarquía romana.
Desarrollando con gran capacidad su actividad como sacerdote y profesor de Teología, su nombre llegó a oídos del Papa reinante, Juan Pablo II, quien lo nombró Cardenal. Una austeridad singular en sus costumbres en medio de un clero bastante corrompido, la victoriosa y sencilla elocuencia de sus enseñanzas teológicas, hizo de Jorge Mario uno de los prelados más ejemplares e ilustres de este tiempo. Supo granjearse respeto y admiración, de forma que su aurea llegaba con valores a la curia Vaticana.
Ante la abdicación de Benedicto XVI, siendo su infatigable defensa de los dogmas, de los derechos de la Iglesia, los derechos del pueblo, su buena comunicación con los medios y las gentes, un notable pasaporte para Roma, no costó mucho que el Colegio Cardenalicio, autorizase la fumata blanca con el “Habemus Papa”. Jorge Mario, tomó el nombre de Francisco,
y nadie podía pensar que su abierta sonrisa, escondía su alucinante plan de venganza ante una Iglesia amiga de injustos poderes, comerciante con las almas y aunque esto no le importaba tanto, bien lejos de la ética divina.
Llegó el momento de presentarse ante la multitud en la célebre plaza de San Pedro, y empezó a pensar que dueño de las prerrogativas del Magisterio, como cabeza infalible de la Iglesia docente, desde una tribuna incomparable, hablaría al clero y al pueblo, y pronunciaría las tremendas palabras para vengar las barbaridades de antaño.
Diría que la Iglesia es una farsa, una poderosa riqueza sin real misericordia, que Cristo fue un magnífico Maestro pero no era Dios y finalmente –haría resonar su voz como un desafío satánico‑ Dios jamás había muerto porque jamás había existido.
Pero antes de salir al balcón con semejante plan, siguiendo un protocolo, se puso de rodillas para orar en su planificada soledad, lo que en la zona oscura de su alma había concebido tanto tiempo.
Pero sucedió algo que jamás había sentido. Algo que lo conmovió; un temblor y una luz jamás experimentada. Su mente cambió sus pensamientos, empezando a sentir arrepentimiento por el infame fingimiento, una gracia inmerecida le proveyó de un consuelo divino, y se formaron frases en su alma bien distintas:
“soy un pecador y necesito a Cristo”; “la iglesia debe ser como un Hospital de campaña, que recibe enfermos a quienes hay que curar,… dejémonos de pequeños preceptos, y volvamos a la frescura y el perfume del Evangelio…”; “no soy de derechas… pero las cosas que haya que denunciar como injustas hay que hacerlas aunque me llamen ultraconservador”; “la esperanza cristiana no es un fantasma y no engaña. Es una virtud teologal y, en definitiva, un regalo de Dios”; “en esta vida Dios acompaña a las personas y es nuestro deber acompañarlas con misericordia…”.
Cuando los ayudantes y acólitos penetraron en la privada sala precedidos por el Cardenal Decano, y vieron y oyeron a un Papa orando, envuelto en lágrimas y declarando principios cristianos tan claros y necesarios, y abriendo los ojos les dijo a todos, -con tal calor y afecto- orad por mí, que todos los oyentes, hasta los viejos Cardenales apergaminados en sus púrpuras, lloraron como si hubieran descubierto por vez primera al Papa que creían perdido»… Y entonces yo me desperté.
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