De la misma manera que Auguste Comte distinguía tres etapas para la historia humana, según la manera de pensar que tenía el hombre de cada época, también Marx propuso cuatro etapas en función del tipo de economía que predominaba en cada una de ellas. Estos cuatro modos de producción eran: el asiático, el antiguo, el feudal y el burgués.
En el antiguo el trabajo lo realizaban los esclavos, en el feudal eran los siervos y en el modo burgués los obreros. La principal objeción que se ha hecho a esta clasificación es que mientras los tres últimos modos corresponden a la historia de Occidente, el primero de ellos no parece pertenecer a la misma (Aron, 1996: 180).
En efecto, el modo de producción asiático no consiste en la subordinación de los esclavos, los criados o los trabajadores a una clase social que sea dueña de los medios de producción, sino al Estado. Por tanto, su estructura social no sería la de una lucha de clases en el sentido marxista, sino más bien la de una explotación de toda la sociedad por parte de la burocracia estatal. Esta dificultad provocó interminables discusiones entre los intérpretes de Marx acerca de si existía o no unidad en tal proceso histórico de los modos de producción. De cualquier manera, los acontecimientos posteriores se encargaron de demostrar que en ciertos países donde había triunfado la revolución socialista, lo que ocurrió en realidad fue una sustitución de la explotación burguesa por otra explotación de Estado, según el modo de producción asiático.
Marx se refiere frecuentemente al trabajo como a un elemento de notable importancia para su teoría. El trabajo es el factor que constituye la mediación entre el hombre y la naturaleza; es el esfuerzo humano por regular su metabolismo con el mundo natural; es la expresión de la vida del individuo que puede modificar su relación con el entorno.
El trabajo no es sólo un medio para lograr un fin, sino un fin en sí mismo; es la expresión significativa de la energía humana; por eso el trabajo puede ser gozado y a través de él, el hombre puede cambiarse a sí mismo. El trabajo no es un castigo para el hombre, sino el hombre mismo. Sin embargo,
Marx se queja de la perversión sufrida por el trabajo en el mundo capitalista, que lo ha convertido en una tarea forzada, enajenada, carente de sentido; en algo que transforma al ser humano en una especie de “monstruo tullido” dependiente de la máquina. Esta es la peor “estupidización del obrero”, aquella que lo reduce a la condición de accesorio viviente de una herramienta inteligente. En tales condiciones el trabajador queda rebajado a “la más miserable de todas las mercancías” ya que puede venderse como cualquier otro producto y su valor está sujeto a las fluctuaciones del mercado o de la competencia.
Igual que ocurre con las demás mercancías, el precio de la fuerza del trabajo en el mercado depende de su valor de cambio. Es decir, del tiempo que el obrero emplea en producir sus medios de subsistencia, necesarios para reponer la energía muscular, nerviosa, psíquica, etc., gastada frente a la máquina. El empresario tiene con sus trabajadores una mercancía preciosa ya que éstos producen un valor mayor que el necesario para reponer el desgaste físico que sufren en sus trabajos: un plusvalor. Además del trabajo necesario para recuperar fuerzas, los obreros realizan un trabajo excedente, un plustrabajo, que es el origen del beneficio que obtiene el capitalista.
En esto consiste el segundo gran “descubrimiento” de Marx, en la teoría económica del valor excedente o teoría de la plusvalía basada a su vez en la teoría del valor-trabajo de David Ricardo.
Si su primer hallazgo fue “descubrir” el papel mesiánico del proletariado en el inestable sistema capitalista, su segunda revelación será ésta, la de mostrar que el capitalista paga al trabajador lo justo para subsistir, explotándolo así al quedarse con el valor producido por el obrero por encima de su remuneración. Este valor excedente es la plusvalía que enriquece al empresario. Si, por ejemplo, un trabajador produce en cinco horas un valor igual al que está contenido en su salario, pero trabaja diez horas. Lo que hace es trabajar la mitad del tiempo para sí mismo y la otra mitad para el empresario.
La plusvalía será, por tanto, la cantidad de valor producida por encima de esas cinco horas necesarias para obtener el salario del obrero. Si el capitalista entregara a sus trabajadores todo el producto del trabajo que éstos realizan, no le quedaría ningún margen de beneficios. Lo que hace, por el contrario, es robar tiempo de trabajo ajeno para obtener así su plusvalía.
Este régimen injusto de usurpación se constituye en la base de la sociedad capitalista. La teoría de la plusvalía, aunque sigue defendiéndose por parte de los marxistas ortodoxos, ha sido criticada por algunos economistas partidarios de las ideas de Marx y totalmente rechazada por los no marxistas ya que, como señala Raymond Aron, “en ningún régimen es posible dar a los trabajadores la totalidad del valor que producen, porque es necesario reservar una parte para la acumulación colectiva” (1996: 235).
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