La primera actitud que caracterizó el pensamiento de Descartes fue la desconfianza hacia sus propios sentidos ya que éstos, según él, podían engañarle o deformar la realidad. En sus
Meditaciones metafísicas escribió: “Todo lo que he tenido hasta hoy por más verdadero y seguro lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien: he experimentado varias veces que los sentidos son engañosos, y es prudente no fiarse nunca por completo de quienes nos han engañado una vez” (Descartes, 1997: 126). ¿Cómo reconocer la diferencia entre el sueño y la vigilia? ¿Quién puede asegurar que la propia existencia humana no sea más que una ilusión o una alucinación? ¡Todo lo que se considera real podría ser un puro engaño! ¿Cómo estar seguros? Aquí el filósofo apeló a la existencia de Dios y sugirió que tal incertidumbre sólo tendría sentido en el supuesto de que el Creador hubiera hecho al hombre en un estado de radical equivocación. Pero un error de estas características sería incompatible con la bondad y sabiduría divinas. No resultaría concebible, por tanto, que fuera Dios el que engañara deliberadamente al ser humano. “Reconozco, además, por propia experiencia, que hay en mí cierta facultad de juzgar o discernir lo verdadero de lo falso, que sin duda he recibido de Dios, como todo cuanto hay en mí y yo poseo; y puesto que es imposible que Dios quiera engañarme, es también cierto que no me ha dado tal facultad para que me conduzca al error, si uso bien de ella” (Descartes, 1997: 164). Luego, si no se trataba Dios ¿quién podría ser tal engañador?
Descartes recurrió a la hipótesis del genio maligno y dijo: “Supondré, pues, no que Dios, que es la bondad suma y la fuente suprema de la verdad, me engaña, sino que cierto genio o espíritu maligno, no menos astuto y burlador que poderoso, ha puesto su industria toda en engañarme” (Descartes, 1997: 130). Las artimañas de este hipotético genio maligno encarnan y representan la duda profunda que anidaba en el alma de su creador: ¿es posible la ciencia? ¿se puede llegar a conocer la realidad? ¿es acaso el universo algo incognoscible que escapa a la razón humana? ¿vivimos en un mundo irracional y absurdo? Descartes inventó su
genius malignus precisamente para que le formulara todas estas preguntas y, por último, las respondió afirmando la racionalidad del conocimiento. Si Dios existe y ha dotado de razón a la criatura humana, entonces es posible llegar a conocer verdaderamente la realidad.
El primer fundamento de la filosofía cartesiana se resume en una breve y famosa frase: cogito ergo sum, (pienso, luego soy o existo).
“
Pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: “yo pienso, luego soy”, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando” (Descartes, 1997: 68).
La existencia y realidad del individuo que piensa es la primera verdad para el filósofo. Se existe en tanto se duda, es decir, se piensa. La máxima cartesiana puede entenderse también como: “dudo, luego existo” porque sólo puede dudar quien es persona. El ser humano es una cosa que piensa y, por lo tanto, es entendimiento, razón y espíritu. Se podría llegar a dudar de todo, menos de la propia vida del pensador.
La mayor inspiración de Descartes es lo que se conoce como el “principio de la unidad de la razón”. Aquello que, en realidad, uniría e igualaría a todos los seres humanos sería su capacidad reflexiva. La razón se concebirá así como la sustancia fundamental de la persona que haría iguales a todos los hombres. Algo único y universal que consistiría en juzgar correctamente y saber distinguir lo cierto de lo falso. Pero si para los antiguos filósofos estoicos la razón era de naturaleza divina y los hombres sólo podían participar de ella en la medida en que Dios lo permitía, para Descartes la razón sería una cualidad específica del ser humano y su primer fruto debía ser la ciencia, en particular las matemáticas.
Aquí encontramos ya la primera grieta de separación con el pensamiento anterior y el principio que conduciría a la autonomía total del individuo. Esta racionalidad le llevó a deducir una física mecanicista en la que las sustancias y los fenómenos que se daban en la naturaleza surgían de la materia en movimiento.
Dios era la causa primera del movimiento característico de la materia pero, después del acto creador, Dios ya no intervenía más. Tal concepción mecánica del universo, como si se tratara de un gigantesco reloj de cuerda que funcionara sólo en base a las leyes impuestas por el relojero universal, tuvo una gran influencia en la Revolución científica posterior. Descartes creía que ciertas propiedades de los cuerpos físicos, como el calor que desprendían o los diversos colores que presentaban, así como su olor o sabor, no eran constituyentes reales del mundo material. Se trataba sólo de ilusiones provocadas por las partículas de materia en movimiento sobre los órganos sensoriales humanos. En una palabra, eran propiedades irreales que engañaban a los sentidos.
En cuanto a las funciones biológicas de los organismos se las explicaba también en términos mecánicos. Los animales eran sólo máquinas complejas sin psiquismo; autómatas inconscientes que reaccionaban únicamente a los estímulos del medio. Lo importante será siempre el hombre, no los animales. Esta peligrosa manera de entender el mundo animal y en general toda la naturaleza no humana, contribuía a eliminar la responsabilidad del hombre por la creación. El universo se concebía así como algo inferior y extraño que podía ser utilizado, sin ningún tipo de respeto, en beneficio de la humanidad. La naturaleza era despojada de su antigua concepción mística o sagrada, con la que ciertos pensadores griegos la habían dotado, para convertirse en un puro instrumento hacia el que no había que tener ningún tipo de consideración. Tales ideas de Descartes suponen también el germen que producirá en el futuro la actitud propia de la tecnología salvaje que no aprecia en nada el mundo natural, sino que sólo procura dominarlo mediante la razón.
En relación al asunto de la existencia, ¿qué podía decirse, según el cogito cartesiano, de todos estos seres sin conciencia e incapaces de pensar? ¿existían realmente? Para no dudar de que existan los objetos materiales, los animales y las plantas, no habría más remedio que confiar en la existencia de un Dios fiel y bondadoso. Era necesario saber que Dios existía. De ahí que Descartes intentara demostrar racionalmente la existencia de Dios y afirmara que “la idea de Dios, que está en nosotros, tiene por fuerza que ser efecto de Dios mismo”. La sola presencia en el hombre de la idea de Dios demostraría, según el filósofo, la existencia de la divinidad creadora. Se basaba en el famoso argumento de que la existencia pertenece a la esencia de Dios. De la misma manera en que un triángulo no se podía concebir sin la existencia de sus tres ángulos, tampoco sería posible entender a un Dios perfecto si éste careciera de existencia. No obstante, estos razonamientos pronto dejaron de convencer ya que, como demostraron numerosos pensadores a partir de Kant, de la idea de Dios no se extrae necesariamente su realidad sino, a lo sumo, su posibilidad. Lo mismo que de la idea de un millón de dólares no se sigue que éstos existan realmente en la caja fuerte. Cabría la posibilidad de que existieran, eso sí, pero el hecho de que tal idea se pueda pensar no demuestra que el dinero exista de verdad.
La teoría cartesiana de las dos plantas, una baja a ras de suelo en la que los hombres trabajaban guiados por su razón y otra alta en la que moraba lo divino y era necesaria la fe para acceder a ella, degeneró en el pensamiento de sus sucesores, quienes paulatinamente fueron quitándole relevancia a la planta alta porque se fueron convenciendo de que en la baja se podía también vivir muy bien.
El ser humano que había depositado todas sus esperanzas en el poder de la razón, empezaba a contemplar la planta alta con desdén e indiferencia ya que aparentemente no necesitaba nada de allí.
Descartes respetó la tradición cristiana acerca de la realidad de estas dos plantas pero los filósofos posteriores arremetieron con fuerza contra ella. Si la razón era capaz de permitirle al hombre crear una base sólida sobre la que edificar toda la ciencia universal ¿para qué era necesario algo más? ¿qué necesidad había de la creencia en una planta superior?
Como indica el teólogo católico, Hans Küng: “¿Por qué no se sacude decidida y consecuentemente todos los prejuicios de la fe y se desliga de toda autoridad, para vivir únicamente de la razón pura, que tiene soluciones para todo? ¿Por qué un hombre así, razonable, ha de querer aún en absoluto ser cristiano? ¿No es ser cristiano, en el fondo, un postizo superfluo, un accidente exterior, una superestructura irracional del ser hombre?” (KÜNG, H.,
¿Existe Dios? Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid, 1980: 71).
A tales cuestiones condujo el pensamiento de Descartes porque, en el fondo, su Dios no era el de Abraham, Isaac y Jacob, no era el Padre de Jesucristo, ni el Abba Padre personal del Nuevo Testamento, sino el Dios de los filósofos, el de la más pura especulación racional humana.
El mito cartesiano consistió precisamente en afirmar que la fuente de toda verdad no era Dios sino la mente del hombre. La experiencia humana se entendió así como el centro del universo sobre el que debía orbitar todo lo demás. Tales creencias conducirían a los intelectuales, años después, a olvidarse de la complejidad del ser humano. Se centraron sólo en la dimensión intelectual, permitiendo que la razón sustituyera a la fe y se apropiara de los atributos divinos.
Al ser considerada como la esencia misma del hombre que le permitía ser autónomo, la razón se convertía en la nueva divinidad. Llegaron incluso a adorarla bajo las bóvedas de las catedrales como ocurrió, de hecho, en Francia durante la Ilustración. Es posible que Descartes fuera un católico sincero pero las consecuencias de su filosofía serían radicalmente opuestas a la fe cristiana.
A partir de su pensamiento se llegaría pronto a la convicción de la irrelevancia divina. Si Dios no era necesario, entonces la moralidad y el orden social inspirados en el Dios bíblico no tenían tampoco por qué conservarse. El filósofo alemán del siglo XIX, Friedrich Nietzsche, fue quien mejor se dio cuenta de tales consecuencias. Al matar a Dios, el hombre moderno destruía también inevitablemente el fundamento último de la moralidad y el sentido de la vida.
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