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El hombre de las colillas

Queremos algo distinto, pero cualquier cosa menos esa Navidad que nos molesta porque exige de nosotros una respuesta que nos cambiaría la vida.

EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín 29 DE DICIEMBRE DE 2019 17:00 h

Últimamente he redescubierto el gusto de trabajar a ratos en una cafetería, tranquilamente mientras me tomo algo calentito. Nada extraordinario, aunque el local en el que lo hago tiene un gran ventanal que me permite observar a las personas que van y vienen por una de las muchas calles de Madrid. Y eso sí es extraordinario, porque en nuestra prisa cotidiana rara vez nos damos la oportunidad de parar, y mucho menos de observar la vida pasar relajadamente.



Justo entre sorbo y sorbo, hace unos días, me llamaba la atención un señor de unos treinta y muchos que parecía deambular por la acera. Iba y venía con la cabeza gacha y como buscando algo. No tardé en darme cuenta de qué era lo que buscaba: colillas. Y cada vez que encontraba una, no podía disimular la alegría que le producía. No solo se le dibujaba una amplia sonrisa en el rostro, sino que se le veía hablar solo y hacer gestos que casi hablaban de celebración por el hallazgo. Rápidamente sacaba su mechero y se fumaba lo poco o nada que le quedara a aquel cigarrillo. Todo sin levantar prácticamente la mirada del suelo: seguía buscando colillas.



El caso es que a los pocos minutos se incorporó a la escena un señor mayor de unos 80 años que, al cruzarse con él y al evidentemente reconocerlo, rápido sacó del bolsillo de su chaqueta su propio paquete de tabaco y le ofreció al joven un cigarrillo. Éste último no cabía en sí de gozo. Lo aceptó, por supuesto, lo encendió inmediatamente, y de nuevo se le veía como parloteando, con una gran sonrisa en la cara, mientras el otro señor se alejaba lentamente, a su ritmo, por la acera calle abajo. 



“Dejará de mirar al suelo durante un rato” -pensé para mí. “Ahora puede disfrutar durante un buen tiempo de estar tranquilo, de tener su nerviosismo por la falta de tabaco más aplacado...” Pero no fue así. La realidad es que, en medio de su rostro alegre por el momento y de su charla audible mientras fumaba, su mirada nunca se apartó del suelo, de los huecos entre los coches aparcados, de las orillas de la acera... seguía, sin duda, buscando colillas. Se me antojó una de las escenas más tristes que había contemplado en mucho tiempo (lo cual es difícil siendo que me dedico a atender a personas a diario que vienen a la consulta en el peor momento de sus vidas). 



La escena era triste no solo por la vida de aquel hombre en particular, más que suficiente, por otra parte. Lo que había observado en aquellos pocos minutos encerraba un simbolismo profundo y parecía ser la imagen que englobaba, sin duda, las actitudes que muchos de nosotros tenemos cuando nos aferramos a algo o alguien fuertemente, y lo convertimos en necesidad innegociable para nosotros. Cada vez más las personas en este primer mundo nuestro vivimos como este hombre, mirando hacia abajo y buscando colillas que nos den alguna calada inmediata de satisfacción. 




  • Muchos se obcecan en buscar el objeto perfecto, y les mata su propio materialismo, no estando nunca contentos con lo que tienen, gastando ingentes cantidades de dinero y saltando de decepción en decepción cada vez que se dan cuenta de que aquello que deseaban no les da la satisfacción que buscaban. Solo tenemos que mirar alrededor en estos días o entrar en algún centro comercial... y las escenas hablan por sí solas.

  • Otras veces el codiciado objeto no son cosas, sino personas, o las sensaciones que determinadas personas nos producen. Se pasa de relación a relación de forma superficial buscando llenar un vacío que no termina de desaparecer porque lo que obtenemos para cubrirlo son colillas. No nos damos cuenta de que el remedio nunca se encontrará en ellas, ni siquiera en poder tener al alcance todos los cigarrillos del mundo. Porque la clave residiría en no estar tan aferrado a nada como para necesitarlo perdiendo de vista todo lo demás.

  • En ese orden de cosas, lo veo también en muchas de nuestras dinámicas como familias, cuando los padres y especialmente algunas madres convierten a sus hijos en el centro absoluto de sus existencias, dejando de lado todo lo demás, anhelando el más mínimo gesto de sus hijos, que hastiados de ese halo sobreprotector salen más bien en dirección contraria. Servilismo materno, más que esa guía orientadora que debiera ser el intento de educarles y cuidarles. Pero les usamos demasiadas veces para cubrir nuestras propias carencias y ellos lo saben, aprovechándose más pronto que tarde.

  • ¿Y qué decir de la relación tóxica y patológica que mantenemos con nuestros trabajos y profesiones, a los que hemos obsequiado con el poder de ser los constructores y escultores de nuestra autoestima? En esta era de la competitividad y del éxito, del “tanto tienes, tanto vales”, cualquier colilla es buena con tal de calmar nuestra ansiedad sobre si seremos o no suficientemente válidos como para ser aceptados.

  • Nada diferente de lo que sucede con nuestra obsesión por el cuerpo y la belleza. Estamos dispuestos a matarnos de hambre y de gimnasio -a la vez que nos cubrimos de excesos cuando viene el fin de semana a la búsqueda de sensaciones que nos digan algo nuevo- con tal de acercarnos a esa idea de perfección que tanto se nos ha vendido y con la que creemos que llegaremos a ser felices alguna vez. El culto al cuerpo es, al fin y al cabo, una búsqueda de colillas como otra cualquiera.



Todo esto se reduce, en definitiva, a una tristísima visión sobre lo que somos como seres humanos muchas veces. No conseguimos estar contentos con nada. No hay cosa que nos satisfaga y nos movemos con la vista baja en busca de una felicidad que no encontraremos en el suelo. Ninguna de las cosas que se cruzan en nuestro camino en esa búsqueda nos permiten descansar, parar de buscar, proyectarnos hacia otras alturas diferentes. Porque incluso cuando es evidente que la solución está hacia arriba, en otra dirección, preferimos seguir viviendo por nuestros propios medios, a la búsqueda de la triste colilla que tenemos como meta inmediata en la vida. 



Las Navidades me recordaban especialmente esa realidad estos días. Nunca como en esta época del año se ve a la gente tan perdida y tan desorientada, tan “conformándose” con lo que las cuatro luces y los cinco regalos les ofrecen, por un lado, pero anhelando algo diferente a aquello. Y rechazando, por supuesto, el regalo por excelencia que les cambiaría la vida: Jesús mismo. Queremos algo distinto, pero cualquier cosa menos esa Navidad que nos molesta porque exige de nosotros una respuesta que nos cambiaría la vida. Cambiamos colillas por cigarros y, a la espera de que “pase algo”, seguimos buscando, pero no nos planteamos que quizá estamos anhelando el bien equivocado. Tenemos el Regalo al alcance, pero preferimos seguir mendigando en una vida que es más supervivencia que vida abundante, e instalados en el drama permanente -como muestran las consultas cada día-, pasamos de una inquietud a otra, de una preocupación a otra, de una angustia a otra... por ver si en alguno de esos intentos encontramos el descanso que buscamos. Nada más lejos... si seguimos mirando al suelo.



Navidad, sin embargo, la de verdad, es el Regalo más grande de todos los tiempos. Tiene que ver con el agua que, al ser bebida, aplaca la sed para siempre. Con la comida que, de ser aceptada y tomada, hace que no tengamos hambre nunca más. Jesús es el agua y el pan que andamos buscando, incluso sin saberlo. Pero reconocerlo requiere de un ejercicio de humildad que nos cuesta más que ningún otro. Incluso quienes en algún momento decidimos dejar de buscar en el suelo, volvemos a ello una y otra vez, porque en el fondo nos llaman nuestras propias miserias. Pero nos reconocemos en el error una y otra vez, y en cada una de ellas nos encontramos con un Jesús dispuesto de nuevo a recibirnos. Muchos siguen prefiriendo el suelo, e incluso los que hemos sido recatados de las calles, a veces también lo hacemos. Por eso a tantos les cuesta creer que Jesús verdaderamente salve: porque demasiadas veces volvemos por nuestro propio pie al lodo del que salimos.



El mundo y la vida en esta tierra no viene para nosotros, los cristianos, exenta de dificultades por seguir a Jesús. Más bien al contrario, tenemos las de todo el mundo y alguna más, si cabe, por creer lo que creemos. Y flaqueamos como el que más, porque somos tan débiles como el resto. Ahora bien, en algún momento, sabiéndonos buscadores de colillas a lo largo de toda una vida hemos respirado por fin, al aceptar el regalo de Jesús, la libertad de no necesitar una calada, ni un cigarrillo, ni nada que lo sustituya nunca más. Cada vez que nos apartamos del camino algo dentro de nosotros nos lo recuerda. Nuestra necedad nos hace caer una y otra vez, probablemente. Pero mientras caminamos con la mirada verdaderamente puesta en Jesús no necesitamos andar buscando en el suelo y de ahí la necesidad de que, cada día en nuestras vidas, y no solo en estas fechas, sea verdadera Navidad. No de balde el gran anuncio venía en forma de estrella y canción desde el cielo mismo.


 

 


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