El evangelista Lucas describe la comunidad de bienes en la Iglesia primitiva con estas palabras: “Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseveraban unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo.” (Hch. 2:44-47a).
“Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma; y ningunodecía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas encomún. Y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección delSeñorJesús, y abundante gracia era sobre todos ellos. Así que no había entre ellos ningún necesitado; porque todos los que poseían heredades o casas, las vendían, y traían elprecio de lo vendido, y lo ponían a los pies de los apóstoles; y se repartía a cada uno según su necesidad.” (Hch. 4:32-35).
Algunos teólogos de la liberación sostienen que estos textos se refieren claramente a una forma incipiente de comunismo llevado a la práctica por los primeros cristianos y que tal experiencia fracasó porque se produjo en una comunidad muy minoritaria rodeada por un gran mundo capitalista que la absorbió. Pero si aquel intento se describe en el Nuevo Testamento no es sólo para conocer la historia antigua de la Iglesia, sino para que también hoy los creyentes procuren poner en práctica ese estilo de comunismo cristiano.
Por tanto, la cristiandad contemporánea debería triunfar allí donde la primitiva no lo consiguió. No obstante, es conveniente realizar algunas matizaciones previas. En primer lugar, la comunidad que describe Lucas no fue la única que practicó esta costumbre de tener todas las cosas en común. También otros grupos no cristianos como los esenios de Qumrán o los terapeutas judíos que llevaban una vida ascética practicaban este tipo de vida comunal (Gnuse, R., 1987, Comunidad y propiedad en la tradición bíblica, Verbo Divino, Estella, Navarra, p. 222).
Aparte de esto,
las diferencias existentes entre tales experiencias y lo que hoy se entiende por comunismo son evidentes. Quienes compartían sus bienes lo hacían siempre voluntariamente y no presionados por ninguna autoridad estatal; no todas las posesiones se ponían en común sino que seguía habiendo propiedad privada; esta costumbre sólo se dio en Jerusalén y no hay constancia de que los cristianos de Antioquía o de otros lugares la llevaran también a la práctica; no parece que hubiera una organización muy estructurada para el reparto de los bienes, sino que el texto más bien sugiere que se hacía de forma entusiasta y espontánea; está claro que la experiencia duró poco y quizá en su fracaso pudo influir el hecho de que la venida del Señor no fue tan inminente como algunos esperaban.
De todo esto es posible deducir que la práctica del comunalismo fue una experiencia temporal que no tenía por qué tener necesariamente una finalidad normativa para la vida de las futuras generaciones de cristianos.
El propósito del autor del libro de los Hechos, al relatar esta práctica de la comunidad primitiva, no es apelar a la conciencia de los cristianos para que hagan voto de pobreza y renuncien a sus bienes materiales o los repartan entre los demás miembros de la congregación, sino que
el principal objetivo de Lucas, en aquellos días en que la situación de pobreza era alarmante y afectaba también a las iglesias, es que los creyentes desarrollasen un espíritu solidario y altruista.
La persona que se convierte al Señor debe experimentar un cambio de corazón y de actitud que le lleve a compartir lo que posee con sus hermanos necesitados. El que tiene debe dar al que no tiene con un espíritu generoso y caritativo. Los primeros cristianos no fueron comunistas en el sentido actual, no se entregaron a un experimento total de posesión comunal de bienes, lo que sí pusieron en práctica fue su generosidad para dar limosna y compartir lo que poseían con los muchos pobres que había en aquella época. De manera que
su actitud continúa siendo un ejemplo para los creyentes del siglo XXI que, además de la fe, compartimos con ellos un grave problema: los pobres, ese 80% de la humanidad actual que dispone sólo del 20% de la riqueza mundial.
A pesar de los errores que, como se ha visto, pueda tener la forma más radical de la teología de la liberación, una cosa está clara: ha servido para aguijonear la conciencia cristiana adormecida por la sociedad del bienestar.
Esto puede llevar a la cuestión acerca del compromiso social del cristiano. ¿Cuál es la mejor opción política para el creyente? ¿el socialismo o el capitalismo? ¿la izquierda, la derecha o el centro?
En mi opinión el cristiano puede elegir en conciencia entre diferentes opciones políticas, en todas como se ha visto puede haber aciertos y también equivocaciones, como señala Küng: “Un cristiano puede tomar en serio su compromiso por la justicia social y, sin embargo, no ver forzosamente la salvación en la socialización de la industria, de la agricultura y, si cabe, incluso de la educación y la cultura, que es lo que cree el socialismo en sentido estricto. Como cristiano también puede estar a favor de una economía social de mercado. Pero, sea cual fuere la postura ante estas cuestiones, sólo podrá llamarse de verdad cristiano quien no ve en Marx, sino en Cristo, la última y decisiva autoridad en cuestiones de lucha de clases, empleo de la violencia, terror, paz, justicia y amor” (Küng, 1980: 361).
Para servir a los pobres y crear una sociedad más justa e igualitaria no es imprescindible recurrir a las ideas de Marx o del liberacionismo, basta sólo con obedecer el mensaje que desde hace dos mil años está escrito en las páginas del Nuevo Testamento. La revolución fundamental de este mundo es la resurrección que inauguró Jesús y que implica transformación radical del ser humano; con Cristo hasta las mandíbulas de la muerte que parecen triturarlo todo se desvanecen como un sueño y permiten el camino a la verdadera vida. Por eso
los creyentes debemos hoy, más que nunca, poner en práctica el ministerio social que se desprende del Evangelio de Jesucristo para que el reino de Dios siga implantándose en este mundo y para que la vida gane finalmente la batalla a la muerte, la injusticia y el sufrimiento.
Como recomendó el apóstol Pedro: “Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.” (1 P. 4:10-11).
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