Cuenta la Biblia que cuando Caín hubo cometido el terrible crimen que hizo de él el primer homicida de la historia, Dios puso en él –se cree que en su frente- “una señal”. No se sabe en qué consistió esta señal. El texto bíblico deja entrever que se trataba de una señal protectora, para evitar una posible venganza. San Jerónimo decía que la señal no era física, sino psíquica, un temblor continuo que afectaba a su cuerpo y a su mente.
En CIEN AÑOS DE SOLEDAD, los diecisiete Aurelianos son estigmatizados por el sacerdote Antonio Isabel con una cruz de ceniza en la frente:
“De regreso a casa, cuando el menor quiso limpiarse la frente, descubrió que la mancha era indeleble, y que lo eran también las de sus hermanos. Probaron con agua y jabón, con tierra y estropajo, y por último con piedra pómez y lejía, y no consiguieron borrarse la cruz” (página 190).
De estas enigmáticas cruces se ha escrito mucho y se ha especulado abundantemente sobre su significado. Para Ricardo Gullón, destacado maestro en la crítica literaria, las cruces de ceniza son premoniciones de la muerte:
“Esas cruces de ceniza grabadas de modo indeleble en los hijos del coronel son marcas de muerte y símbolo de su destino”.
Aunque no llevemos cruces de ceniza en nuestras frentes, todos estamos marcados por el dedo de la muerte. La simple idea de morir provoca rechazo y temor, pero nadie escapa a esta realidad. La muerte llama uno a uno a hombres, mujeres y niños de todos los pueblos y de todas las condiciones sociales.
Podemos negar la existencia de Dios, pero no podemos negar la existencia de la muerte, porque la vemos y la palpamos a diario.
No hay ateos frente al sepulcro.
Ha quedado escrito que el catolicismo de CIEN AÑOS DE SOLEDAD carece de consistencia teológica.
La religiosidad de los habitantes de Macondo participa de todas las creencias populares, las supersticiones, magia, supercherías, producto todo ello de una formación religiosa más pagana que cristiana.
La relación que vivos y muertos mantienen en la novela no resiste el mínimo examen bíblico. Un muerto no puede mantener prolongadas conversaciones con un vivo, como ocurre entre Prudencio Aguilar y José Arcadio Buendía.
Un muerto al que han velado nueve noches no puede circular por el mundo de los vivos con “deambular sigiloso”, como hace el gitano Melquíades (página 72).
Cuando el coronel Gerineldo Márquez es llevado muerto camino del cementerio, la anciana Ursula le grita:
“Adiós, Gerineldo, hijo mío. Salúdame a mi gente y dile que nos vemos cuando escampe” (página 273).
El mundo de CIEN AÑOS DE SOLEDAD está poblado de fantasmas, de muertos que aparecen, de vivos que mandan mensajes a los muertos. ¿Pueden comunicarse los muertos con los vivos? Según la enseñanza general del Nuevo Testamento, rotundamente no.
Teólogos de la Iglesia católica mantienen también esta imposibilidad. El jesuita Juan de Maldonado, uno de los grandes expositores del dogma católico en el siglo XVI, dice en el comentario que hace al capítulo 16 de Lucas:
“A propósito de este lugar suelen preguntar algunos si se aparecen alguna vez las almas de los difuntos a los que viven. Lo niegan rotundamente San Crisóstomo, Tertuliano, San Atanasio, San Isidoro y Teofilacto; y aducen muchas razones para mostrar su inconveniencia. Lo primero, por no ser de provecho a los vivos; pues si no creen a los que viven, tampoco creerán a los ya muertos, como respondió Abraham. Además porque aunque viesen con sus ojos los tormentos de los condenados, no por eso se abstendrían mejor de sus pecados, como los ladrones y demás criminales, que ven cada día ajusticiar a otros semejantes, y no por eso dejan de andar por sus mismos caminos. Por otra parte, si esto se hiciera, vendrían a menospreciarse con el tiempo, y nos moverían más los muertos que los vivos, como observa el mismo San Crisóstomo. Finalmente porque podría ser esto ocasión de muchos errores, engañando el demonio a los hombres, como si fuese el alma de algún difunto, y persuadiéndoles lo que quisiera, como arguyen San Atanasio, San Crisóstomo y Tertuliano. Porque si, aun sabiendo (dice San Crisóstomo) que no vuelven las almas de los difuntos, vemos que muchas veces el demonio, durante el sueño (del único modo que puede), toma la persona de algún difunto, ¿qué no haría si supiese que pueden volver las almas?”.
Otro jesuita de mucho prestigio en el siglo XIX, Vicente de Manterola, refutando las doctrinas del espiritismo, dice:
“Santo Tomás, en su Suma Teológica, parte primera, cuestión novena, artículo tercero, planteando la cuestión pregunta si las almas de los difuntos pueden comunicar con el mundo corpóreo, y responde resueltamente que no: y la razón es, dice, porque las almas de los difuntos, separadas ya como están de todo comercio con los cuerpos, han sido asociadas a la congregación de los espíritus y nada pueden saber de este mundo”.
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