Los cristianos nos pasamos buena parte de nuestra vida (o así debería ser, si es que estamos cumpliendo con la tarea que Jesús mismo nos encomendó) intentando que a los no creyentes la cruz les diga algo.
Para la mayor parte, su significado no va más allá de un simple símbolo religioso vacío de contenido y lleno de superstición. Dicho de otra forma, la cruz simplemente no les dice nada.
Para otros la cruz forma parte del imaginario religioso al que se hace referencia de Semana Santa en Semana Santa y poco más y que ha llegado a pasar prácticamente desapercibido (con lo que eso ya tiene de ofensivo) por mucho verlo presidiendo tantos lugares y gobernando en tan pocos.
Algunas personas, en esta misma línea, aún portan el símbolo decorativo de la cruz sobre sí como forma de identificación, aunque sea remota, con tradiciones familiares, alguna comunidad religiosa o con la propia religión oficial del país al que pertenecen.
Aparece reiteradamente en comuniones y bautizos pero, de nuevo, para muchos, deja de mantener algún sentido rápidamente. Quizá la causa sea que, verdaderamente, nunca lo tuvo.
Sin embargo,
buena parte del Nuevo Testamento se dedica, más allá de predicar las buenas noticias a los incrédulos, que también, a hablar alto y claro a los cristianos acerca de la cruz y de su significado. Porque la cruz nos habla, nos grita más bien, directamente a los cristianos acerca de muchas cosas que a menudo pasamos desapercibidas.
Mirar a la cruz siempre nos recordará que somos culpables. Culpables de pecar contra Dios, culpables de que tuviera que mandar a Su Hijo a morir, culpables de la más cruel muerte del momento sobre el único hombre inocente que alguna vez pisó esta Tierra.
La cruz nos habla de una salvación que no fue gratuita. Fue mucho más que una absolución. De hecho, nunca fuimos absueltos. Siempre fuimos culpables, aunque rescatados por el precio que Otro pagó por nosotros. La cruz, entonces, nos grita acerca del amor de Dios, de su deseo inquebrantable de relacionarse íntimamente con nosotros, de rescatarnos y de hacerlo para siempre. La compra de nuestra libertad fue a precio de sangre y no de cualquiera, sino de sangre inocente y divina.
Nada nos habla más claro acerca de la humildad y del servicio que la cruz. Por encima de derechos y status siempre permaneció el amor en forma de sacrificio. Nadie estuvo nunca más legitimado que el Señor Jesucristo para levantarse, alzar la voz y defender Su propio derecho. Sin embargo, calló, no abrió Su boca y fue llevado al matadero. Antepuso Su interés por salvarnos a Sus derechos como el Rey del Universo. ¡Cuántas veces nos perdemos en nimiedades, defendiendo nuestro propio derecho en cosas triviales olvidando que tener la razón no nos da derecho a todo ni es lo más importante!
La cruz grita a nuestras conciencias con un mensaje de responsabilidad. Que todos conozcan lo acontecido en el Calvario y, más aún, que llegue a ser un hito que, más que histórico, pueda ser reconocido como personal, es el llamado que cada creyente, cada hombre y mujer rescatados, tienen como respuesta en obediencia ante una salvación tan grande.
La cruz nos recuerda constantemente en qué consiste el cumplimiento de la ley de Dios: amarle a él sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.
Ninguna crítica, desprecio, reproche o acto de desapego hacia los demás tiene ningún sentido cuando se evalúa a la sombra de la cruz, porque por todos ellos murió Cristo, y lo que Él perdonó siempre será mucho más de lo que tú o yo tengamos que perdonar. Ni las peores ofensas que podamos vivir son comparables al escarnio y ofensa que Cristo tuvo que soportar.
El abandono del Padre lo hizo evidente. Nunca antes había sucedido: el día se oscureció, se rasgó el velo del templo y en ese justo momento se decidía el destino de los mortales de todos los tiempos. La muerte sería en breve vencida y la cruz, ya desde ese minuto cero, empezaba a gritar a través de los tiempos.
Aún nos habla… ¿La escuchas?
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