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Inmorales, como todo el mundo

Convivimos con malos hábitos, y muy antiguos, que quedaban ya recogidos en los escritos de Pablo y el resto de apóstoles y que no hemos terminado de ser capaces de solventar. 

EL ESPEJO AUTOR 10/Lidia_Martin 22 DE FEBRERO DE 2020 14:00 h
Foto de [link]Etienne Pauthenet [/link] en Unsplash.Unsplash.

De hace un buen tiempo aquí no han sido pocas las veces que he escuchado, de forma más o menos evidente, el sentimiento puesto en palabras de que a algunos cristianos evangélicos se les hace tentador de dejar de identificarse con tales, al menos en nombre, como rechazando ciertas prácticas con las que es muy difícil coincidir. Y no me extraña, la verdad, porque a mí misma me ha pasado por la cabeza también en alguna ocasión. Cada vez me identifico menos con determinadas formas y enfoques, sobre todo cuando veo cierta tendencia en algunos y no pocos, a hablar desde la superioridad moral, como si ciertas cosas las tuviéramos ya superadas, que es evidente que no.



No es un problema con Dios ese desencanto con “el grupo”. Yo soy cristiana evangélica. Tampoco lo es con ser llamado cristiano en honor a aquel cuyas pisadas se siguen, Cristo mismo. Ser cristiana es la mejor decisión que he tomado. No estoy molesta con la iglesia que Dios diseñó, porque de hecho es fabulosa cuando funciona como debe: todos caben, todos crecen, todos suman. La denominación “evangélico”, está claro, sigue sin ser de demasiada ayuda en este país nuestro sumido en la más absoluta ignorancia y desinterés sobre cuestiones religiosas (lo cual explica que una y otra vez nos sigan llamando “evangelistas” en vez de evangélicos, por ejemplo). Pero vamos, que no aspiro, la verdad, a resolver la cuestión lingüística, que es la que menos me preocupa, por otra parte, porque es el menor de nuestros problemas, aunque reconozco que resulta la mar de molesto, más cuantos más años de retraso se acumulan para corregirlo. 



[destacate]Hablar de 'vosotros y nosotros' es una forma de ver el mundo, pero no la correcta.[/destacate] La problemática que verdaderamente siempre me deja más escamada y está en el corazón de ese sentir que percibo y describo, por el cual desde fuera se nos rechaza, claro, pero desde dentro nos produce a tantos “de la casa” ese bochorno ajeno del que no podemos desentendernos mirando hacia otro lado, es la relacionada con mucho fondo y no tanto solo con la forma. Cuando uno “sondea” cuál es la visión que se tiene de los cristianos desde fuera del propio cristianismo, la reacción suele ser bastante unánime en general y la principal crítica que se nos hace es la de la hipocresía y la doble moral. Sería quizá cuestión de preguntarnos cuánto de razón hay en eso. Me temo que mucha, tristemente, así que toca que nos hagamos revisión y que actuemos en consecuencia, como he querido hoy proponer a continuación.



Los cristianos no somos muy buenos en casi nada, más que otra cosa, por el hecho de que a los más enfermos y perdidos vino el Señor a buscar primero, y ahí estamos nosotros: en la iglesia, no por obras ni merecimientos, sino por pura gracia inmerecida. Por eso no se entiende que, si es inmerecida, nos echemos tantas flores como lo hacemos. Tan justitos vamos de todo, que nos quedamos cortos también de memoria, y en seguida se nos olvida de dónde salimos, Quién nos sacó de allí y hacia dónde vamos. 



La iglesia, bien entendida, es un entorno que es un verdadero hospital para las almas, aunque a veces lo convirtamos en una batalla campal debido a nuestra mala manera de hacer las cosas. Porque ahí es donde desgraciadamente tenemos que presenciar cosas como las que muchas veces no se ven fuera y seguimos sin que se nos caiga la cara de vergüenza. Convivimos con malos hábitos, y muy antiguos, que quedaban ya recogidos en los escritos de Pablo y el resto de apóstoles y que no hemos terminado de ser capaces de solventar aunque hayan pasado los siglos. Al fin y al cabo, el ser humano es el ser humano y su naturaleza no cambia. Pero si lo reconociéramos, nos haríamos un gran favor y sobre todo se lo haríamos al mundo, que se sentiría atraído hacia lo que nos ha cambiado a nosotros.



El Señor sigue rescatando y lo hace de forma increíble, adoptándonos como hijos para una nueva familia, que es la Suya, e invitándonos siempre a recordar el precio al que fuimos salvados y a imitar al Maestro. La iglesia que sabe dónde tiene los pies coloca a Jesús en el centro y agacha la cabeza, porque sabe que esto no va de ella, sino de Él. Él es el verdadero protagonista. Y ahí es justamente donde nos estrellamos... porque por algún mecanismo mental que no consigo comprender, lo que se traslada al mundo a veces (no solo porque fuera se malentienda, sino porque nosotros tampoco lo sabemos explicar bien y lo vivimos peor) es que nosotros somos de una especie de raza especial. “Antes éramos... y ahora somos”, “Antes hacíamos... y ya no hacemos...”. Y si esto fuera verdad, me parecería fantástico plantearlo así. Pero todos sabemos, lo reconozcamos o no, que no es cierto. Y los no cristianos parecen darse más cuenta que nosotros mismos. Ni siquiera las caras de escepticismo de quienes nos escuchan nos hacen salir de nuestro ensueño de santidad.



¡Qué mal hemos entendido lo haber sido “escogidos”! La crítica constante al resto de parte de algunos que, por cierto, no se callan nunca y chillan más que nadie, es una especie de síntoma inequívoco de amnesia. Ya no recuerdan quiénes fueron y no reconocen lo que son. Dedicarse a buscar la paja en el ojo ajeno les pone en evidencia una y otra vez y uno de los últimos y más increíbles fenómenos que acabo de descubrir en esta línea es el del “espionaje eclesial” (véase, el ejercicio de ir de visita a una determinada iglesia, por ejemplo, la mía, que no es “de las tuyas” para luego tener criterio para ponerla de verde perejil en las redes sociales). Como ven, la “casta de cristianos según la Palabra de Dios” rezuma espiritualidad por los cuatro costados.



 “Vosotros y nosotros” es una forma de ver el mundo, desde luego, pero no es la correcta. Cuando Jesús hablaba en esos términos, lo hacía “jugando en otra liga”. Él sí podía decirlo, sin lugar a dudas, porque Él es Dios y nosotros humanos. Pero nos deberían temblar las piernas cuando en ese ejercicio mal entendido de imitar al Maestro hacemos movimientos como estos. ¡Qué diferente sería el mensaje que proyectamos al mundo si fuéramos más capaces de hablar menos de nosotros y más de Él! Esa es la verdadera diferencia: no es nosotros y vosotros, sino todos nosotros y Él. Pocas veces nos damos cuenta de que cuando decimos “Yo antes de ser cristiano era... y ahora soy...”, estamos llevando la atención de la gente a depositarse en el lugar incorrecto, es decir, en nosotros mismos y no en Jesús, que es el verdadero protagonista. Hablar del evangelio implica siempre decir... 




  • “Esta era mi condición y sigue siéndolo, por lo que necesité y sigo necesitando a Jesús cada día.

  • Mi antigua naturaleza sigue saliendo a la superficie más de lo que me gustaría, así que comprendo tus inclinaciones.

  • Todo lo que veas diferente en mí, se lo debo a Él, porque mi condición sigue siendo caída. 

  • Necesité y necesito al Salvador porque ni podía ni puedo salvarme. 

  • Ganó la salvación por mí y cada día me sigue salvando de mí mismo, porque sigo pecando, aunque lo haga de forma diferente a ti”. 



A alguno le podrá parecer que hoy me estoy liando en algo sin importancia, que no hace falta complicarse tanto la vida, que la nueva naturaleza ya la tenemos a disposición y que la gente lo que tiene es que saber que ha habido un cambio en nosotros. Pues ojalá fuera así, y tan evidente, porque a buena parte de la gente se le pasa desapercibido. (Será que no se nota tanto como creeemos...) Las personas que no conocen a Jesús no tienen que SABER que hemos pasado de muerte. Tienen que VERLO CLARAMENTE. No nos engañemos más: no ven a Cristo en nosotros porque vamos como va el resto demasiadas veces, imitando sus formas para no desentonar, sintiendo las mismas cosas y pensando igual que el resto. Le llaman secularización. 



Pero hay otras maneras de malenfocarlo: no es del agrado de Dios lo que al legalista le parece que le agrada, sino lo que trae adoración en Espíritu y en Verdad, el que le sigue sin mirar atrás, ni alrededor, y el que ama a su prójimo como a sí mismo. Se le llama fariseísmo o legalismo, y es curioso cómo se lanzan improperios a todo lo que no es conforme a su visión: al secularizado todo le parece legalista y al legalista se le antoja que todo es liberal. 



Resumen y conclusión: 




  • Somos unos inmorales, como todos los demás, aunque no nos guste reconocerlo. Porque de no ser porque tenemos una moral adquirida distinta, la que recibimos de Dios mismo al entrar a ser parte de Su familia, tendríamos exactamente la misma que el resto. 

  • Tenerla y no practicarla le hace flaco favor al Evangelio que predicamos. Es pura fachada e hipocresía. ¿Conocer y no practicar? Un Evangelio que no cambia vidas no sirve para nada, y Cristo no murió para eso.

  • Si alguna moral diferente ponemos en marcha, entonces, es por gracia y la acción del Espíritu Santo, pero no por nosotros. Si nos olvidamos de la gracia aparece el orgullo, y eso Dios lo aborrece y resiste profundamente.  Un cristiano orgulloso es la antítesis de lo que debe ser un seguidor de Jesús, que debe andar como Él anduvo.

  • Como podemos ver en nuestras vidas cada día, “la cabra sigue tirando al monte”, y solo la vista permanentemente puesta en Jesús nos centra y nos orienta. LA “cabra” que somos vuelve a los mismos lodos una y otra vez, así que creo que no tenemos demasiado tiempo y mucho menos legitimidad de juzgar a otros.

  • En nada somos diferentes a “los otros” a la luz de lo que tanto mostramos hacia fuera: mucho ruido y pocas nueces, muchas palabras y pocos actos. Porque demasiadas veces solo nos diferencian los énfasis, partidismos... todos nuestros y ninguno Suyo. 



Necesitamos salvación, como todos los demás, y la requerimos cada día para acercarnos más a lo que es Jesús, como el resto. Y haremos bien en buscarle más y más, porque eso es lo que, seguro, no nos va a sobrar nunca y en lo que tampoco nos equivocaremos. 


 

 


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