Recuerdo todo aquello con mucha tristeza, y recuerdo como todos aquellos que habían -literalmente- idolatrado a aquel hombre, ahora se ensañaban con él como auténticas pirañas...
En una reunión de líderes en donde se enfrentaba a aquel siervo con su pecado, él citó con dolor unas palabras del Génesis dichas por José el hijo de Jacob: “Busco a mis hermanos”. No voy a profundizar más en toda aquella triste y oscura historia, pero si en las palabras que aquel hombre dijo, palabras que, aun hoy, siguen resonando en mi mente:” Busco a mis hermanos”.
Cuando vamos a la historia de José, vemos a un joven muy especial, un hijo amado por su padre, un hombre elegido por Dios y a un adolescente envidiado por sus hermanos. Esta historia siempre enternece mi corazón, no en vano José era el fruto de un amor probado por muchos años de espera, el amor de Jacob y Raquel.
Cuando vamos a la Biblia y leemos esta historia un poco desde afuera, vemos a un joven un tanto mimado, un tanto ingenuo y un tanto crédulo con respecto a sus propios hermanos; pero cuando profundizamos en ello, vemos a alguien a quien Dios había elegido para una vida y una tarea muy especial. La idílica vida sin problemas de aquel adolescente iría desde el fondo de una profunda, oscura y húmeda cisterna, pasaría por la esclavitud de unos mercaderes y sería probada por la inhumanidad de una injusta cárcel antes de que Dios levantase y restaurase su vida.
Después de tantos años todavía resuenan en mi corazón aquellas viejas palabras: “Busco a mis hermanos”...
No sé si es que el paso de los años me ha hecho más humilde o más necesitada de mis propios hermanos en Cristo, pero lo cierto es que cada vez más, siento una profunda necesidad de acercarme a todos y cada uno de mis hermanos.
A veces pienso que, por demasiado tiempo, he vivido un liderazgo quizás algo elitista y exclusivo y, hoy más que nunca, ansío el poder servir, el poder “lavar los pies”, el poder abrazar y el poder ministrar a cada uno de mis hermanos, al rico y al pobre, al feo y al guapo, al alto y al bajo, al espiritual y al que no lo es tanto, al que me quiere más y al que me quiere menos, al que está en mi misma sintonía y al que está en otra diferente, al que está de acuerdo conmigo y al que no lo está tanto... Sí, estoy cansada de luchar y pelear por causas absurdas, estoy cansada de levantar la lanza en alto en favor de lo que yo creo correcto y -a estas alturas de mi vida- todo lo que ansío es servir a Dios sirviendo a mis hermanos, buscando a la oveja perdida, a la que cojea y a la perniquebrada, a la que es blanca como la nieve y a la que tiene manchas oscuras. Hoy siguen vigentes en mi corazón las preciosas palabras: “A todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a alguno”.
Aquel siervo de Dios del que hablábamos al principio ya está en la presencia del Señor, nunca sabré como terminó realmente su relación con Dios; pero aquellas palabras siguen presentes en mi corazón, siempre será un misterio para mí cómo un hombre que primero subió tan alto, un hombre que llevó cientos de almas a Cristo y un hombre que cayó tan profundamente, nunca perdió el gran don de la Palabra y lo cierto es que, aún hoy, aquel pensamiento y aquellas palabras tocan profundamente mi corazón.
Sí, yo también busco a mis hermanos, sobre todo a aquellos con los que convivo y que están cerca de mí, aquellos de los que conozco sus fallos y ellos conocen los míos, porque los necesito, porque los quiero, porque mi vida es servir a Dios a través de los que me rodean...
Hoy, aquí y ahora me nace del alma exclamar: “Busco a mis hermanos”.
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