El tiempo pasa inexorablemente para todos. Quisiéramos, quizá, ver cómo se detiene en un determinado punto en el que, quizá, consideramos que fuimos felices, si es que eso existe en sentido general, más allá de un momento específico.
Los nostálgicos tienden a quedarse anclados en ese deseo, lo cual les lleva en no pocas ocasiones a síndromes depresivos y fuertes bajadas de ánimo. Porque el tiempo pasa, pero no vuelve. Y tampoco perdona.
El tiempo es un verdadero misterio. No terminamos de entender el profundo influjo que ejerce sobre nosotros. Nos apasiona su pasar, anhelamos muchas veces lo que está por delante, pero nos gustaría avanzar sin dejar de agarrar, con la otra mano, lo que queda detrás. Estrategias de aprovechamiento del tiempo, productos expréss, incluso máquinas del tiempo se han llegado a ideas para intentar exprimir el máximo de ese extraño y cautivador fruto que son los segundos, los minutos, las horas.
Sin embargo, más allá del misterio que entraña el tiempo, quizá debiera preocuparnos lo que hacemos con él, no tanto en sentido de redimir cada instante, lo que finalmente se puede convertir incluso en una obsesión, sino
en el sentido de que nuestra huella sea trascendente, útil, fructífera para nosotros mismos y para otros.
La vida se convierte, tan estrechamente unida al tiempo como está, en un sucederse de diversas crisis que hay que intentar resolver y afrontar, para superarlas y crecer de ellas y en ellas.
Lo que hacemos en esta vida es importante. Por ello, con el pasar de los años, uno debiera pensar en que éstos le aporten sabiduría, prudencia y buen hacer. Desde luego, ese es el sentido bíblico de transmite el paso de los años: crecimiento y aprendizaje continuo.
La juventud es sinónimo de impulsividad y desajuste, mientras que la vejez se asocia a sabiduría y entendimiento. No obstante, ¡qué tristeza produce tener cerca gente que, cuantos más años pasan en su vida, más incapaz parece ser de albergar sentido común, cordura, sosiego…!Y no porque se les vaya la cabeza, que a veces pasa y eso es digno de misericordia y cariño. Más bien se trata de que nunca la tuvieron en su sitio, probablemente, pero con los años ni siquiera tienen necesidad de disimularlo.
Personas que no saben medirse en los años jóvenes son un problema, cierto. Pero alguien anciano que no hace ejercicio de autocontrol produce una tristeza profunda. No se trata de que por ello pierda el derecho a la honra que le corresponde. La Palabra no hace matices en ese sentido y los ancianos tienen un valor
per se que merece honor y respeto. Pero la herida profunda que se hace, a veces, desde la ignorancia más atrevida, parapetada en los muchos años, la soberbia justificada por el cúmulo de ellos y la falta de discernimiento porque en vez de crecer en sabiduría sólo se ha reestablecido en la propia necedad es un verdadero drama.
Debiera ser nuestro deseo y nuestro ejercicio que los años traigan a nuestro corazón sabiduría, que crezcamos en gracia, siendo ejemplo, como Pablo animaba a Timoteo, no siendo obstáculo ni excusa su juventud. ¡Pero cuánto más hemos de cuidarnos cuando toda una generación tras nosotros viene pisando nuestros pasos y en ellos no hay más que excusas baratas para no crecer (que no es lo mismo que ganar años)!
Si bien es cierto que la honra está unida por mandato divino a la edad, bien es cierto que otras cuestiones (tal y como pasa con la autoridad reconocida en los padres, por ejemplo), no vienen de serie sino que hay que ganársela. No todo está ganado con los años.
La sabiduría, el buen hacer, el acierto, la medida… son elementos en los que uno ha de trabajar, no sólo implicándose en el aprendizaje y asimilación de ellos, sino principalmente permitiendo que la obra del Espíritu sea clara en nosotros. Pero… ¿qué mayor necedad, claro, que dejar de lado a Dios mismo? Ahí uno entiende muchas cosas, por más años que se tengan ¿Cómo se puede hacer brotar miel de la boca y el corazón de uno, séase joven o viejo, cuando lo que se acumula con el paso de los años es distancia con Dios y conformidad con uno mismo, autosuficiencia y revolcarse en la propia estupidez?
Uno puede entender que un joven sea un espécimen extravagante de idiotez, pero cuesta encajar algo así cuando quien se tiene delante acumula canas en su cabeza y años en sus espaldas.
Da miedo pensar en lo que uno puede convertirse con el paso de los años. La tendencia humana con el tiempo es a acentuar todos y cada uno de nuestros errores. No tienden a disolverse. Tienden a complicarse. Y siendo así, sólo nos queda considerar el nuevo rumbo que Dios imprime a nuestros corazones a lo largo de la vida cuando le permitimos que intervenga.
A los jóvenes, prudencia, autocontrol, mesura….
A los mayores, sabiduría, coherencia, ejemplo…
A todos, buenas dosis del poder de Dios y la obra de Su Espíritu en cada uno de nuestros corazones y también actos y palabras.
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