Sr. Dn. José Cardona,
Calle Casa del Padre nº 7,
Ciudad Moradas Eternas,
Código postal 140.000-Tercer cielo
Querido Pepe:
Inicio esta carta el miércoles 21 de febrero del año -¿de gracia o de desgracia?- 2007. Acabo de llegar del Tanatorio instalado en Tres Cantos, a un tiro de piedra de Madrid capital. El espíritu se te fue esta misma mañana, a las nueve, en la cama de un hospital. Si, claro, tu mujer y tu hija estaban a tu lado. ¿Cuándo no? Lo que quedó de tu carne lo llevaron a ese lugar de muertos. Para velarte, decían. O sea, estar junto a tu cuerpo en señal de duelo o respeto. Dejémoslo. Somos formas y hay que cumplir las formas.
Permanecí una hora larga mirándote fijamente a través del cristal iluminado que me separaba de ti. La caja donde estabas recostado, muy bonita. Te habían colocado un traje negro. ¿Sabes cuál? El mismo que estrenaste cuando en 1992 tú, yo y otros firmamos los Acuerdos de cooperación con el Estado. Desde entonces lo tenías guardado en el armario. ¿Para esta ocasión? ¡Qué sabias tú! La camisa, blanca, como exigen las circunstancias. Una corbata gris. Tenías los ojos cerrados -¡claro!; los labios excesivamente apretados, las orejas pegadas a la almohada, las manos cruzadas sobre el pecho, los dedos entrelazados. Un sudario blanco cubría la parte baja de tu cuerpo. No desentonaba el ornamento, porque dejaba al descubierto tus manos, esas manos que tantas otras manos caídas levantaron.
Rodeando tu cuerpo sin alma, muchas coronas de flores. Las flores tienen comercio con la vida y por tanto con la muerte. Tú lo sabes, flores y coronas son un indicio de paganismo mejor que un deber cristiano. Pero ¡qué se le va hacer! Ir contracorriente lo marca a uno. La corona que más logró mi atención fue una pequeña, en forma de cruz, compuesta de claveles blancos. Pinchadas a los claveles conté siete rosas rojas. ¿Un número casual o calculado? Te la envió la Unión de Mujeres Evangélicas de España. Las felicito en nombre de la sensibilidad y la estética.
Pepe: He visto muchos muertos en cajas construidas por vivos. Algunos de ellos muy feos. Tú estabas guapo con la muerte dentro o dentro de la muerte.
A mis espaldas había amigos tuyos y míos. Uno de ellos no paraba de hablar con éste y con aquél. Estorbaba mi meditación. ¿Sabes quien era? Pues si, has acertado desde la lejanía, el mismo de siempre, al que todos temíamos cada vez que se nos acercaba. Demasiado ruido en un lugar que reclamaba silencio, concentración ante la muerte. Y en aquellos momentos la muerte eras tú.
Llega una señora y me saluda, se identifica como perteneciente a la Iglesia en General Lacy, te mira, dice: “bueno, ya está con el Señor”, da la vuelta y se marcha.
¿Con el Señor? ¿No es el Dios de la paciencia? ¿Por qué no esperó diez, veinte o cincuenta años más para llamarte? ¿Estás con el Señor? Sin duda, pero yo te quisiera conmigo. El cielo siempre puede esperar.
¿Recuerdas el día que nos vimos por primera vez? Fue en Algeciras, en mayo de 1957. Yo era entonces Director de la Misión Cristiana Española. Tu y Pedro Bonet me citasteis allí para concretar el pase de la Iglesia en la Línea, entonces pastoreada por Benjamín Fernández, a la Unión Evangélica Bautista Española, de la que tu eras secretario por entonces, o presidente, o asesor jurídico, no tengo el dato en la memoria.
La última vez no nos vimos, te vi. Fue en enero de este año 2007, en vísperas de un viaje mío a Cuba. Tú estabas medio echado en un amplio sillón de la casa. A tu lado, Amparo. No veías, no hablabas, pero tus gestos indicaban que entendías mis palabras.
Desde 1957 a 2007, cincuenta años justos. ¡Cuántas experiencias, cuántos sucesos en medio siglo de andar juntos por la vida! Podría dedicar todas las páginas de esta revista a desenterrarlos. Más aún: Podría componer un libro gordo. Tal vez no sea una idea peregrina. “Mi vida con José Cardona”. O “José Cardona y yo”. O “Las andanzas de dos Sanchos deshaciendo entuertos”. (Porque ni tu ni yo hemos tenido jamás cuerpos de Don Quijote).
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Recuerdas cuando viajé a Madrid en 1958 para ofrecerte el primer ejemplar de mi libro “Defensa de los protestantes españoles”? Dijiste: “En la portada debería figurar también mi nombre, porque medio libro es mío”. Lo era. Casi toda la información que manejé la recibí de ti.
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Recuerdas aquél ultimátum que me mandaste a Tánger en 1963? Decías: “Vente para Madrid. En Marruecos ya no tienes nada que hacer. Yo te necesito aquí”.
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Recuerdas a los que se oponían a mi ingreso en la Comisión de Defensa? Unos porque discutían mi doctrina. Otros porque me consideraban un alborotador. Tus argumentos derrumbaron a los ajenos y allí estuve, a tu lado, años.
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Recuerdas el viaje con Zacarías Carles en mi Renault Douphine a Alicante para visitar a una viuda que había sido novia de él muchos años atrás? Pinchamos una rueda antes de llegar a Tarancón y otra, la de repuesto, kilómetros más allá. Yo quedé en el coche, Carles permaneció conmigo, tú hiciste auto-stop, cargando con una rueda hasta la estación más próxima, y otro auto-stop de regreso. ¿Recuerdas el rostro encendido de Carles y sus ojillos de diablo cuando la señora abrió la puerta y se encontraron cara a cara? ¡Cómo reíamos los tres horas más tarde en torno a una paella!
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Recuerdas las andaduras y entrevistas por las calles de Taragoña para verificar si era cierto que todos los habitantes de aquel pueblo gallego se habían convertido al protestantismo? Y el enfado tuyo, casi impertinente, porque en el pueblo no encontramos un restaurante a tu gusto. A ti, quitarte la comida, cuanto más selecta mejor, era matarte. Siempre fuiste sibarita de la gastronomía. ¿Qué comes ahora? ¿Hay buena lubina, que tanto te gustaba cocinada al vapor, donde reside San Pedro?
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Recuerdas el gran disgusto que golpeó tu corazón cuando en septiembre de 1967 la Convención de la Unión Evangélica Bautista reunida en Albacete optó por rechazar la primera Ley de Libertad Religiosa? Alfredo López, por entonces Subsecretario de Justicia, que esperaba con impaciencia la aprobación de una Ley por la que tanto había luchado, te echó a ti una bronca fenomenal.
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Recuerdas las piedras que cayeron sobre nosotros, partidarios y defensores de la Ley, lanzadas por supuestos hermanos nuestros que se oponían a la misma? Un chalao perteneciente a tu denominación escribió que nos habíamos vendido por un plato de lentejas. Los que entonces dijeron no a la Ley, pobrecitos, poco tiempo después dijeron si y comieron las lentejas que nosotros habíamos dejado.
¿Recuerdas que fue aquel episodio lo que te hizo solicitar el reingreso a la carrera judicial e ingresaste como oficial en el juzgado de la calle Pradillo? Me confesaste: “Estos líderes de nuestro pueblo no sirven, Monroy, carecen de visión, no puede uno fiarse de ellos”.
¿Recuerdas las batallas contra tiros y troyanos, contra los nuestros de dentro y los otros de fuera, que en ocasiones tanto nos deprimían?
¿Recuerdas lo que en ocasiones teníamos que soportar en la Permanente de la Comisión de Defensa primero y de la FEREDE después, cuando algunos presidentes de turno, maleducados ellos, que no toleraban la mínima objeción a sus argumentos, se enfurecían y golpeaban a la inocente mesa ante la que estábamos sentados?
¿
Recuerdas aquella alegría que traías en el alma al regresar del Congreso Mundial de líderes religiosos celebrado en Upsala, Suecia, cuando aplaudieron largamente tu intervención sobre la situación de los protestantes en España? Días después celebramos tu éxito con una cena de pescado en el restaurante Criado.
¿Recuerdas cuando yo estaba comprometido a pronunciar dos conferencias sobre depresión y angustia en el centro de Bellas Artes, en Sevilla, y un día antes te pedí que fueras en mi lugar, porque yo estaba afónico? Sin preparación previa quedaste como los ángeles. Enseguida me llamaron para decirme que quienes abarrotaban el centro te aplaudieron con fuerza.
¿Recuerdas aquellos otros días que yo me encontraba en Las Palmas de Gran Canaria para tres conferencias sobre poetas españoles en el círculo Benito Pérez Galdós? Me sentía muy mal sólo, tenía nostalgia de ti, te envié un billete de avión a través de Iberia y volaste a mi lado.
¿Recuerdas nuestro gusto por el teatro? ¿Recuerdas que asistíamos a todas las obras serias, las que merecían la pena, que se estrenaban en Madrid? ¿Recuerdas las cenas antes o después del teatro? Todo aquello nos relajaba y nos proporcionaba regocijo.
Escribiendo de cenas. ¿Recuerdas cuando me pediste que te llevara a Tárrega, en la provincia de Lérida, porque tenías que firmar la toma de posesión en un juzgado donde pretendían arrinconarte, y no estuviste trabajando allí ni un solo día? ¿Recuerdas la cena en un restaurante de carretera? ¡Cuántas veces la hemos evocado! La caracolada, la carne de buey, aquella botella de vino tinto francés, vieja de no recuerdo cuántos años, que el dueño del restaurante dijo que la conservaba para él y nos la ofreció. Al evaporarse el vino, como tu decías, nos faltó poco para inclinarnos ante el tabernero como se inclinan los musulmanes cuando oran con el rostro de cara a la Meca.
Recuerdo tu entereza espiritual, tu inquebrantable fe en Dios, tu aceptación de Su voluntad, cuando quedaste ciego. Recuerdo cuando te visitaba en tu casa de la calle Trafalgar y me decías: “Monroy, esta semana he leído tres libros buenísimos. Y tengo otros.” Te referías a las obras grabadas por la ONCE que llevaban a tu domicilio. Los primeros años de tu ceguera fueron enriquecedores para ti. Descansabas, escuchabas buena música, “leías” libros que te ilustraban y recreaban.
Y ahora te has muerto. No hay derecho. ¿Qué haces allí? Es aquí donde todos te necesitamos. Con tu muerte ha muerto una parte de mí mismo.
No soy de los que entienden que la muerte de un creyente debe alegrarnos ante la perspectiva de que va al encuentro de Dios. No. Rotundamente no. La muerte es cruel. No figuraba en el plan primitivo de Dios. Fue el diablo quien la introdujo en el mundo. Y ninguna acción del diablo debe alegrarnos. Aunque en el cielo se esté mejor, a las personas que quiero las quiero aquí, conmigo, al menos hasta que ya no pueda tener conciencia de que han muerto.
Pero no valen armas en esta guerra, dice la Palabra divina. Tenemos la batalla perdida desde el mismo instante en que nacemos.
“¡Viva la muerte!”, gritaban los legionarios de antes con antífrasis casi mística. No. Viva la muerte no, ¡muera la muerte! La muerte es muy grande, pero a la vez muy pequeña, Pepe. Tan pequeña como el ataúd donde en Denia enterraron tu cuerpo. Ya se, ya se que uno muere porque Dios lo decide, que la muerte es victoria, que al cristiano muerto lo esperan las moradas eternas, etc. Todo esto y más lo se, lo tengo asumido, llevo 50 años leyendo la Biblia.
Aún así, ¿es posible, Cardona, que te hayas ido para no volver? ¿Cómo podemos vivir sin ti los evangélicos españoles que tanto te debemos y que tanto te necesitamos, ahora más que antes? ¿Y Amparo? ¿Y Elisabet? Las has dejado solas, solas con su dolor. Una vez más: la muerte es cruel.
Hasta pronto, Cardona. Espérame en la entrada principal.
Otro abrazo desde la tierra.
Juan Antonio Monroy
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