El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
El Dios al que adorábamos en la bonanza es exactamente el mismo que controla en la tormenta, aunque ésta no nos deje verle con claridad.
Tímidamente empiezan a verse determinados gestos prosociales hacia los afectados por la situación, pero lo que se sigue palpando en el ambiente es un terrible egoísmo.
Constantemente estamos bajo el influjo de las circunstancias, expuestos al dolor y a que un cambio de ritmo nos tire al suelo de forma irreversible.
El coronavirus nos obliga a detenernos, tiempo en el que podemos reflexionar sobre qué papel juega Dios en nuestra vida.
Si van a tratar un tema sensible y van a mencionarnos, al menos háganlo bien.
Incluso cuando acertamos acercándonos a la fuente correcta y procurando imitarle, desacertamos en la manera de hacerlo y reproducirlo.
Convivimos con malos hábitos, y muy antiguos, que quedaban ya recogidos en los escritos de Pablo y el resto de apóstoles y que no hemos terminado de ser capaces de solventar.
Bajo la queja de no tener propósito en nuestra vida, se esconde demasiadas veces un enfoque mucho más egoísta de lo que nos gusta reconocer.
Estamos todos dentro de esta locura que se ha impuesto en el último tiempo y no parece que tengamos muy claro cómo vamos a salir.
La injusticia y los excesos se pueden producir tanto de unos lados como de otros.
No me quiten una religión para sustituirla por otra, porque igual de mal me parecería que se impusiera un credo como el otro a quienes no comulgan con él.
Muchos de los problemas en los que nos metemos, muchos de los hábitos viciados en los que estamos instalados, no importa en qué ámbito concreto de nuestra vida, tienen que ver con esta cuestión.
Eso que buscamos y no tenemos, en definitiva, son diferentes facciones del anhelo de salvación que toda persona tiene dentro.
Queremos algo distinto, pero cualquier cosa menos esa Navidad que nos molesta porque exige de nosotros una respuesta que nos cambiaría la vida.
Nos ofendemos con lo que ofende a Dios en esta era “tolerante” nuestra. Pero creo honestamente que no estamos acertando con las formas.
Las relaciones hoy en día se miden de forma mercantilista: me suma o me resta. En el centro, uno mismo, y de ahí el “me” repetido, como mínimo, dos veces.
Al valorar el aporte que aquel sufrimiento trajo, lo hacemos “a toro pasado”, una vez transitado el camino porque, mientras estábamos en él, todo parecía un absoluto sinsentido.
En este tiempo nuestro lo que sí sucede es que los cambios se producen más rápido, de forma más brusca, más violenta, más sangrante.
Me irrita profundamente cuando en una supuesta lucha por la igualdad, hablar de maternidad resulta ofensivo para ciertos sectores del feminismo.
Cada vez resulta más evidente que no nos fiamos de nadie, que acumulamos a las espaldas más y más decepciones que nos dejan en una especie de desazón continua, a la espera de cuándo llegará el siguiente golpe.
No es la maternidad el foco de la opresión, sino el hecho de que se usara como elemento de coacción y presión.
No todo aquello que nos hace sonreír o incluso tener cierta sensación de disfrute y felicidad es bueno sin más.
La persona como tal, la de verdad, solo la conoce realmente uno mismo en el mejor de los casos, y Dios, al que no se le escapa nada.
En nuestra obsesión por el tiempo, estamos más solos que nunca, paradójicamente.
Lo que a muchos nos cautiva del Jesús de la Biblia fue precisamente eso: renunciar a su comodidad como Dios para caminar entre aquellos que, como bien sabía, un día le traicionarían y asesinarían en una cruz.
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