La iglesia Romana se sustenta en el papado, y el papado en la estructura propia de dicha iglesia, ambos en un cimiento particular: la Tradición. Es un cimiento que ha sido fabricado por el propio edificio para sostenerse.
Asumido que en el Nuevo Testamento no hay lugar para un papado y una iglesia Romana como los conocemos en sus documentos, se tiene que acudir a un justificante que, por definición, debe ser superior en la práctica al Nuevo Testamento. Eso es la Tradición. (Con la autoridad de la “Tradición” se ha prohibido la traducción y lectura de las mismas Sagradas Escrituras.)
Ya he citado algo de la doctrina Romana sobre la Tradición en su Derecho Canónico. Art. 750. “Se ha de creer con fe divina y católica todo aquello que se contiene en la palabra de Dios escrita o transmitida por tradición, es decir, en el único depósito de fe encomendado a la Iglesia, y que además es propuesto como revelado por Dios, ya sea por el magisterio solemne de la Iglesia, ya por su magisterio ordinario y universal, que se manifiesta en la común adhesión de los fieles bajo la guía del sagrado magisterio; por tanto todos están obligados a evitar cualquier doctrina contraria”.
Debemos recordar, pues, algo fundamental para la vida de la Iglesia cristiana, que cuando los creyentes (de cualquier grupo o época) hablamos de Palabra de Dios, pensamos en la Escritura, el Antiguo y el Nuevo Testamento; pero la iglesia Romana piensa en la palabra que puede ser escrita o transmitida por tradición. A la iglesia Romana, por tanto, no se le puede siquiera argumentar con el Nuevo Testamento, pues aunque ahí algo quede explícito y claro sin duda alguna, luego eso se puede modificar porque la
palabra consiste también en lo que diga el magisterio romano, aunque sea contrario al Nuevo Testamento. (Piénsese, por poner un solo ejemplo, de los requisitos de los obispos.)
La iglesia Romana afirma como esencial en su naturaleza que le “ha sido confiada la transmisión y la interpretación de la Revelación”, por ello “no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado”, aunque “se ha de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción” (En su Catecismo oficial, 82). Recordemos que “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual ejercita en nombre de Jesucristo, es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma” (Catecismo, 85). Aclarando que todo ello está contenido en la fuente primera, el papa, de quien fluye a los demás como si fueran sus brazos. Aunque esto se arregle cosméticamente diciendo que “el depósito sagrado (cf. 1 Tm 6, 20; 2 Tm 1, 12-14) de la fe (“depositum fidei”), contenido en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura fue confiado al conjunto de la Iglesia” (Catecismo, 84). No se olvide que “la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros; los tres, cada uno según su carácter, y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas” (Catecismo, 95). Esta posición ha sido reafirmada por el nuevo Maestro Supremo en la clausura de la sesión plenaria (8-12 de este mes) de la Pontificia Comisión Bíblica, que tenía como tema “inspiración y verdad en la Biblia”. Esta Comisión la creó en 1902 Joaquín Vicente Pecci, y con algunas transformaciones, en el tiempo actual la preside el jefe de la Inquisición. Gesto importante, previo al gesto más importante de la consagración de su papado a la Virgen de Fátima el próximo 13 de mayo.
Lo mismo que la semana anterior nos quedamos los creyentes cristianos católicos con Pedro y la Iglesia de Cristo, con la verdad del Nuevo Testamento (nada que ver con el posterior engendro de una iglesia Romana fundada sobre un antipedro), hoy lo hacemos con la tradición y el depósito del Nuevo Testamento, pues eso es lo que Cristo el Redentor nos da en su persona y en su obra perfectas. Eso nos pertenece a los suyos, a todos, de todos los grupos o tiempos. Eso es propio de la Iglesia que él ha salvado, a la cual pertenecemos todos los creyentes.
“Oh Timoteo, guarda lo que se te ha encomendado (…)”, ahí está el depósito encomendado a Timoteo. “Buen depósito que debe guardar”, “por el Espíritu Santo que mora en nosotros”. Pablo mismo dice que está seguro de que es poderoso en quien ha creído para “guardar su depósito para aquel día”. Sea que lo tenga Pablo, sea que lo coloque en quien lo debe guardar, Dios en Cristo, lo cierto es que el depósito está. Debe conservarse en “la forma de las sanas palabras que de mí [dice el apóstol] oíste, en la fe y amor que es Cristo Jesús”. Este depósito es el nuestro. Lo recibe Pedro, y los demás, precisamente cuando están todavía activos los sacerdotes con sus tradiciones y depósitos, los que usan para perseguir a Pedro y crucificar al Señor, los que tienen para usurpar la Palabra de Dios.
Según la iglesia Romana este depósito es la palabra de Dios, compuesta por las Sagradas Escrituras y la Sagrada Tradición (así, todo en mayúscula). La Sagrada Tradición consiste en la actual presencia de la revelación en el Magisterio de la iglesia, entiéndase en sus concilios y disposiciones doctrinales. Con ello tenemos, que Pablo le está diciendo a Timoteo que guarde un depósito donde, como parte esencial del mismo, la iglesia tendrá los decretos de Trento, y los dos Vaticanos, el purgatorio, la mariología, indulgencias, la Inquisición, los Estados Pontificios, etc. Eso sería guardar las formas de las sanas palabras recibidas de Pablo, en la fe y amor que es en Cristo Jesús; lo que incluye también, que se persiga a quien promueva la lectura de las Sagradas Escrituras, o las traduzca para que puedan leerse en lengua vernácula, por poner algún ejemplo de la Sagrada Tradición en la que consiste ese depósito que tiene el deber de conservar y defender la iglesia Romana, que es lo mismo que recibió el bueno de Timoteo, o que Pablo tenía también en sus manos.
¿Tiene esto algo de sentido? Es evidente que, incluso con un mínimo de lógica, ni siquiera de fe, no. Pues esto es lo que ordena y manda la iglesia Romana que se debe creer. Esto es el papado.
Ese depósito, el que tenemos recibido de Cristo, lo conservamos en la vida común, católica, de todas las iglesias, está en todos los creyentes. Esa vida es, si queremos usar el término, la
tradición, la enseñanza recibida, que conservamos y transmitimos. “Así que hermanos, estad firmes, y retened la doctrina que habéis aprendido, sea por palabra, o por carta nuestra”, esto que dice Pablo sería la tradición de la Iglesia del Señor, esto es nuestro.
Al pueblo de Israel se le había “confiado la palabra de Dios”, así la conservó nuestro Dios en manos de un pueblo lleno de miserias y deserciones. Creemos en la providencia. Recibe la Iglesia, el pueblo de la fe de Abraham, todos nosotros, el mismo depósito, pero en la nueva situación. Ya he indicado que Cristo afirma la existencia de
su Iglesia, establece sus apóstoles y da sus mandatos universales, cuando todavía existe la estructura de Israel, con su templo, sus tradiciones y su sacerdocio y jerarquías.
El Nuevo Testamento se va configurando como el Antiguo. Es la propia Iglesia la que va recibiendo, en su vida y por su propia experiencia de la presencia de Cristo por su Espíritu, la Palabra. Es algo vivo. Y poco a poco va reafirmado la presencia de la Palabra con ella. Esto es algo que se va reconociendo entre todas las iglesias, entre todos los creyentes. Ante las posiciones contrarias a la fe común, se van estableciendo referencias a libros reconocidos por todos y otros que se pueden usar pero sin la autoridad propia de Escrituras en unidad con el Antiguo Testamento. Otros libros se califican como perniciosos y así se avisa a las iglesias. La geografía dicta la mayor o menor difusión de estos escritos. Pero el Nuevo Testamento se va estableciendo en la vida de la Iglesia, ella misma es su testigo. Eso es la tradición. Todavía hoy sigue con nosotros. En la vida de la Iglesia actual se sigue afirmando la Escritura, o rechazando posiciones como no “conformes” a la misma. Esto lo hizo la Iglesia en sus primeros tiempos, con su situación compleja, con sus errores, con sus desviaciones, como pasó con Israel; pero creemos en el poder de Dios para conservar y preservar su Verdad. Eso es nuestra tradición. ¿Qué tiene que ver eso con la iglesia Romana y su pretensión de ser la autoridad sobre la que descansa el Nuevo Testamento? Pues nada.
En el Nuevo Testamento vemos cómo funciona esta presencia y transmisión de la enseñanza. No todos saben, como nos pasa a todos hoy también, cómo hacer las cosas. Se enfrentan a problemas nuevos, como la presencia de los gentiles en comunión con Cristo, con el Espíritu Santo en ellos, pero sin los ritos judíos externos, ¿se debe exigir que adquieran también los ritos? Se reunieron en Jerusalén y deliberaron. Seguro que había cosas secundarias, como comer o no comer carne de la que vendían en las carnicerías provenientes de sacrificios. Pero cuando se ponían estas cosas como necesarias para que la obra de Cristo pudiere ser eficaz, es decir, que dependía de ellas (como hay le pasa a tantas iglesias), entonces se rechazan esas cosas. Ejemplo lo tenemos en la carta a los Gálatas. Si un pastor se equivoca en la enseñanza, pues se corrige el asunto, en comunión los unos con los otros; así ocurrió con la reprensión pública de Pablo a Pedro; un buen quebradero de cabeza para el papado, pero algo normal para la tradición, para nuestra Iglesia cristiana católica.
En el Nuevo Testamento, en nuestra tradición, vemos cómo se introducen herejías en algunas iglesias, hay falsos maestros, falsos apóstoles, falsos hermanos, como hoy pasa, pero el Señor preserva a su Iglesia, y la va llevando adelante, como hoy. Falsifican el mensaje, tuercen las Escrituras, se presentan como apóstoles, escriben usurpando el lugar de los verdaderos, hacen una “Tradición” contraria a la enseñanza recibida, a nuestra tradición.
En los años posteriores a la presencia temporal que ocupa el Nuevo Testamento, es decir, hasta la muerte de sus autores, vemos que los personajes y grupos con doctrinas contrarias a la tradición, nuestra tradición, el depósito de Timoteo y el nuestro, el que todavía conservamos hoy los creyentes, procuraron facilitar su recepción por medio de colocar esas enseñanzas en boca de algún apóstol. Sabido que el modelo más reconocido para recibir como autoridad un texto era su pertenencia a un apóstol, o de alguien cercano, con su garantía, no buscaron siquiera justificar sus errores como enseñados en el Nuevo Testamento, que ya en su dimensión actual se reconocía, con la salvedad de algunos libros, como el texto de autoridad unido al Antiguo Testamento, sino que acudieron a ponerlos en boca de algún apóstol. De ahí salen muchos “evangelios” o “hechos” de diversos apóstoles. Es un método sencillo; si tienes una idea y quieres imponerla, fabricas un texto donde la defienda algún apóstol y solucionado el problema.
Así ocurre con la doctrina que niega la santidad del matrimonio y su sexualidad, y cosas semejantes. Se pone a Pablo (por ejemplo en los “hechos de Pablo”, con Tecla especialmente) predicando la virginidad como la entendían estos grupos, y se acabó la discusión. Ninguna iglesia que se preciase podía sostenerse sin la cercanía de algún apóstol. Esta moda hizo que se llevaran a Felipe para unas regiones determinadas. Todo este ambiente era conocido y se ponían los remedios. Los pastores fieles a la tradición procuraban avisar de esos documentos perversos; en otros casos simplemente indicaban su carácter imaginario. Entre los propios pastores, a veces, se producían errores y falsas enseñanzas. Como ocurre hoy con todos nosotros. Por ejemplo, si nos ponemos al lado de Policarpo, con su muerte como mártir y todo, con toda libertad, con la libertad de la tradición, de lo que hemos recibido, podemos estar con él, y reconocer algunas cosas de su enseñanza como edificantes, otras no, otras advertimos que son destructivas; y no pasa nada. Eso es la vida de la Iglesia en estos primeros tiempos.
Podemos observar a una persona o una iglesia local que está haciendo muy bien las cosas, y nos acercamos para aprender, y decimos a otros que aprendan de ellos; y no pasa nada. Cuando veamos que se equivocan, que no siguen la regla del Nuevo Testamento, de la tradición, entonces avisamos de su error; y no pasa nada. Es la vida de la Iglesia en estos primeros tiempos; y en cualquier tiempo, también en los nuestros.
Esto es lo que vemos, pero reconociendo que “vemos” una laguna de información histórica de unos cien años. Sí vemos (estamos ya avanzado el siglo II) que los grupos con ideas contrarias al Nuevo Testamento promueven sus enseñanzas fabricando documentos. Vemos que los pastores, ya se les nombra en muchos casos como obispos, incluso es nombre aceptado para los responsables de algunas iglesias por la importancia de su localidad el de “papa”.
Pero es también algo visible que nadie acepta la superioridad de un obispo o de una iglesia sobre las demás. Si alguien lo pretende, se le acusa de romper la unidad; de estar contra la tradición. Es evidente que la iglesia Romana, con su papado, como hoy la conocemos en sus documentos, en ese espacio ni está ni se le espera. Cuando los Padres de ese tiempo exponen las palabras del Evangelio en las que Cristo le dice a Pedro que sobre él edificará su Iglesia, a ninguno se le ocurre pensar en algo semejante a lo que luego es el fundamento de la teología de la nueva Tradición romana. Todos señalan a la verdad declarada por el apóstol, es decir, a su referencia a la persona de Cristo. Incluso uno de ellos, Orígenes, enseña algo que me parece muy acertado. Dice que cualquiera que hace esa confesión es
un Pedro, es decir, que cualquiera de nosotros que proclamemos esa verdad somos un Pedro sobre el que se edifica la Iglesia de Cristo, y tenemos las llaves, que son el mensaje anunciado: el Evangelio, que abre y cierra el reino.
Cada cual que crea lo que mejor le parezca, pero
los que creemos en Cristo conforme a la Sagrada Escritura y vivimos la vida de la tradición, no podemos reconocer a una Sagrada Tradición superior a la propia Sagrada Escritura (superior por el espacio, está después, y sigue viva hoy), y a un Maestro Supremo que la engendre. Esa “Sagrada Tradición” dice que ya con Pedro está la iglesia Romana, y que luego todos lo reconocen. No, no hay nada de nada en la tradición, en la vida de la iglesia cristiana católica. Esa Sagrada Tradición fue creada para favorecer unas pretensiones de la iglesia Romana en siglos posteriores, ya avanzando el siglo V. Es algo fabricado por la propia entidad, y que se fue acrecentando en los siglos posteriores.
No todas las iglesias locales tenían el mismo prestigio social; algunas, como Antioquía y, especialmente, Jerusalén, eran muy reconocidas. Pero la de Roma no tenía un lugar preeminente, ni mucho menos. Será con el paso del tiempo, y por las propias circunstancias políticas de la capital, que la iglesia allí irá adquiriendo importancia. Cuando eso ocurre, y estamos ya en el siglo V, se tiene que acudir a lo que era señal de autoridad: haber sido fundada por un apóstol.
Y, además, como diría Döllinger, ése tenía que ser Pedro. No servía que uno le hubiera escrito una carta, con eso solo quedaba por debajo de otras que podían “presumir” de ser fundadas por un apóstol. Además, por sus pretensiones, ese Pedro debía haber permanecido allí un tiempo (25 años) y dejar a su sucesor instalado como papa supremo.
Con el Nuevo Testamento no se puede contar; con la tradición de la iglesia cristiana, con las enseñanzas recibidas y transmitidas, tampoco; aunque en ese tiempo se habían dado todo tipo de desviaciones, la del papado todavía no.
Tengo que dejarlo aquí, se alarga demasiado. Seguimos, d. v., la semana próxima.
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