El suicidio sigue siendo un misterio para casi todo el mundo. Evidentemente, en el campo de la salud mental es uno de los más interesantes y más importantes de conocer por las implicaciones obvias que tienen para una buena parte de las personas que sufren de alguna enfermedad mental. No es la primera vez que hago mención en esta sección a este asunto, pero quizá en esta ocasión lo haré de forma un poco diferente dadas algunas reflexiones que sobre ello he escuchado en el último tiempo y que me han resultado interesantes.
Ya en su momento hice alguna alusión a la película
El incidente, que de manera tan clara ponía de manifiesto cómo
la tendencia de las personas es a la supervivencia y no a la autodestrucción total, como se mostraba en el film.
Resulta altamente inquietante ver cómo, a raíz de un extraño tipo de componente que se dispersa y propaga por el aire las personas empiezan a perder ese interés por preservar la vida y se sienten impelidas a terminar con ella. No estamos acostumbrados a esto. Pero
en un cierto sentido, y aquí está el elemento de novedad que quiero compartir, todos desde que el pecado entró en el mundo tenemos una cierta tendencia suicida, aunque no en el aspecto que se imaginan.
Ya han sido varios autores cristianos de renombre a los que he escuchado hablar de esto repetidas veces y me sigue gustando su planteamiento, porque
responde, paradójicamente, a lo que ellos también han relacionado con la búsqueda incansable por parte del hombre de su propia felicidad.
Hay en el pecado una especie de vocación suicida por la que la persona está dispuesta a entregarlo todo a cambio de sensaciones, placeres y lo que ha dado en llamarse felicidad, pero que dudo mucho que esté bien conceptualizada tal y como a veces la entendemos.
El suicidio mismo, en sentido literal y para nada figurado, es en una forma extrema, un intento también de conseguir la felicidad: quien se quita la vida lo hace entendiendo que estará mejor muerto que vivo. Y desde ese prisma, casi todo lo que hacemos, fuera de los parámetros que Dios ha marcado para nuestra felicidad y el propósito con que fuimos creados, que es para glorificarle a Él y sólo a Él, es suicida.
Antes de que el pecado hiciera su aparición, la idea de la muerte ni siquiera pasaba por la mente de los hombres. Era algo que sólo Dios conocía, en Su omnisciencia y de lo que Satanás se valió para condenar a toda la Humanidad. Ahí, justo antes de nuestra desobediencia, nuestra naturaleza sí estaba cien por cien del lado de la vida. Para eso fuimos creados: para vivir eternamente y para relacionarnos con Dios. Pero a partir de la caída, volvemos una y otra vez a autodestruirnos sin remedio.
El hombre sin Cristo está condenado al pecado; su tendencia suicida en términos eternos es evidente. Pero incluso siendo creyentes, seguimos manteniendo una lucha encarnizada con el deseo por despeñarnos haciendo lo malo cada vez que se presenta la ocasión. Y no sólo haciendo lo malo, sino no haciendo lo bueno, que es igual (Al que sabe hacer lo bueno y no lo hace, le es pecado. – Santiago 4:17) Si esto no fuera así, la tentación no existiría. Simplemente, no tendría lugar. Pero todo lo que no es adecuado suele atraernos. El pecado tiene algo de magnético, de seductor. Y sabemos en muchas ocasiones dónde nos lleva y de qué nos aleja… pero sin embargo volvemos una y otra vez.
Una de las razones por las que esto pasa es porque la manera en que intentamos saciar nuestra insatisfacción no resulta suficiente. Siempre queda un hueco por llenar.
Esto explica en buena parte cómo es posible que el pecado sea tan adictivo. Funciona exactamente igual que las drogas. Proporciona un estímulo inicial muy potente que sirve para convencer sin demasiado esfuerzo a la persona para que participe. Pero desde el principio al final es sólo un gran engaño. Sus efectos placenteros son absolutamente pasajeros y rápidamente vuelve a aparecer el gran vacío que dio lugar a la tentación de querer llenarlo por vías inadecuadas.
Lo que Dios promete funciona justo por el mecanismo contrario: ciertamente no produce la misma satisfacción inmediata, las mismas sensaciones que produce el pecado. No hay subidón, no hay adrenalina, pero a la larga, llena un vacío que no puede ser llenado de ninguna otra forma. Ese vacío tiene la forma exacta del Dios invisible, y sólo Él puede llenarlo. Tal y como Jesús le explicó a la mujer samaritana, seguir bebiendo de otras aguas nunca aplazaría completamente su sed. Sería sólo una saciedad temporal. Sólo Él que es el agua viva puede prometer que, quien beba de Él, no tendrá sed jamás.
¡Qué atrevimiento el de Jesús al decir categóricamente que sólo Él puede llenar el vacío de cada uno de nosotros! ¡Si ni siquiera nosotros podemos alcanzar la verdadera medida de ese, nuestro vacío! Nadie sino Dios mismo puede hacer una aseveración semejante. Nadie sino él puede prometer, poner en juego Su nombre y ser capaz de cumplir lo que promete. Si Jesús hubiera hecho esta afirmación sin posibilidad de cumplirlo hubiera hecho esto justamente: sacrificar Su propio nombre. ¡Sería algo casi suicida! Pero Dios no tiene relación con la muerte. Él es vida, y vida en abundancia. Su nombre jamás ha estado en peligro en ninguna de Sus afirmaciones. Porque Él ama Su nombre, quiere la gloria que le corresponde. No busca la destrucción de Sus criaturas, sino Su vida y que sea una en abundancia. Pero en la búsqueda del hombre tras su propia felicidad, él permite nuestros intentos suicidas una y otra vez, aunque no sin consecuencias.
¡Qué miedo nos da el suicidio físico!
¡Cuánto más miedo debería darnos el suicidio de nuestras almas!
Y a los creyentes, que no tenemos en jaque nuestra salvación, porque somos Suyos y nadie nos apartará de Su mano, ¡cuánto debiéramos anhelar no masacrar nuestro crecimiento espiritual por seguir en pos de aquello de lo que Dios nos salvó inmolándose Jesús mismo, no con un espíritu suicida, sino con el mayor amor que alguien puede mostrar por otro: entregando Su vida, justa y sin pecado, en rescate por muchos!
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