En nuestra obsesión por el tiempo, estamos más solos que nunca, paradójicamente.
Nuestra relación con el tiempo es siempre un tema controversial. El inapelable hecho de ser finitos ya nos crea un malestar prácticamente inasumible, y por eso solemos evadir la cuestión y no dedicarle ni un minuto de ese preciado valor, a no ser que sea pura y estrictamente necesario, lo cual esperamos que suceda siempre más tarde que pronto. Buena parte de nuestra vida consiste en esperas de aquello que, confiamos, con el paso de los días hará presencia. Y es, en una medida generosa, la fuente de muchos de nuestros desvelos y frustraciones, porque algunas cosas nunca llegan, o se van demasiado pronto. Todo, como puede verse, cuestión de tiempos.
Este asunto se ha convertido en nuestros días en una moneda de cambio absolutamente preciada y codiciada, por otra parte. A casi nadie le importaría alargar su existencia unos cuantos años más. Y no siempre porque se tenga en mente en qué se emplearía ese tiempo, sino porque, en sí mismo, nos resulta de un valor incalculable y una fuente inabarcable de posibilidades, que es lo que nos encanta tener. “Ya veremos después qué hacemos con él” pero, de momento, estaríamos dispuestos a dar un SÍ por respuesta y firmar donde hiciera falta.
Por esa misma razón, por el valor atribuido a este parámetro aparentemente frío y aséptico, este es un asunto omnipresente que condiciona todos los demás aspectos de nuestra vida, querámoslo o no. Marca la profundidad de nuestras relaciones, nuestro estado físico, nuestro equilibrio mental, nuestro crecimiento y madurez, condiciona nuestros aprendizajes y orienta nuestras decisiones. Algo es factible o no, en función del tiempo. Aceptamos una propuesta o no, en función del mismo. Y conforme han pasado los siglos no hemos conseguido manejarnos mejor con él. Más bien al contrario, podría decirse que somos más esclavos que nunca, porque a pesar de contar con las más potentes herramientas que nos permiten máximo rendimiento en mínimo tiempo, los días de 24 horas siguen sin ser suficientes para nosotros. Einstein y Marie Curie, el apóstol Pablo o el mismo Jesús, también disponían de jornadas de 24 horas, como nosotros, pero evidentemente a ellos no les cundía igual.
Llenamos nuestras jornadas, semanas y meses de complejas estructuras horarias que no hacen sino aumentar nuestro estrés, sin verdaderamente ayudarnos a vivir mejor. El tiempo nos gobierna a poco que le dejemos. O la falta de él, según se mire. Por otro lado, nuestros segundos, minutos y horas se nos hacen a veces interminables porque nuestra mirada está centrada en lo porvenir o lo ya pasado, y no en el momento presente, que es el que tenemos. ¡Difícil equilibrio el de nuestra vida con el tiempo! Pero va pasando cada vez, inexorable, y siendo que no hemos podido domesticarlo, a la vista está, hemos decidido, queriendo o sin querer, convertirlo en arma y elemento de control sobre otros. Y ahí tocamos hueso, como siempre, cuando “el otro” entra en escena.
El tiempo es para las personas bálsamo o arma, según se use. No es una cuestión de “según se mire”, sino del efecto que produce en aquel sobre el que recaen los gestos generosos o, por el contrario, los recortes. Porque en el momento en el que el tiempo se convirtió en la moneda de cambio más importante de nuestros días, empezamos a darnos cuenta de que era también un arma increíble para hacer el bien en el mejor de los casos, pero también para hacer el mal. De ahí las restricciones de tiempo, la indiferencia en la asignación de tiempos, las relaciones pobres de tiempo de calidad... que tanto daño nos hacen y con las que tanto daño hacemos. Porque como estamos conscientes en alguna medida de que los días van pasando, y la estimulación a la que estamos sometidos parece decirnos que necesitamos tres vidas, y no solo una, que es la que se nos ha dado, hacemos un “dos por uno” (o “tres por uno”, incluso) en cada uno de nuestros gestos: en cada minuto hacemos dos o tres cosas a la vez, con lo que no prestamos una atención de calidad a ninguna de ellas. Los cadáveres que esto deja en las carreteras son los de las personas con las que nos cruzamos por el camino.
Esto quizá en el contexto de las cosas puede tener más o menos importancia, dependiendo de nuestra tolerancia al estrés o nuestra capacidad de hacer malabarismos con muchas pelotas a la vez. Pero en el plano de las personas, esta cuestión está acabando con nosotros, como individuos y también como comunidades. Porque en nuestra obsesión por el tiempo, estamos más solos que nunca, paradójicamente. Ningún plano como el interpersonal o el de las relaciones, se ve tan afectado como este por una mala gestión del tiempo. Y es que en un mundo materialista, si hay que convertir a algo en opcional para que el resto encaje en el horario, estamos más inclinados a prescindir de las personas que de las cosas.
Alguna vez he escuchado a personas, incluso muy jóvenes, decir con la boca llena y sin ninguna clase de remordimiento, que las personas “son opcionales” en un determinado contexto. Y esa frase tiene escondido tras de sí una gran dosis de egoísmo: porque a lo que no renunciamos es a nosotros cuando llegamos a ese punto. Pero son muchos, y me atrevería a decir que cada vez más, los que piensan así, aunque por supuesto la frase todavía es demasiado incorrecta políticamente como para decirla tal cual. Solo desde el pleno egoísmo, el pleno convencimiento que causa ceguera y la total falta de empatía puede decirse algo así.
No para todos es igual, claro: en el otro extremo siempre habrá personas que, desde una muy mala gestión también, no tendrán ni el tiempo mínimo para dedicarse porque todo el que está alrededor ha absorbido el que había disponible y eso se constituye en una forma de abuso más o menos palpable. Eso sí, prefiero la segunda mala gestión -la desprendida y generosa- que la que tiene que ver con intentar atesorar algo que, al fin y al cabo, siempre se nos escapa de las manos por mucho que nos empeñemos, pero que no es inocua para los que están cerca nuestro. Quítale el tiempo a las relaciones que tienes, y te quedarás sin ellas, simple y crudamente.
Desde ese egoísmo de no dar tiempo a nadie, de manejar los minutos como el arma con el que tener a raya al resto, la solución viene implícita en el propio problema: construimos algo muchísimo mejor cada vez que decidimos desprendernos de esos minutos, no que nos sobran, para dárselos a otros. Y no es porque los despreciemos, sino porque los valoramos en su uso, siendo que el receptor de ese tiempo tiene un valor aún superior para nosotros. No se trata de despreciar, entonces, el tiempo. Se trata de invertirlo sabiamente en lo que es más relevante: las personas que en ese tiempo nos es dado conocer. De forma que ni yo mismo puedo ser lo más importante, ni el tiempo en sí que permite que me dé atenciones y me centre en mí, sino la persona a la que entrego ese valor preciado que se contabiliza con tanto esmero.
Cada segundo, cada minuto entregado, marca la vida de las personas, de las que lo dan y de las que lo reciben. Y es una de las maneras en las que impactamos el mundo hoy, máxime si queremos hacerlo como cristianos. El amor puesto en acción se mide en minutos empleados a favor de otro. Porque si algo hizo el Maestro es pasar tiempo y andar con quienes estaban en su camino, en su corazón, en su destino. Vino a propósito, no pasaba por aquí. Su “obsesión” éramos nosotros, hasta el final y desde el principio. Su objetivo estaba en darnos acceso abundante y pleno a lo que siempre hubo en nosotros por creación y que tanto nos obsesiona: ETERNIDAD, pero no entendida desde nuestros relojes humanos, sino desde la pura plenitud de vida de quien entiende que nuestro tiempo está en Sus manos.
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