Hicimos estas preguntas el pasado domingo: ¿Cuáles fueron los errores y los aciertos de Marx que llevaron a tal situación? ¿en qué se equivocó y en qué atinó su Manifiesto comunista?
Contestada la primera parte, la de sus errores,
vamos a analizar los principales puntos en que sus ideas o predicciones han resultado una aportación social que debemos tener en cuenta.
Quizá el planteamiento de la lucha de clases entre esas dos entidades sociales tan polarizadas, proletarios y capitalistas, que hizo Marx en su momento, pueda resultar hoy excesivamente simplista. No obstante,
es indudable que el panorama global actual continúa siendo, a pesar de las ventajas que pueda tener la mundialización, el de una minoría rica y dominante (Primer Mundo) y el de una gran mayoría pobre, oprimida por el peso del hambre, la miseria y la deuda externa (Tercer y Cuarto Mundo).
Marx se equivocó en muchas cosas, como vimos la pasada semana, pero
algunas de las injusticias sociales que denunció continúan afectando negativamente al mundo del siglo XXI.
Asuntos como
la concentración del poder económico sin control democrático; la desaparición de los valores humanos como consecuencia del aumento del espíritu de lucro; la deshumanización del trabajo que persiste provocando frustración, impotencia y resignación; la crisis de insatisfacción humana o el sinsentido de la vida que genera la propia civilización capitalista, así como la contradicción entre el desarrollo tecnológico y la protección del ser humano y de la naturaleza, siguen siendo asignaturas pendientes para este tercer milenio.
Una vez caído el muro de Berlín y demolido el sistema de la antigua URSS, el fantasma del comunismo se ha desvanecido casi por completo (aunque no conviene olvidar a China). Tal es así que
en el momento actual parece ilusorio e incluso anacrónico intentar vincular la idea de democracia con un sistema económico diferente al capitalista. Probablemente en esta aldea global la batalla del socialismo revolucionario, al estilo de las consignas propuestas en el Manifiesto por Marx y Engels, esté del todo perdida.
Sin embargo, esto no quiere decir que los focos de conflictividad y de insatisfacción social se hayan erradicado por completo o que nunca más vaya a haber rebelión contra la injusticia económica. Ningún sociólogo es capaz de prever con suficiente garantía lo que puede deparar el futuro en este sentido.
Pero lo que resulta evidente es que la férrea lógica de
cargar sobre las espaldas de los más débiles la parte más pesada del proceso globalizador es algo inhumano que no puede mantenerse indefinidamente.
Hay que dar una solución planetaria a la contradicción entre esta lógica del mercado y esa otra lógica de la fraternidad humana.
No es posible aceptar impasibles la teoría de que el mundo progresa bien porque la economía del Norte crece sin parar, cuando se está prescindiendo conscientemente de millones de seres humanos del Sur, simplemente porque no son rentables desde el punto de vista económico.
¿Qué responsabilidad tienen las iglesias cristianas en esta situación mundial? Es posible que las inquietudes éticas que tuvo Marx en su tiempo y todas sus propuestas revolucionarias no se hubieran producido si el cristianismo del momento hubiera sabido poner en práctica la solidaridad y la justicia social que pregona el Evangelio.
El reto para los cristianos del siglo XXI será, por tanto, exigir a todos los gobernantes del mundo que acierten a regular la economía internacional para terminar cuanto antes con la pobreza de la mayor parte de la humanidad y para poner fin a la explotación del hombre por el hombre.
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