Este y el siguiente artículo sobre Hegel (que cierran las reflexiones sobre este personaje) están relacionados con su mito de las revoluciones. Se trata de ver si Dios logra sus propósitos en la historia sirviéndose o no de las guerras humanas.
Si en la filosofía griega el tiempo se desenvolvía de una forma cíclica o circular, ante la cual el ser humano carecía por completo de libertad y era como un esclavo del destino o de la fatalidad, para el hombre de la Biblia en cambio el tiempo era entendido como un proceso lineal ascendente en el que era posible diferenciar claramente entre el ayer, el hoy o el mañana.
El hombre era libre para actuar con arreglo a su conciencia o a su voluntad y, por tanto, responsable delante de Dios.
Precisamente por esta concepción en línea recta del tiempo, los cristianos primitivos pudieron entender la revelación y la salvación en momentos históricos sucesivos. De ahí que la historia de la salvación constituya el permanente escándalo del cristianismo y el desafío a la conciencia humana en todas las épocas.
Desde el nacimiento de la Iglesia los seguidores de Cristo han venido predicando que la suerte de toda la humanidad depende de unos acontecimientos históricos ocurridos en el tiempo y en el espacio. Dios no sólo ligó sus acciones y su revelación a la historia real de los hombres, sino que además se hizo hombre en Jesucristo. Es decir, entró una vez y para siempre en esta historia.
Cuando la idea del tiempo lineal pasó del judaísmo al cristianismo experimentó una ligera modificación. En efecto, si los judíos miraron siempre hacia el futuro, al porvenir escatológico que suponía la llegada del Mesías y el posterior juicio final, para los cristianos de los primeros siglos el núcleo principal de la línea ascendente de la historia no era ya el futuro, sino el pasado. El sacrificio de Cristo que ya había tenido lugar.
Esto cambió el centro de gravedad de la historia desde la parusía final a la muerte de Jesús en la cruz. El judaísmo distinguía tres etapas clave en el camino histórico hacia la salvación: antes de la creación, desde la creación hasta la parusía y después de la parusía (BRIVA, A.El tiempo de la Iglesia en la teología de Cullmann, Seminario Conciliar de Barcelona, Barcelona, 1961:28). Sin embargo, el cristianismo partió la historia de la salvación en dos grandes etapas: antes y después de Cristo.
Este es el reto que planteó, y continúa planteando, la fe cristiana. El Hijo de Dios no destruyó el valor del tiempo histórico, no provocó una irrupción de la eternidad en el tiempo, sino que se sumergió en él para reinar desde él y sobre él. No es que el cristianismo haya prescindido de la esperanza escatológica. El creyente continúa esperando la segunda venida gloriosa de su Señor, pero en esta parusía cristiana la novedad ya no será absoluta. No lo podrá ser porque ya conocemos la perfección de Cristo resucitado. Su victoria sobre la muerte. De ahí que, como han indicado tantos teólogos, la esperanza del cristiano se desenvuelva entre la tensión del “ya está realizado” y el “todavía ha de llegar”.
En cambio, en la filosofía griega del platonismo, el concepto de eternidad se oponía a la noción de tiempo. Se consideraba eterno aquello que estaba fuera del tiempo histórico. Los humanos vivían en el tiempo porque estaban sometidos a un antes y a un después, pero los dioses eran eternos porque se creía que existían al margen de esta sucesión temporal. Tal noción platónica de eternidad se introdujo en el cristianismo de la época post-apostólica, de la mano de ciertos teólogos fascinados por la cultura helénica.
No obstante, la idea que tenía el cristianismo primitivo acerca de la eternidad era muy diferente a la del pensamiento griego. Para los creyentes del primer siglo no había diferencia cualitativa entre tiempo y eternidad. Ésta resultaba de una prolongación infinita de aquél. El término griego aion es utilizado indistintamente en el Nuevo Testamento para referirse al tiempo o a la eternidad. Aunque Dios es eterno no se le concibe como si estuviera fuera del tiempo histórico.
El pensamiento del Antiguo, así como el del Nuevo Testamento, resultan “incapaces de concebir la eternidad como categoría opuesta a la temporalidad” (COENEN, L. y otros, Diccionario teológico del Nuevo Testamento, 4 vols. Sígueme, Salamanca, 1984, 4:264). De manera que, en la concepción cristiana, el acontecimiento histórico es único e irrepetible, por eso el sacrificio de Cristo posee también un valor redentor decisivo y único.
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