Eso que buscamos y no tenemos, en definitiva, son diferentes facciones del anhelo de salvación que toda persona tiene dentro.
Cada época y cultura han tenido sus mitos. Uno de los que más instalado está en nuestra época y sociedad en este siglo XXI del primer mundo que vivimos es el de la fuerza de voluntad.
No es de extrañar, teniendo en cuenta que estamos inmersos en una potenciación de lo humanista tan radical y autosuficiente que negar lo contrario sería negarse a uno mismo.
Dicho de otra forma, “¿Cómo no voy a poder?” Si el hombre y la mujer “somos el centro de este Universo”, si “solos podemos a poco que nos lo propongamos”, porque “todo va de pensar lo suficientemente en positivo”, entonces “no hay nada que pueda pararnos”.
Y eso es lo que dice el mito de la fuerza de voluntad: que el poder está en nosotros, que solo es planteárselo en serio.
La realidad de la vida, sin embargo, cada día se encarga de recordarnos algo diferente y poner nuestros pies en el suelo de nuevo, más si cabe en estas fechas de nuevos propósitos por el cambio de año.
Esa realidad se impone de tal forma que uno no puede negarla sin parecer infantil al mismo tiempo. Porque nuestras resoluciones de año nuevo no nos duran nada y lo sabemos.
No nos funcionaron el año anterior, ni lo harán el próximo, pero en esa “ingenuidad” pasmosa que tenemos dan igual los hechos, porque las impresiones subjetivas y pensar en positivo son lo que cuenta (muy científico todo, como ven, cuando luego se nos critica a los cristianos de rechazar el pensamiento lógico).
Pensar de esta forma es la moda del momento y lo contrario implica ir contracorriente, cosa que no gusta. Y pasan las décadas y los siglos, si me apuran, y en el fondo no cambiamos.
No importa cuán modernos seamos o nos hagamos: seguimos pensando lo mejor de nosotros en un sentido quasi mágico, tan impertinentemente alejado de lo que la realidad nos grita que ofendería a nuestra mismísima inteligencia, a la que tanto pretendemos proteger desde esa autosuficiencia nuestra, pero que tan poco ejercitamos al negar lo que tenemos delante de forma descarada.
La ofendería, de hecho, si estuviéramos dispuestos a ver de verdad lo que está frente a nosotros. Seguir convencidos de que “nosotros podemos lo que queremos, solo por proponérnoslo” es, a la luz de los hechos, prácticamente del género tonto, porque significa anular la más aplastante de las evidencias y es ésta: que a veces, muchas veces, casi todas, queremos y no podemos, y que lo que conseguimos no depende solo de desearlo y trabajarlo en el mejor de los casos, sino que hay otros factores en juego que no controlamos nosotros.
Ni la fuerza está en cada cual, ni nos acompaña muy a menudo. Entonces es cuando metemos la suerte o el azar en la ecuación, que tantas veces se parece más a la superstición que a otra cosa, aunque lo disfrazamos de algo racional porque, de nuevo, los ilógicos son el resto.
No está mal para lo modernos que somos. Lo trascendente o espiritual (más si se llama Dios), nos rechinan profundamente.
Pero la suerte y el azar nos encantan, porque son adorablemente impersonales y no requieren nada de nuestra parte: solo estar en el sitio correcto en el momento preciso.
Volvamos por un momento a esta realidad que tenemos: lo intentamos, pero nos frustramos porque no solemos conseguir las cosas como nos las proponemos.
Todos conocemos y reconocemos, de hecho, la famosa frase que dice que “la carne es débil”, frase bíblica, por cierto, aunque muchos no lo sepan cuando la usan, porque está más que popularizada, pero como tantas otras se la ha desprovisto de su significado amplio y profundo y se la ha reducido a pura “tontorronería moralista” o a chiste fácil, dependiendo de la ocasión.
Este concepto del “querer y no poder” está más que desarrollado en diferentes pasajes y a lo largo de todo el mensaje bíblico, y lo que allí dice sobre ello es, además, mucho más cercano a la realidad que la cantidad de argumentos absurdos que acumulamos para rebatir esa postura.
Pero sin embargo, no interesa hacer oídos a ese pozo de sabiduría que es la Palabra, simplemente porque se descarta la Fuente. Así somos y así nos va. Pero el mensaje es claro: LA SALVACIÓN VIENE DE FUERA, no de nosotros mismos. “Pero ¿quién ha hablado de salvación?”- dirán algunos.
Salvación es de lo que hablamos todo el tiempo en realidad: salvación de nuestro tedio, de nuestros malos hábitos, de los excesos, de lo que no nos gusta, de lo que querríamos que desapareciera de nuestra vida, de lo que nos hace mal, de lo horrible que no conseguimos borrar... todo eso que la Biblia asocia con errar al blanco y las consecuencias del pecado.
Eso que buscamos y no tenemos, en definitiva, son diferentes facciones del anhelo de salvación que toda persona tiene dentro, aunque se le suele llamar “felicidad”, que queda mucho más sobrio y menos dependiente.
La frase que hemos mencionado, al completo, aparece en un momento en que Jesús les había pedido a sus discípulos que permanecieran orando, pocas horas antes de su arresto (puedes leerlo en Mateo 26:41), y decía “El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil”.
Expresado de otra manera, “uno puede querer, pero cumplirlo es otra cosa”. Y es que lo que describe esta sentencia no es ni más ni menos que un buen propósito que se concreta en nada. De querer a poder va un trecho grande porque querer no es poder, aunque a veces ayude y pueda ser el comienzo.
De hecho, en ocasiones podemos no querer, pero sin embargo llegar a acometer algo que parecía imposible, porque alguien “pone en nosotros, no solo el querer, sino el hacer, por su buena voluntad” (Filipenses 2:13).
Incluso los grandes como el apóstol Pablo tuvieron esa lucha, como él mismo explica en Romanos 7: “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” y “porque lo que hago, no lo entiendo, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago”.
Todo esto resulta paradójico, ciertamente y hasta los más sólidos tuvieron que enfrentarse con el fantasma del “no poder solos”. No queriendo, a veces hacemos ciertas cosas.
Queriéndolas con todas nuestras fuerzas, no tenemos la garantía de conseguirlas, por otro lado. Pero quizá el gran propósito de año nuevo, o de la vida en general, no consista tanto en cosas concretas como en reconocer que nosotros mismos no podemos acometerlas con éxito por el hecho de desearlas.
Hace falta ser muy valiente para ver estas cosas, tanto en lo pequeño como en lo grande.
En ocasiones, muchas, necesitamos ayuda de fuera y para alcanzarla hemos de reconocer nuestra incapacidad y pedirla. Como psicóloga creo que la gente quiere cambiar, y que en muchas ocasiones consigue ciertas cosas a un cierto nivel, pero escasas veces veo la fuerza de voluntad como tal funcionar por sí sola.
Observo más bien cómo ponemos en marcha ciertos trucos para impedirnos hacer lo que nos apetecería y obligarnos a hacer lo que no queremos realmente. Ahí, como puede comprobarse, la fuerza de voluntad está brillando por su ausencia.
Se depositan esperanzas en los profesionales, en quienes nos orientan, por si pudieran hacer lo que nosotros no podemos, pero ellos no pueden “salvarnos”. En el fondo, siempre es necesario un paso en primera persona que no somos capaces de dar por el simple hecho de desearlo o quererlo.
Son necesarios valentía y coraje para saber ver y expresar que la posibilidad de avanzar viene de fuera, de la mano que nos ofrece quien está al lado y ve dónde nos estamos equivocando.
En otros momentos la verdadera fuerza para cambios más de profundidad, los que tienen que ver con el corazón de las personas, está en saber mirar hacia arriba y no solo en horizontal, y decir “No soy lo que quiero ser ni hago lo que querría. Si no me ayudas tú, no me es posible”.
No puedo hacer más por mí mismo. No puedo amar más por mí mismo. No puedo perdonar más por mí mismo...y, a partir de ahí, descubrir una realidad diferente, soberbia en el mejor sentido posible, descansando en el poder de Ese otro que nos da el querer y el hacer cuando reconocemos que solos no podemos.
Y pudiendo disfrutar de la sorpresa que produce en nosotros vernos actuando de forma contranatural para lo que éramos, haciendo, amando, perdonando, sin saber muy bien cómo o por qué, de forma increíblemente diferente respecto a lo que sabíamos de nosotros, en medio de contratiempos y decepciones, sin duda, porque seguimos sujetos a este cuerpo mortal, pero sabiendo que ya no dependemos de nuestras propias fuerzas para nada... nunca más... siempre que seamos capaces, eso sí, de saber reconocerlo.
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