Procedo a contarles, en la reflexión de hoy, una historia sin sentido:
Érase una vez un hombre que tomó un árbol y de él extrajo la madera necesaria para poder tallar una hermosa figura. Pensaba darle forma humana, imprimirle toda la belleza de que fuera capaz, así que en su cabeza midió bien e hizo sus bocetos para trabajarlo después con sus herramientas.
La cuestión es que, antes de ello, con una parte de la madera, se hizo un buen fuego, de forma que el tronco le sirvió de combustible. Usando ese fuego hizo pan y se sació de comida. Y con el restante de la madera, construyó un ídolo. Tan precioso le pareció, tal belleza le había otorgado con su duro trabajo, que le parecía increíble. Esa talla le parecía el reflejo mismo de la divinidad, con lo que pronto empezó a adorarla.
¡Qué curioso, que de la misma madera pudiera salir tanto lo uno como lo otro! Combustible para calentarse, para una buena comida… y para construir un ídolo. “Sálvame, pues tú eres mi dios”- le decía.
Sin embargo, esa talla nunca respondió, ni hizo nada por quien lo creó. Lo más llamativo de todo, sin embargo, es que este hombre nunca se hiciera algunas preguntas clave: ¿Cómo pueden manos mortales crear algo inmortal? ¿Cómo de lo imperfecto puede nacer algo perfecto? ¿Cómo puede conferirle poder a algo que ni siquiera es capaz de moverse, de andar, de salir corriendo, si fuera necesario?
Este hombre no sabía nada, no entendía nada. Sus ojos estaban velados y no veían. Le faltaba conocimiento y entendimiento y no se puso a pensar ni a decir “Usé la mitad para combustible, incluso horneé pan sobre las brasas, asé carne y la comí, y luego con el restante me hice una estatua, algo abominable, aunque con bella apariencia. ¿Me postraré ante un pedazo de madera?”. En el fondo fue un iluso, de principio a fin ha sido un necio. Se ha dejado engañar por su ingenuo corazón y no se da cuenta de que lo que tiene delante de sí es simplemente una mentira.
¿Quién modela un dios o funde un ídolo que no le sirve para nada? Los propios que los fabrican no valen nada. Inútiles son sus obras más preciadas. Para su propia vergüenza, sus propios testigos no ven ni conocen. Todos los devotos que los siguen quedarán avergonzados, porque simples mortales son los artesanos. Marchan juntos con su humillación. Ignorantes son los que cargan ídolos de madera y oran a dioses que no pueden salvar.
Esta historia y sus conclusiones están extraídas del texto de
Isaías 44.
Resulta impactante que, después de tantos y tantos siglos, la tendencia del hombre siga siendo la misma. Pero más allá de la tendencia, que la forma en que ésta se materializa sea igual, idéntica que la de entonces. Sólo hay que salir a las calles de cualquiera de nuestras ciudades y pueblos españoles para ver a multitudes en procesión adorando a pseudo-dioses que nada pueden hacer por sí mismos y mucho menos por quienes les invocan. Ni siquiera son capaces de retener la lluvia para poder salir en procesión, para asegurarse su gloria entre las calles, para calmar la pena y la decepción de sus fieles, que esperan todo el año para hacer gala de ellos. Nada pueden hacer y nada podrán hacer tampoco en el futuro.
Una de las grandes excusas que la gente da para no creer en Dios, en el único y verdadero, es que parece haberse olvidado de la humanidad, parece no hacer nada por ella. Pero ¿en qué sentido las tallas de madera han aportado algo a la vida de las personas, aparte de tradición y una buena excusa para poner en marcha el folklore? ¿Acaso resuelven los problemas de las personas? ¿Dan consuelo al que sufre? ¿Dan sustento al que le falta? Si los costaleros tropiezan en su marcha ¿podrán evitar a caída? ¿Podrían, por sí mismos, resistir el paso del tiempo si no tuvieran tantas manos que les acicalan y cuidan de la humedad, el frío y el desgaste?
No hay más ciego que el que no quiere ver. Y hoy la cuestión de no creer en Dios no puede argumentarse, ni desde la ignorancia, ni desde las excusas baratas de un dios que no escucha. Las personas que no asisten al banquete de Su gracia simplemente prefieren otro tipo de dioses, como sucedió hace miles de años, como sigue sucediendo ahora, y todo lo demás son excusas.
La gran tragedia es que esas excusas no nos servirán cuando el Dios Todopoderoso nos ponga frente a la realidad de nuestras malas decisiones. Porque hay un Dios y es uno que reina. Y exige ser adorado sin competencia. Él no permite que nadie se lleve Su gloria. Es celoso como no hay otro. Y todo lo que no le rinde a Él la gloria debida, se la roba, sin más.
La victoria para nosotros fue ganada en una cruz a precio de sangre inocente, pero esa cruz está hoy vacía. La resurrección es un hecho de inconmensurables consecuencias y desde esa resurrección es que nosotros podemos agarrarnos a la realidad preciosa y futura de nuestra segura resurrección. Teniendo esto en cuenta, siendo mínimamente conscientes de una salvación tan grande, ¿cómo no adorar al Rey de Reyes y Señor de Señores?
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