Faulkner dijo que al escribir El ruido y la furia en 1929 aprendió a leer y a dejar de leer, porque desde entonces no leyó nada más. Afirmó que en esa novela volcó lo que más le podía conmover de toda la literatura: la imagen de una niña, Caddy, subiéndose a un árbol para ver a través de la ventana el funeral de su abuela mientras que sus hermanos y los demás, al alzar la mirada, veían que ella tenía las bragas manchadas de barro. Como escribió Faulkner en su introducción a la obra en 1933, “Así fue cómo yo, que nunca tuve una hermana y estaba destinado a perder a mi hija en su infancia, me propuse crear una preciosa y trágica niña”. Caddy encarna el mal inevitable, y su pérdida marcará el derrumbe de una familia aristocrática del Sur de los Estados Unidos. La madre considera que el nacimiento de su hijo Benjamín (a quien todos menos ella llaman Benjy) es una sentencia contra ella, y también considera la falta de respeto y la ruptura con el código moral de su hija Caddy una fatalidad. Otro de los hermanos, Quentin, afirma que hay una maldición que se cierne sobre la familia y su destrucción es ineludible. En los episodios de la infancia de Caddy, Quentin y Jason ya se puede intuir cómo actuarán cuando crezcan: presagiamos lo que ocurrirá al escuchar sus voces.
Esta novela no es fácil de leer. Cuando le decían a Faulkner que su obra resultaba difícil de entender, él siempre aconsejaba leerla varias veces más. Así que he de agradecer al profesor James Flath por todas las clases que dedicó a guiarnos en el estudio de
El ruido y la furia. Para empezar, está dividida en cuatro secciones: la primera es la de Benjy, que da saltos temporales en su narración, marcados en el texto con cursiva. Jean-Paul Sartre describió el efecto de esta técnica narrativa así: al aproximarnos a cualquiera de los episodios, descubrimos que se abren para revelar todos los demás episodios. Resulta muy difícil distinguir las voces de los personajes, hacerse una idea de quién es quién, y seguir la historia en general. Pero poco a poco, como a través de un velo, el lector entenderá el lenguaje de Benjy y verá a través de su mirada lo que sucede. Nos sumergimos en un mundo expresado por medio de la sinestesia: se mezcla el sonido de la lluvia, las voces, el refulgir del fuego, el olor penetrante de las flores… La narración nos presenta un fragmento de un diálogo tras otro de manera abrumadora porque parece que la historia se repite una y otra vez trágicamente. Al leer la sección de Benjy, que sufre un grave retraso mental y además es mudo, el lector podrá tener claro lo que sucede, pero no por qué. Sin embargo, es precisamente su perspectiva la que más desvela acerca de la historia. Él reconoce el cariño y el amor que le muestra Caddy, aunque no pueda expresarlo con esas palabras, tan sólo con sollozos cuando ella está lejos de él, cuando alguien pronuncia su nombre o cuando él siente que va a perderla. Benjy sólo se calma al mirar el fuego y cuando su hermana le tranquiliza porque ella se queda con él y le trata con cariño. La narración desde el punto de vista de Benjy no refleja su propio llanto, sino tan sólo a los demás diciéndole continuamente que se calle. Cuando a Faulkner le preguntaron qué sentía respecto al personaje de Benjy, él respondió que le hacía pensar en la pena que le producía el estado de la humanidad entera.
La segunda sección es la de Quentin, que deja fluir sus recuerdos y cae en la locura. Quentin recuerda las conversaciones con su padre, quien al regalarle un reloj a su hijo le suelta un discurso de lo más esperanzador:
“Quentin te entrego el mausoleo de toda esperanza y deseo; casi resulta intolerablemente apropiado que lo uses para alcanzar el reducto absurdum de toda experiencia humana adaptándolo a tus necesidades (…). Te lo entrego no para que recuerdes el tiempo, sino para que de vez en cuando lo olvides durante un instante y no agotes tus fuerzas intentando someterlo. Porque nunca se gana una batalla dijo. Ni siquiera se libran. El campo de batalla solamente revela al hombre su propia estupidez y desesperación, y la victoria es una ilusión de filósofos e imbéciles.”
Quentin rompe el reloj que le regaló su padre, pero no consigue librarse de la atadura del tiempo ni del recuerdo de lo que le causa un dolor muy profundo. No deja de preguntar qué hora es y no puede evitar escuchar las campanadas que indican que el tiempo le persigue. Está atrapado incluso por su propia sombra, que indica que aún está vivo. La tercera sección es una narración lineal a cargo de Jason, a quien el tiempo también mantiene cautivo. Él está pendiente de la hora para saber si ha ganado o perdido más dinero en la Bolsa. La única que parece libre es Dilsey, la criada negra, que protagoniza la última sección. Ella es quien cuida pacientemente de todos como si fueran sus propios hijos, aunque sólo puede hacerlo hasta cierto punto. Es consciente de que todos los que la rodean tienen la capacidad de hacer el mal, pero trata con compasión y amor a quienes quebrantan las reglas, al contrario que la madre. El domingo de resurrección, Dilsey lleva a Benjy a la iglesia a la que van los negros y no le importa lo que diga la gente, porque dice que al Señor no le importa si él es inteligente o no. Con la misma sabiduría ella percibe que el predicador, en apariencia insignificante, puede ser usado por el Señor de manera sorprendente. Y así es:
en un impresionante sermón, este hombre invita a la gente a recordar “la sangre del Cordero”. Muestra una visión de Jesús en el Calvario, la mirada apartada de Dios y el llanto de la gente. El predicador ve la oscuridad y la muerte que perduran generación tras generación, pero también ve “la resurrección y la luz”, y ve a Jesús diciendo “me mataron para que vosotros podáis vivir de nuevo”. Por eso, aunque los hombres sean ricos o pobres, si no han saboreado la salvación, los años pasarán y ¿dónde están ahora? Después de escuchar este mensaje, Dilsey dice que ha visto “el comienzo y el final”… Posiblemente se refiera a la historia de la familia.
La sensación de fatalidad se refleja en la obsesión de Quentin por las palabras de su padre, que le dice que el hombre es la suma de sus desdichas, y su mayor desdicha es que está atado al tiempo. Su padre continúa: un día crees que la desgracia se cansará de perseguirte, pero entonces te das cuenta de que el tiempo mismo es tu desgracia. No es de extrañar que Quentin sintiera desesperación, al tomar al pie de la palabra lo que su padre le dijo. Pero el tiempo podrá dejar de ser nuestra desgracia si esperamos que el Señor que cargó con la suma de nuestras desgracias nos llame por nuestro nombre, como dice Dilsey, para vivir con Él sin ataduras temporales.
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