En Wonder, la bondad nace del esfuerzo humano, de una decisión colectiva de ser mejores. En el Evangelio, la bondad surge como fruto del Espíritu Santo.
¿Qué significa verdaderamente mirar a otro ser humano a los ojos? ¿Qué ocurre en el alma cuando nos enfrentamos a aquello que parece ajeno, distinto, hasta incómodo? Estas son las preguntas que atraviesan el universo Wonder de R.J. Palacio, ese microcosmos literario que ha tocado corazones en todo el mundo y que expande su alcance con una segunda película dirigida por Marc Forster. Pero más allá del éxito cinematográfico, cabe preguntar: ¿qué lecciones nos deja esta obra en un mundo que sigue valorando lo superficial?
El protagonista de Wonder, Auggie Pullman, ha nacido con una deformidad facial que lo marca de inmediato como “el otro”. A lo largo de la historia, sus compañeros de clase, su familia e incluso él mismo, luchan con lo que significa vivir en un cuerpo que no encaja en los estándares de belleza. El mundo de Wonder celebra la empatía como su mayor virtud. A lo largo de la primera película, vimos a personajes como Summer, Jack Will y hasta el propio Julian, el antagonista, transformarse bajo el poder de la amabilidad. La enseñanza es clara: si vemos el corazón, si cultivamos la bondad, todo puede cambiar.
Sin embargo, ¿es esto suficiente? ¿Es el cambio exterior hacia un comportamiento más amable la cura definitiva para el quebranto humano? Jesús, ante esta cuestión, va más allá de las acciones externas. Él nos dice: “Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos” (Marcos 7:21). El problema no es solo la conducta, sino el corazón. Aun en Wonder, donde la amabilidad parece ganar la batalla, el pecado, la envidia y la exclusión nunca se erradican completamente.
Hay algo conmovedor en la filosofía de Wonder: la idea de que si somos lo suficientemente amables, podemos cambiar el mundo. Y no cabe duda de que la amabilidad es una virtud profundamente cristiana. “Sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efesios 4:32). El Evangelio nos llama a ser agentes de bondad. Sin embargo, hay una diferencia esencial en el enfoque.
En Wonder, la bondad nace del esfuerzo humano, de una decisión colectiva de ser mejores. En el Evangelio, la bondad surge como fruto del Espíritu Santo, un cambio profundo que solo puede operar en un corazón transformado por el poder de Cristo. La amabilidad del mundo de Wonder es hermosa, pero está limitada por el pecado que sigue habitando en cada ser humano. El amor del Evangelio no solo es una elección ética, es una transformación del alma. “Y os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros” (Ezequiel 36:26).
La historia de Auggie Pullman nos recuerda que todos, en algún momento de la vida, nos hemos sentido rechazados. Hemos sido “los otros”, aquellos que no encajan. En Wonder, el camino a la aceptación es arduo y, aunque inspirador, depende de la buena voluntad de los que nos rodean. Pero en el Evangelio, Cristo nos ofrece una aceptación que no está basada en nuestro aspecto, nuestro comportamiento, ni en la aceptación de otros. Su gracia es radical, porque nos recibe cuando aún éramos pecadores (Romanos 5:8). Mientras el mundo de Wonder nos invita a confiar en la bondad humana, el Evangelio nos muestra que nuestra esperanza última debe estar en Cristo, el único que realmente puede sanar nuestro quebranto y darnos una identidad que no depende de las opiniones ajenas.
Lo que Wonder capta de manera conmovedora es el poder de la empatía. Ver al otro, sentir su dolor, caminar en sus zapatos, es un mandamiento implícito en la historia de Auggie. Y esto, sin duda, resuena con el llamado cristiano: “Llorad con los que lloran” (Romanos 12:15). Sin embargo, el Evangelio nos lleva aún más lejos: no solo se trata de sentir el dolor del otro, sino de entregar nuestra vida en servicio al prójimo, imitando a Cristo, quien no solo simpatizó con nuestra condición, sino que cargó con nuestro sufrimiento y lo redimió. “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13).
El universo de Wonder es un canto a la bondad humana, a la posibilidad de que, en medio del dolor y el rechazo, podamos encontrar la belleza en las diferencias. Pero como cristianos, sabemos que esa belleza, por más poderosa que sea, es solo un reflejo tenue de la verdadera redención que solo Cristo ofrece. La bondad humana puede iluminar el camino, pero es la gracia de Dios la que finalmente lo sostiene. La historia de Auggie Pullman nos inspira, pero nos deja con una pregunta abierta: ¿qué pasa cuando la bondad humana se agota, cuando la empatía no es suficiente? El Evangelio tiene la respuesta: un amor que trasciende nuestras limitaciones y que, en Cristo, nos ofrece una esperanza eterna.
Ante fenómenos como el universo de Wonder que ha tocado tantas vidas, no podemos evitar volver los ojos a Jesús, quien es “el autor y consumador de la fe” (Hebreos 12:2), y recordar que solo en Él, y no en el esfuerzo humano, encontramos el poder para amar y ser amados con un amor que nunca se apaga.
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