Podemos permitirnos cierto aborrecimiento, como le ocurría al autor de Eclesiastés, pero siempre debemos progresar hacia la esperanza.
Pocos retratos tan profundos, precisos y sensibles sobre la mediocridad de la vida común en occidente he visto como algunas de las películas de Jim Jarmusch, y en concreto Paterson (2016). Protagonizada por un célebre Adam Driver, antes de ser conocido por sus apariciones en Silencio, Star Wars o Historia de un matrimonio, la película relata la historia de la vida de un conductor de autobuses, comúnmente insatisfecho y que vive, con la habitual mediocridad que nos caracteriza, su trabajo, sus relaciones y también su pasión: la escritura.
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La película se basa en ese punto fuerte que Jarmusch explora en otras producciones, como Flores Rotas, con Bill Murray, y es precisamente su acercamiento a lo monótono, lo cotidiano y lo común. Y es aquello que, habitualmente, no parece tener lugar en el espectáculo y la grandilocuencia que recoge la gran pantalla.
Muestra de esa tediosa cotidianidad es la confluencia de los nombres del protagonista y de la ciudad donde transcurre la historia, que a su vez son el mismo que el de la película: Paterson. La postura con la que Paterson se sienta en el sofá a leer, los silencios con los que conduce el autobús por las calles de Paterson y esa existencia, la que trata de reflejar Paterson, a merced del hábito y la frustración contenida bien le valieron a la obra de Jarmusch la nominación a la Palma de Oro en Cannes (2016).
[photo_footer]La película de Jarmusch es un acercamiento brillante a lo monótono, lo cotidiano y lo común. / Fotograma de la película, Filmin.[/photo_footer]
Lo que realmente inquieta de Paterson es la apariencia de bondad que lo reviste todo y la profunda insatisfacción con la que vive el protagonista, Paterson. ¿Qué más puede querer alguien que un trabajo estable y tranquilo, en una ciudad segura y bonita, con una relación amorosa en marcha y con las comodidades necesarias a su alcance? Esto sería lo más habitual por lo que, como sociedad, se vive en conjunto.
Sin embargo, Jarmusch consigue inquietar a su público a través de su protagonista. Parece que para Paterson nada de esto es suficiente, y lo refleja a la perfección Driver con una apatía general hacia la vida.
El que vive, parece ser más bien un amor desapegado y falto de un afecto innato que no suponga ningún esfuerzo. La misma cordialidad que muestra en su puesto de trabajo es la que tiene para consigo mismo en su soledad. Se trata de un mecanismo cuasi automático, imperceptible, con el que vivir otro día más. Y aquello que únicamente parece conmover sus linealidad, la escritura, acaba literalmente en la boca de un perro, para mayor ilustración de lo cotidiano de la frustración.
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Lo habitual en el cine son esas reacciones espontáneas y viscerales de personajes engrosados por algún matiz. Pero el común y mediocre Paterson, en el que cualquiera puede verse reflejado al final, se desarrolla más bien una actitud de apatía que le plantea simplemente imperturbable ante lo que pueda acontecer o vivir. La grandeza de la película de Jarmusch está en recordar constantemente que ni siquiera él cree esto mismo.
[photo_footer]"Dios restaura lo que pasó", decía el autor de Eclesiastés. / Fotograma de la película, Filmin.[/photo_footer]
Esa espiral de apatía dirige a un Paterson que parece, aveces, ajeno a lo que ocurre a su alrededor, y otras simplemente incapaz de implicarse. O sin deseo de hacerlo. En su identificación con el protagonista, el espectador también va asumiendo su desgana, y transita de lo comprensivo a lo emocional.
Y es que, a la hora de evaluar los procesos que se repiten una y otra vez a nuestro alrededor, a menudo confundimos extenuación con desdén. Podemos permitirnos cierto aborrecimiento, como le ocurría al autor de Eclesiastés, pero siempre debemos progresar hacia la esperanza.
El célebre predicador decía que, después de detenerse a contemplar y reflexionar, “aborreció la vida, porque la obra que se hace debajo del sol le era fastidiosa; por cuanto todo es vanidad y aflicción de espíritu” (Eclesiastés 2:17).
Esta sinceridad, como en Paterson, es de agradecer entre tantas historias superfluas y cargadas de excesivo dramatismo o triunfalismo. El problema sería quedarse, como le ocurre al protagonista de la película de Jarmusch. Para el autor de Eclesiastés, sin embargo, había una esperanza: “Aquello que fue, ya es; y lo que ha de ser, fue ya; y Dios restaura lo que pasó” (3:15).
El gran acontecimiento que fue y que sigue siendo es la cruz y la tumba vacía, la muerte y la resurrección de aquel que dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Juan 14:6). Reconocer esto no nos va a librar de experimentar la frustración, pero sí puede dotar de nuevo sentido nuestra vida, reconociendo al único que puede restaurar lo que pasó, como decía el predicador de Eclesiastés. Esto es, a Dios.
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