Cerrábamos las persianas y apagábamos las luces para que los “sociales”, infiltrados de la policía franquista, no identificasen a los que tomaban la palabra. Allí unos “progres” me ofrecieron unas
leches por empezar mi intervención en una asamblea diciendo “Yo, como cristiano, opino que…”; pero
allí me eligieron delegado de curso.
Allí me escucharon en perplejo silencio cuando, a la mañana siguiente de la matanza de los laboralistas de CCOO, protesté contra los que usaban el nombre de Cristo Rey para matar;
en aquellas paredes de piedra nuestro GBU pegó una pancarta de papel de estraza reclamando que Cristo nada tenía que ver con aquella masacre.
Desde el aula 8 salimos tantas veces en manifestación hasta la Plaza Roja, corriendo delante de
los grises (la policía franquista). En aquella aula hablamos de lo divino y lo humano y nos peleamos por utopías. En ella nos reunimos aquel noviembre del 75 para cantar “¡Abaixo a ditadura!” y reclamar autogobierno para Galicia mientras la lluvia caía suave sobre las piedras de Santiago y a Franco no le dejaban morir.
Aquel día decidimos encerrarnos dentro del aula (encerrarse en 1975 suponía un serio riesgo: la policía rodeaba la facultad y al terminar el encierro, en el mejor de los casos nos aporreaban, pero algunos compañeros míos acabaron en los calabozos, a uno lo torturaron y a dos no les dejaron seguir la carrera y los mandaron a hacer la mili al Sahara).
Me cogí la Biblia, un saco de dormir y un cepillo de dientes y me encerré con los demás en el aula 8.
En mi iglesia no lo supieron; me habrían condenado. Me habrían reconvenido: “no es el foro para estar un cristiano; ya se sabe quién está detrás detodo esto: la extrema izquierda que nos hace callar a los cristianos; encerrándote allí mezclas ideología política con Evangelio; vincular ese encierro con la Iglesia no es bueno; no pretendas utilizar a Dios para justificar aquello que te atrae; nunca en la Biblia se nos dice que Jesús se uniese a la oposición a los romanos…” me habrían citado 1Ti 2 reclamando que orase por los que están en eminencia, sin reparar en que el objetivo que persigue esta rogativa es ”que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad”, y para ese objetivo la mejor oración entonces era pedirle al Señor que nos quitase de encima a Franco.
Los argumentos de mis hermanos sonarían piadosos, pero ellos no movieron un dedo para liberarnos del dictador. Encontraron su sitio entre las cuatro paredes de mi iglesia, ajenos a la gente afuera sufriendo y luchando por la libertad. Eso sí, cuando ésta llegó dieron gracias a Dios porque ya podían repartir folletos.
Los argumentos de mis hermanos sonarían muy piadosos y, sin embargo, yo estaba seguro delante del Señor de que mi sitio estaba allí, en aquel encierro, entre mis compañeros izquierdosos e incrédulos. Sin duda, percibía en ellos cosas que no tenían que ver con mi identidad y mis compañeros también lo percibían, pero mi sitio estaba allí. No hace mucho, uno de ellos, recordando aquel tiempo, me dijo: “Manolo, siempre apreciamos tu coherencia”. Décadas después, con toda reverencia ante el Señor, sigo estando seguro de que mi sitio estaba allí.
Murió Franco y se fue Arias Navarro y vino la transición, pero mis hermanos siguieron piadosamente ajenos a lo que pasaba a su alrededor, con las persianas bajadas, como las del aula 8, sin descubrir que la paloma traía ya una rama de olivo sobre las aguas; ignoraron y escaparon pertinazmente a la realidad social que se liberaba y buscaba nuevos caminos. Su reverente escapismo sigue languideciendo hoy en las voces de quienes reconvienen a nuestros hijos para que no salgan a las plazas del 15-M.
Por favor, chavales creyentes, “¡sin miedo!”, la plaza es vuestra y no hay nadie que pueda ocupar el sitio que a vosotros os corresponde entre vuestros compañeros. Vosotros sois los que con más legitimidad podéis mostraros indignados, porque vuestra indignación no alberga odio, vuestro inconformismo no está encerrado en sí mismo, se abre a la esperanza de “cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia”.
En la plaza tenéis la palabra, las palabras especiales que nadie sabrá proclamar si vosotros calláis.
No os paréis, no os calléis. Que Dios os guíe a reconocer vuestro sitio y os dé palabras para levantar vuestra voz.
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