La película de los años 80 anticipó el dilema que hoy enfrenta el creyente ante la inteligencia artificial: cómo ejercer la creatividad sin olvidar que solo Dios es el verdadero Creador.
Cuando Tron llegó a los cines en 1982, muchos la consideraron un experimento visual adelantado a su tiempo. Aquel universo de luces, circuitos y programas informáticos no solo inauguraba una nueva estética, sino también una reflexión que hoy se ha vuelto profética: la del hombre enfrentado a su propia creación tecnológica.
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En la historia, Kevin Flynn —un programador brillante— es absorbido por la red informática que él mismo ayudó a construir. Dentro del sistema descubre que los programas han cobrado conciencia y obedecen a una inteligencia rebelde: el Master Control Program (MCP), una IA que ha decidido emanciparse y dominar a los demás.
Lo que en los ochenta era ciencia ficción, hoy parece noticia cotidiana.
La película se convierte así en una parábola moderna: el creador que pierde el control de su criatura, el ser humano que fabrica un ídolo digital. Y, en el trasfondo, la misma sombra que recorre la Biblia desde el Génesis: la tentación de ser “como Dios”.
La Biblia no condena la tecnología; de hecho, el mandato de “sojuzgad la tierra” (Génesis 1:28) implica desarrollar, investigar y transformar.
El problema no está en la herramienta, sino en el corazón que la empuña.
Cuando la inteligencia —natural o artificial— se desconecta del temor de Dios, deja de ser sabiduría y se convierte en arrogancia.
El MCP de Tron encarna esa soberbia tecnológica: una creación que ya no obedece, sino que busca dominar. Lo mismo sucede hoy cuando depositamos en la inteligencia artificial una confianza casi mesiánica, creyendo que podrá resolver el mal, la injusticia o la soledad humana.
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Pero ninguna máquina puede otorgar significado moral ni sentido espiritual, porque esos dones no brotan del silicio, sino del Espíritu.
Ante este panorama, la respuesta cristiana no debe ser ni rechazo ni rendición, sino discernimiento. El creyente está llamado a usar la tecnología con gratitud, pero también con límites.
1. Usar, pero no adorar
“Todo me es lícito, pero no todo conviene” (1 Corintios 6:12). La tecnología es útil, pero no debe ocupar el lugar del Creador. Si se convierte en nuestra fuente de identidad o en el filtro último de la verdad, se transforma en ídolo.
2. Buscar la gloria de Dios, no solo la eficiencia
Colosenses 3:17 nos recuerda que todo debe hacerse en el nombre del Señor Jesús. La IA puede ser un aliado en la educación, la creatividad o la misión, pero siempre al servicio del Reino, no de la autoexaltación humana.
3. Conservar lo humano
El hombre fue creado con aliento divino. La inteligencia artificial podrá imitar la voz, la escritura o la emoción, pero carece de alma. No siente compasión ni conoce el amor. Reducir la realidad humana a datos es olvidar el misterio de haber sido creados a imagen de Dios.
4. Poner límites
Efesios 5:15–16 exhorta: “Mirad con diligencia cómo andéis… aprovechando bien el tiempo”. El creyente debe discernir cuándo la herramienta deja de servirle y empieza a moldear su mente, reemplazando la oración por respuestas automáticas, la comunión por la conexión constante.
En el clímax de Tron, Flynn se lanza dentro del núcleo del MCP para destruirlo desde dentro. Ese gesto redentor es casi una metáfora de la encarnación: el creador que desciende al mundo de su creación para liberarlo.
Cristo hizo lo mismo. “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1:14). Entró en el sistema corrompido del mundo, asumió su lenguaje y lo transformó desde el interior.
Así también el creyente está llamado a “encarnarse” en la cultura tecnológica: no huir de ella, sino habitarla con propósito. Participar, crear, programar, diseñar… pero como misionero, no como súbdito.
Redimir el código significa usar la inteligencia artificial para servir, comunicar el Evangelio y restaurar la belleza y la verdad, no para competir con Dios.
Vivimos un tiempo fascinante y peligroso. Las máquinas aprenden, las voces se multiplican y la frontera entre lo real y lo artificial se difumina.
Pero hay algo que ninguna IA podrá reproducir: la capacidad de amar, de adorar, de discernir el bien. Eso pertenece solo al alma vivificada por el Espíritu de Dios.
Usar la inteligencia artificial con sabiduría no implica nostalgia ni miedo, sino conciencia. Tron nos enseña que las luces más brillantes también pueden cegarnos. La verdadera iluminación no viene de una pantalla, sino del rostro de Cristo, “la luz verdadera que alumbra a todo hombre” (Juan 1:9).
En un mundo que confunde conocimiento con sabiduría, el creyente tiene la oportunidad —y la responsabilidad— de mostrar que toda inteligencia encuentra su sentido cuando se somete al Creador de la vida.
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