Imagina que, por un momento, pudieras tenerlo todo. Piensa en cómo sería tu vida si, de repente, llegara un golpe de suerte que te permitiera escoger de qué quieres rodearte, qué quieres (y puedes, por fin) tener. ¿Qué sucedería si no existiera ninguna clase de limitación a tus sueños, a tus deseos? ¿Podrías elaborar una lista de ellos? ¿Qué aspecto y contenido tendría esa lista?
Ese es justo el argumento de la última obra de
Grégoire Delacourt, “La lista de mis deseos”, en que a la protagonista le sucede exactamente esto: su vida da un vuelco de 180 grados cuando gana un premio de 18 millones de euros que le permite plantearse qué quiere conseguir con ellos. La línea maestra del libro, más allá de lo divertido que pueda resultar pensar en cuál sería la lista que cada cual elaboraríamos si algo así nos pasara, se centra más bien en lo que se convierte en importante cuando uno puede poseerlo todo.
La cuestión, sin embargo, que a mí me vino a la mente cuando escuchaba sobre el argumento de este libro, era justamente la contraria: ¿Qué resulta ser verdaderamente importante cuando uno no tiene nada? Porque esa es precisamente la situación que muchas personas viven hoy. No estamos pasando tiempos de abundancia, claro está. No es el tiempo en el que definimos ni mínimamente en serio cuál sería la lista de nuestros deseos, porque no contamos con los medios para poder hacer que se materialicen ni una mínima parte de ellos. Y si pensamos en esto lo hacemos más bien en términos casi, casi irónicos ante la realidad de que la cosa no está como para pedir peras al olmo.
Sin embargo,
cuando uno no tiene nada, o ve desaparecer mucho de lo que tiene, empieza a sobresalir de entre los escombros y las ruinas lo que son los cimientos de la vida, lo que la sostiene y lo que le confiere cierto cuerpo y consistencia a lo que fue el edificio de nuestra existencia. Aparecen, en definitiva, las cosas que no se puede llevar el viento. Si no queda nada, ni ruinas, ni siquiera cimientos, probablemente el edificio se sostenía casi por arte de magia. Era sólo cuestión de tiempo que se viniera abajo, sin más. No es, a veces, hasta que desaparece el edificio en sí que uno puede darse cuenta de cuán frágil era la construcción. Y entonces debe decidir qué hace a partir de entonces. Las ruinas son siempre una oportunidad para la reconstrucción y, además, para que sea una construcción inteligente y estratégica, útil en definitiva, ha de procurarse no cometer los mismos errores que se cometieron en el pasado.
Cuando, por el contrario, la vida está sustentada sobre principios sólidos, es posible que los avatares del día a día puedan arrastrar consigo facetas del edificio que forman más bien parte de lo superficial o prescindible de nuestra vida. No me refiero a que sean cosas sin importancia. La escuela de lo cotidiano es realmente dura a veces y nos obliga a ver cómo elementos muy importantes de nuestra vida desaparecen para no volver. El edificio nunca volverá a ser el mismo, pero puede haber un nuevo edificio, mejor, más recio y sólido, que acapare no sólo los elementos de vigor que aún mantienen una parte de él en pie, sino mucho más.
Es precisamente en el momento que uno pierde las cosas cuando valora que las tuvo. Y es cuando esto ocurre que uno aprecia más todavía lo que aún permanece en pie. Pero yendo aún más allá, cuando uno se queda sin lo superfluo y sin lo importante, sin los lujos y sin lo básico, es que es también es más consciente agarrarse a una Roca sólida, segura. Porque es lo único que puede permanecer en medio de las peores tormentas de la vida, en medio de los tiempos, inmutable, con el mismo buen propósito hacia nosotros y nuestra existencia que tuvo desde antes de la fundación del mundo, antes de nuestra propia concepción en el vientre de nuestra madre.
Es Dios y no otra cosa lo que cobra toda la importancia posible cuando nada alrededor parece funcionar. Y no es que mientras todo funciona no fuera importante. Es simplemente que no somos capaces de verlo hasta que Dios no permite que desaparezca de enfrente de nosotros todo lo que entorpece nuestra visión. Somos así de torpes, así de necios. Es incluso cuando nuestra vida se hunde que nos cuesta un tiempo reaccionar y ver ciertamente dónde está nuestro tesoro. ¡Qué incapacidad la nuestra! ¡O qué soberbia, quizá!
En cualquier caso, mis preguntas para mí, y para usted si me lo permite, querido lector, son las siguientes:
· ¿Qué aparece en la lista de mis deseos cuando todo funciona?
· ¿Qué lugar ocupa Dios en esa lista?
· ¿Qué surge en ella cuando todo parece desaparecer alrededor?
· ¿Dónde queda Dios entonces?
¿Necesito que todo cambie alrededor, que mi edificio se desmorone, para poder ver a Dios y Su gloria?
Que lo importante, lo central, lo reinante, lo que todo llena, sea siempre Él, fuera y dentro de la abundancia, fuera y dentro de la adversidad, a la cabecera siempre de la lista de mis deseos.
¡Cuán amables son tus moradas, oh Señor de los ejércitos!
Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios del Señor;
Mi corazón y mi carne cantan al Dios vivo.
Aun el gorrión halla casa,
Y la golondrina nido para sí, donde ponga sus polluelos,
Cerca de tus altares, oh Señor de los ejércitos,
Rey mío, y Dios mío.
Bienaventurados los que habitan en tu casa;
Perpetuamente te alabarán.
Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas,
En cuyo corazón están tus caminos.
Atravesando el valle de lágrimas lo cambian en fuente,
Cuando la lluvia llena los estanques.
Irán de poder en poder;
Verán a Dios en Sion.
El Señor Dios de los ejércitos, oye mi oración;
Escucha, oh Dios de Jacob.
Mira, oh Dios, escudo nuestro,
Y pon los ojos en el rostro de tu ungido.
Porque mejor es un día en tus atrios que mil fuera de ellos.
Escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios,
Que habitar en las moradas de maldad.
Porque sol y escudo es el Señor Dios;
Gracia y gloria dará el Señor.
No quitará el bien a los que andan en integridad.
Señor de los ejércitos,
Dichoso el hombre que en ti confía.
Salmo 84
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