Quienes me conocen un tanto y saben de mis muchos años dirigiendo Campamentos de niños, saben que tengo un librito de notas, en el que guardo preciosas “perlas de niños”.
Cuando preguntaba a los niños ¿qué día naciste?, me respondían cosas como: “el martes” o “el día de mi cumpleaños”.
En ejercicios de vocabularios, pregunté a un niño: “¿cómo se llama la herramienta para clavar clavos?” y plenamente convencido, me respondió: “herramienta para clavar clavos”.
Casos muy curiosos eran cuando entre ellos se daban respuestas, antes de esperar que el monitor encontrara una, como en aquella ocasión en que un niño preguntó: “Pastor ¿por qué el cielo es azul?” y otro niño contestó: “porque Dios es un hombre, si fuera una mujer sería rosa”.
Pues sí, suelen ser geniales tales participaciones. Entre ellas, una, de la que guardo un especial recuerdo:
Lorena, no había alcanzado los seis años. Sus padres, me solicitaron que la llevase de Campamentos, pues estaba muy ilusionada, nunca había salido del ambiente familiar ni de casa y por los lazos “familiares” que me relacionaban, asumí el reto y prometí tener un especial cuidado.
La verdad es que fue muy bien. La primera noche, como tenía organizado mi programa, antes de ir a dormir teníamos una charla, tipo cuento y Lorena, a mi lado, estaba encantada;
mientras les hablaba, la niña, mirando al cielo, me dijo: “¡Mira! HAY ESTRELLAS”.
Parecía que la niña acababa de descubrir las estrellas, y presa de la sorpresa, resumía todo su entusiasmo con aquella admiración: “¡Mira!”.
Estaba todo dicho. Arriba ardía la pedrería de un cielo milagroso y estrellado que podía verse en aquellos días de verano en el espacio de “Monteluz” (Lliria).
Acostumbrada a vivir en la gran ciudad y a acostarse al ritmo de aquella infantil canción: “vamos a la cama, que hay que descansar, para que mañana podamos madrugar”, la pequeña ignoraba la belleza del cielo, y en la noche campamentista lo mostraba como un cuadro que le emocionaba.
“Desde el Corazón”,
no sé muy bien por qué razón en las grandes ciudades vemos tan pocas estrellas. Pero me temo que, aunque las viéramos, tampoco las contemplaríamos mucho, ya que parece que hemos perdido la costumbre de levantar nuestras cabe-zas, abonados como estamos, a ver escaparates, autobuses y esas falsísimas que son los tubos de neón. Y no hay peores ciegos que los que no saben ver.
Hay veces que pienso que los hombres de nuestra civilización estamos tan acostumbrados a ver tierra y centrados en la tierra, que hayamos perdido ya, hasta las posibilidades de tener ilusiones.
De mis recuerdos del leído Don Quijote: siempre me pereció interpretar que como él no podía aceptar el sucio mundo que le rodeaba, decidía no verlo como era, sino como debería ser. Y en aquella venta miserable, que gobernaba un posadero grosero y ladrón y regían unas prostitutas descaradas; veía él un castillo maravilloso gobernado por un hospitalario caballero y regido por unas hermosísimas doncellas.
Y cuando alguien intentaba abrirle los ojos, él decía que el mundo no era como era porque “no podía ser como era”. Pienso que, a la locura por exceso de don Quijote, opongamos nosotros otra cordura por exceso que nos hace ver el mundo más negro de lo que es, hasta el punto que nosotros tampoco lo veamos como es, sino “como tememos que llegue a ser”. Esta transmutación “hacia lo peor” no nos lo hace ningún encantamiento al estilo de Don Quijote, sino ese triste desencantador que todos llevamos más o menos dentro.
No vemos con los ojos, sino a través de los ojos. Cuando se mira la realidad a través de los ojos de un alma triste, toda mirada y todo lo mirado se contagia de esa tristeza. Todo, en cambio, se vuelve más claro para quien contempla desde un alma luminosa y un espíritu lleno de fe, por tanto, a través de ojos limpios. Y donde algunos, al levantar la vista, sólo ven pronósticos de que mañana lloverá, otros ven un cielo tachonado de estrellas. Recuerdo ahora aquella película de Vittorio De Sica en la que se sorteaba un pollo asado, y al tocarle a un pobre, éste no se atrevía a llevárselo a la boca, pensando que cuando se lo acercara, este volaría pensando que era un espejismo.
Algo así, pienso “Desde el Corazón” nos ocurre a los hombres con la alegría. Estamos tan acostumbrados a la estrechez del mundo, las reales y trágicas crisis, la endeblez de sus valores, que no nos entra en la cabeza que haya nada perdurable. No nos atrevemos a creer que los milagros realizables existen porque estamos previamente convencidos de que son sueños. Y, sin embargo, existen. Y, sin embargo hay estrellas. Bastaría levantar la cabeza para verlas.
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