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Dosier de cine XXI (I)

Si el cine refleja algo de la condición humana, no podemos ignorar que lo hace desde una humanidad caída, necesitada de redención y de esperanza.

PANTALLAS AUTOR 802/Samuel_Arjona 28 DE NOVIEMBRE DE 2024 12:59 h
Fotograma de 'Ciudad de Dios'.

Un cuarto de siglo cinematográfico



El siglo XXI avanza sin tregua hacia su primera gran efeméride: el cuarto de siglo de existencia. Nos hallamos, pues, en un tiempo propicio para el balance, la introspección y la crítica. La humanidad, como testigo febril de los cambios que atraviesan su cultura, su tecnología y sus valores, encuentra en el cine un espejo que no siempre devuelve el rostro que espera. Este arte, que antaño se erigía en crónica de lo humano, vive ahora un tiempo de transformaciones profundas, tanto en sus formas como en sus contenidos.



Al observar con detenimiento este cuarto de siglo cinematográfico, cabe preguntarse si el cine sigue siendo aquel arte narrativo que recogía con delicadeza y crudeza las angustias y esperanzas del hombre común, o si, en cambio, se ha convertido en un sofisticado instrumento de manipulación cultural, donde la verdad queda relegada en favor de relatos preconfigurados. Porque si bien es cierto que los avances técnicos han dotado al lenguaje cinematográfico de una precisión casi quirúrgica, los temas abordados y la manera de hacerlo parecen haberse distanciado de la realidad que dicen representar, ofreciendo un reflejo desleído, cuando no deformado, del mundo que habitamos.



Es, quizá, en este punto donde radica la mayor diferencia entre el cine de ayer y el de hoy: su relación con la verdad. El séptimo arte ha transitado desde el testimonio —con sus luces y sombras, pero siempre al servicio de lo humano— hasta una suerte de narrativa con aspiraciones demiúrgicas, donde la realidad es sometida a los intereses de una industria que impone valores, estilos de vida y cosmovisiones. De ser un espectador pasivo, el público ha pasado a ser moldeado activamente por una pantalla que dicta qué debemos pensar, qué debemos sentir y, en ocasiones, cómo debemos vivir.



Este dossier se propone, pues, adentrarse en la cartografía del cine del siglo XXI con espíritu crítico y mirada incisiva. No será este un ejercicio de nostalgia ni una condena a los cambios inevitables del tiempo, sino un intento honesto de discernir en qué medida los relatos que el cine nos ofrece se acercan o se alejan de la verdad última, aquella que emana del Evangelio de Cristo. Porque si el cine refleja algo de la condición humana, no podemos ignorar que lo hace desde una humanidad caída, necesitada de redención y de esperanza.



Para este análisis, la selección de títulos responde a un criterio necesariamente subjetivo, en el que he procurado un equilibrio entre el contenido narrativo de las películas y sus logros visuales y estéticos. No pretendo, pues, ofrecer un listado definitivo o exhaustivo, sino un recorrido representativo de este tiempo, que permita abordar las luces y sombras del cine contemporáneo desde una perspectiva tanto artística como espiritual.



En estas páginas, exploraremos las películas más significativas de este periodo, confrontando sus discursos con los valores eternos del Evangelio. Queremos desentrañar si, entre las luces y las sombras de esta industria, queda todavía espacio para narrativas que apelen al alma, que hablen del hombre como criatura divina, que lo enaltezcan sin falsearlo, y que lo desafíen a buscar una verdad más alta que la que dicta el mercado o el aplauso de las masas.



El cine del siglo XXI, al borde de sus veinticinco años de andadura, es un terreno fecundo para este análisis, pues se encuentra atravesado por las tensiones que definen nuestra época: la lucha entre la imagen y la palabra, entre el artificio y la autenticidad, entre el hombre y su propio destino. Solo mirando a la luz de Cristo podremos discernir si en este vasto panorama de historias encontramos un reflejo de la Verdad que trasciende los siglos o si, por el contrario, el cine se ha perdido en el laberinto de su propia ficción.



Amores Perros: Fragmentos de una humanidad herida



Cuando Alejandro González Iñárritu presentó Amores Perros al mundo en el año 2000, lo hizo con una fuerza narrativa y emocional que pocos filmes de su época lograron igualar. Esta obra, primera entrega de su trilogía de la muerte, es mucho más que un crisol de historias entrelazadas por un accidente automovilístico en la caótica Ciudad de México. Es, ante todo, un retrato visceral de las heridas humanas, un examen despiadado de nuestras fracturas morales y emocionales, y una reflexión sombría sobre las elecciones que hacemos en un mundo donde la esperanza parece siempre fuera de alcance.



A lo largo de sus tres actos —tres historias conectadas tenuemente por el azar—, Amores Perros indaga en los rincones más oscuros de la condición humana: el amor que obsesiona y destruye, la traición que desgarra relaciones, la culpa que consume y el dolor que redefine vidas. Pero, ¿qué dice este mosaico de tragedias sobre el alma humana? Y, más importante, ¿cómo confronta o refleja la luz del Evangelio, que no promete un mundo libre de sufrimiento, pero sí una redención que trasciende todo quebranto?



[photo_footer]Mosaico con fotogramas de Amores perros.[/photo_footer]



Un espejo fragmentado de la humanidad



La estructura narrativa de Amores Perros es deliberadamente caótica, como la vida misma. Cada historia revela un rostro distinto del amor, pero también de su corrupción. El título, con su juego de palabras, nos recuerda que el amor puede ser tanto la más elevada aspiración como la causa de nuestros mayores desastres.



La primera historia, protagonizada por Octavio, un joven atrapado en la pobreza y en un amor no correspondido por la esposa de su hermano, retrata la desesperación de quien busca escapar de una realidad que le asfixia. Para Octavio, el amor se convierte en una obsesión, un anhelo que justifica la violencia y la explotación, incluso a través de las brutales peleas de perros. Pero, como ocurre en toda idolatría, su búsqueda termina en ruina. Aquí, el mensaje del Evangelio resuena con claridad: cuando el hombre pone su esperanza en algo fuera de Dios —ya sea el amor, el dinero o el poder—, inevitablemente encontrará frustración y destrucción. El amor de Octavio no es el ágape del que habla la Escritura, sino un eros distorsionado, un deseo egoísta que prioriza su satisfacción sobre el bienestar de los demás.



La segunda historia, la de Valeria, una modelo cuya vida aparentemente perfecta se desmorona tras el accidente que la deja lisiada, plantea preguntas sobre la fragilidad de nuestros ídolos modernos. Su belleza y éxito, pilares de su identidad, se desvanecen ante la tragedia, revelando lo endeble de las bases sobre las que construimos nuestras vidas. En el Evangelio, Jesús advierte contra la insensatez de edificar nuestra casa sobre la arena (Mateo 7:26-27). La caída de Valeria no es solo física, sino espiritual: su mundo, construido sobre la vanidad y la imagen, no puede resistir las tormentas de la vida.



La tercera historia, protagonizada por El Chivo, un exguerrillero convertido en sicario, ofrece el retrato más explícito de la culpa y el arrepentimiento. El Chivo, que ha abandonado a su familia y a sí mismo, vive como un paria, rodeado de perros callejeros que le ofrecen la única compañía que puede soportar. Su historia es un clamor silencioso por redención, una búsqueda de reconciliación que culmina en un acto de gracia: perdonar al hombre que ha sido contratado para asesinar y dejar a su suerte a los perros que tanto ha cuidado. En su acto final, El Chivo simboliza la verdad central del Evangelio: no importa cuán bajo caigamos, la gracia de Dios está disponible para transformar incluso las vidas más rotas. Su redención, aunque incompleta y ambigua, nos recuerda que el perdón —tanto recibido como ofrecido— es el primer paso hacia la libertad.



La necesidad de redención



Uno de los aspectos más inquietantes de Amores Perros es su representación de un mundo sin esperanza trascendente. Los personajes están atrapados en sus circunstancias, incapaces de vislumbrar un propósito mayor que les otorgue sentido. La violencia, la traición y el sufrimiento son las constantes de sus vidas, y aunque cada historia contiene destellos de humanidad —el cuidado de El Chivo por sus perros, el sacrificio de Valeria por su relación, el intento de Octavio de proteger a su perro Cofi—, estos gestos parecen insuficientes para contrarrestar el peso del pecado que los rodea.



Esta ausencia de esperanza refleja lo que ocurre cuando Dios no es reconocido. En un mundo donde el hombre se erige como su propio dios, el sufrimiento se convierte en un callejón sin salida, y el amor, lejos de ser redentor, se convierte en una fuerza destructiva. Pero el Evangelio ofrece una visión radicalmente distinta: un amor que no destruye, sino que restaura; un sacrificio que no exige, sino que da sin condiciones. En Cristo, vemos el reverso de las historias de Amores Perros: una vida entregada no por desesperación, sino por amor perfecto; un sufrimiento que no es el final, sino el medio para la redención.



Amores humanos y el amor divino



El título de la película nos invita a reflexionar sobre la naturaleza del amor. Los personajes de Amores Perros aman, sí, pero su amor está marcado por el egoísmo, el miedo y la incapacidad de sacrificarse por el otro. Este amor caído contrasta con el amor de Dios, que es paciente, benigno, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor (1 Corintios 13:4-5). Si el amor humano, en su forma corrupta, es capaz de causar tanto sufrimiento, cuánto más transformador puede ser el amor divino, que no solo sana nuestras heridas, sino que nos llama a amar como Él nos amó.



En la última escena de la película, El Chivo se aleja, dejando atrás los vestigios de su vieja vida. Este momento, aunque ambiguo, deja abierta la posibilidad de un nuevo comienzo. Desde la perspectiva cristiana, sabemos que tal nuevo comienzo solo puede darse plenamente en Cristo, quien nos llama no a abandonar nuestros errores, sino a entregárselos a Él para que sean redimidos. En este sentido, Amores Perros nos recuerda nuestra necesidad urgente de un amor que trascienda lo humano, un amor que no solo nos consuele en nuestro dolor, sino que lo transforme en gloria.



Un evangelio entre ruinas



Amores Perros es una obra poderosa, inquietante y profundamente humana. Nos confronta con nuestra fragilidad y nuestra propensión al pecado, pero también con nuestra capacidad de buscar algo más allá de nosotros mismos. Como cristianos, la película nos desafía a examinar nuestras propias vidas: ¿dónde hemos permitido que los amores terrenos desplacen al amor de Dios? ¿Dónde hemos construido nuestras esperanzas sobre la arena en lugar de sobre la roca?



En última instancia, Amores Perros es un recordatorio de la necesidad del Evangelio en un mundo herido. Solo el amor perfecto de Cristo puede sanar las fracturas que esta película expone con tanta crudeza. Y es en ese amor, ofrecido sin condiciones, donde encontramos la única respuesta a las preguntas que Amores Perros deja flotando en el aire: ¿quésignifica amar, y cómo podemos encontrar redención en medio del caos de nuestras vidas? La respuesta, como siempre, no está en nosotros, sino en Él que primero nos amó.



Ciudad de Dios: violencia, supervivencia y la ausencia del Reino



En 2002, Fernando Meirelles y Kátia Lund nos arrojaron, sin filtros ni consuelo, al corazón de una favela brasileña en Ciudad de Dios. Esta película, que se presenta como un fresco caótico de las vidas que se entrecruzan en un contexto de violencia y desesperanza, trasciende el mero relato de los marginados para convertirse en un espejo oscuro, una parábola distorsionada de nuestra condición humana. La pregunta que nos plantea no es tanto por qué el mal prolifera en las calles de la favela, sino cómo hemos llegado a aceptar su reinado como inevitable, casi natural.



A través de una narrativa fragmentada, cinematográficamente virtuosa, y una estética que se debate entre la crónica documental y el despliegue estilístico, Ciudad de Dios nos presenta una sociedad desgarrada, donde la violencia no es solo un síntoma, sino la estructura misma de la vida cotidiana. En este sentido, la obra parece proclamar una suerte de determinismo social: quienes nacen en el lugar equivocado quedan atrapados en un círculo perpetuo de pobreza, crimen y muerte. Sin embargo, la película no se detiene en una denuncia moralizante; más bien, expone un vacío ético y espiritual que clama por algo más profundo, más radical, que las soluciones políticas o económicas que el mundo ofrece.



La favela como microcosmos: un mundo caído



La Ciudad de Dios, como espacio narrativo, se erige en una metáfora del mundo caído descrito en las Escrituras. Es un lugar donde la ley no tiene autoridad, donde los débiles son devorados por los fuertes y donde la vida humana ha perdido su sacralidad. Desde la perspectiva bíblica, la favela parece un eco contemporáneo de Babel: una sociedad que, habiendo perdido su orientación hacia lo divino, se hunde en la confusión y el caos.



Los personajes de la película se mueven en este universo como piezas de un engranaje fatalista. Li'l Zé, símbolo del poder despiadado, encarna el espíritu del homo homini lupus: el hombre como lobo para el hombre. Su ascenso al dominio de la favela, marcado por el asesinato, la traición y la crueldad, no es presentado como un caso excepcional, sino como la norma. En contraposición, tenemos a Buscapé, el narrador y testigo, que lucha por escapar de este destino a través de la fotografía, un arte que le permite observar sin ser devorado. Sin embargo, incluso esta vía de escape tiene sus límites:¿puede realmente Buscapé desligarse de la violencia que documenta o, al hacerlo, se convierte en un cómplice silencioso?



Desde el punto de vista ético, la película no ofrece respuestas fáciles. Nos muestra un mundo donde las estructuras sociales están corroídas hasta el punto de que las categorías del bien y el mal se desdibujan. ¿Es Li'l Zé un villano o una víctima? ¿Es Buscapé un héroe o simplemente un superviviente? Estas preguntas no tienen solución en el marco de la narrativa porque, al igual que el Eclesiastés, Ciudad de Dios parece constatar que “todo está bajo el sol” y que, sin Dios, “todo es vanidad y correr tras el viento” (Eclesiastés 1:14).



La ausencia de redención: ética de la supervivencia



Si algo caracteriza al universo moral de Ciudad de Dios, es la ausencia de redención. La justicia, tal como la entendemos en el Evangelio, no tiene lugar en la favela. En su lugar, reina una ética de la supervivencia, donde los valores se reducen a la utilidad inmediata: fuerza, astucia y, sobre todo, el poder de intimidar. Este panorama contrasta radicalmente con el mensaje de Cristo, quien no solo proclama la redención de los pecadores, sino que nos llama a un reino donde “losúltimos serán los primeros” y donde la gracia sustituye a la ley del más fuerte.



La película, con toda su brutalidad, nos recuerda lo que ocurre cuando el Reino de Dios no está presente en una sociedad. Sin la transformación que solo el Evangelio puede traer, la humanidad recae en la lógica del pecado original: la lucha por el poder y la supervivencia, donde la dignidad humana se sacrifica en el altar de la conveniencia. Li'l Zé, que mata sin remordimientos, y los niños que empuñan armas como si fueran juguetes, son un testimonio de lo que ocurre cuando la gracia de Dios se percibe como una idea remota o inexistente.



Y sin embargo, Ciudad de Dios no es un alegato contra la humanidad, sino una denuncia de nuestra ceguera. Nos recuerda que, sin reconciliación con nuestro Creador, las mejores intenciones humanas fracasan. Las instituciones fallan, los programas sociales son insuficientes, y el progreso técnico no puede suplir el vacío espiritual. Solo la cruz de Cristo puede transformar el corazón humano, aquel lugar donde verdaderamente se libran las batallas decisivas.



La fotografía como mirada y el Evangelio como visión



El arte de Buscapé, la fotografía, emerge en la narrativa como una metáfora poderosa. La cámara no juzga, no interviene; simplemente registra. Pero esta mirada distante es, a la vez, insuficiente. La fotografía captura el horror, pero no lo redime. Nos invita a ver, pero no a actuar. En este sentido, contrasta con la mirada del Evangelio, que no solo observa el pecado del hombre, sino que entra en su historia para transformarla desde dentro. Cristo, el Verbo encarnado, no se limita a documentar la miseria humana; la asume, la lleva a la cruz y la vence.



En el final de la película, cuando Buscapé encuentra su oportunidad de escapar, surge una pregunta que queda flotando: ¿qué hará con su libertad? Desde una perspectiva cristiana, esta pregunta es central. La verdadera libertad no es solo escapar de las circunstancias externas, sino ser transformado desde dentro por el poder redentor de Cristo. En la favela, como en el mundo, la salvación no puede venir de los hombres, sino solo de Dios.



Una parábola sin esperanza



Ciudad de Dios es una obra de arte que conmueve y perturba, pero también deja al espectador con una sensación de vacío. En su mundo, la justicia parece inalcanzable, la esperanza es un lujo, y la redención no tiene lugar. Como cristianos, esta narrativa nos desafía a reflexionar sobre la urgente necesidad del Reino de Dios en un mundo que clama, aunque sea inconscientemente, por su presencia.



La película, con su crudeza y su brillantez estética, se convierte así en una parábola moderna que nos confronta con la pregunta fundamental: ¿qué ocurre cuando Dios está ausente de la vida de los hombres? Y, al mismo tiempo, nos invita a mirar hacia el Evangelio, único mensaje capaz de ofrecer una esperanza real, no solo para los habitantes de la favela, sino para todos nosotros, habitantes de este mundo caído. Porque, como nos recuerda la Escritura, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Romanos 5:20). Y es esa gracia la única que puede convertir nuestra Ciudad de Dios en algo que merezca verdaderamente tal nombre.



 



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