Igual que la semilla de mostaza llega a convertirse en frondoso árbol, el milagro del amor divino convertirá una pequeña grey en el pueblo de Dios que transmitirá la salvación a todos los pueblos de la tierra.
El Señor Jesús dijo que el reino de Dios “es como el grano de mostaza, que cuando se siembra en tierra, es la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra; pero después de sembrado, crece, y se hace la mayor de todas las hortalizas, y hecha grandes ramas, de tal manera que las aves del cielo pueden morar bajo su sombra” (Mc. 4:31-32).
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Estas palabras nos introducen en el mundo de la botánica, el de las semillas que se desarrollan misteriosamente en la oscuridad del suelo.
Jesús parte de la botánica y de la ornitología para terminar en la teología; de las ciencias a las letras o de la materia al espíritu. Los vegetales y las aves le servirán para enseñar una verdad teológica.
Empieza con algo insignificante, como el pequeño grano de mostaza, y termina con el árbol grande y los pájaros que anidan en sus ramas o se cobijan bajo su sombra.
Sin embargo, para comprender este texto, más que la biología nos ayuda el estudio del Antiguo Testamento y de sus ricas imágenes. Jesucristo desea hablar acerca del reino de Dios y se pregunta: ¿con qué lo compararé?
El grano de mostaza, pequeño como la cabeza de un alfiler, es una de las semillas más pequeñas que el ojo humano puede percibir. La mostaza negra -Brassica nigra en nomenclatura botánica- presenta unas minúsculas simientes cuyo diámetro oscila entre el milímetro y el milímetro y medio.
No obstante, cuando germina y nace se transforma en un arbusto que, junto al mar de Galilea, puede alcanzar los tres o cuatro metros de altura. También en la península Ibérica florece esta planta en estado silvestre; es una especie que pertenece al mismo género que la berza y de la cual se fabrica la conocida salsa de mostaza.
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En España la mostaza negra alcanza poco más de un metro de altitud, pero en las condiciones climáticas de Palestina, y según se desprende de la literatura rabínica, este vegetal puede crecer hasta alcanzar el tamaño de una higuera.
Por lo tanto, es perfectamente posible que las pequeñas aves puedan anidar sobre ella. Gorriones, jilgueros, pinzones, mosquiteros y muchos otros pájaros se benefician de su estructura estable.
Para los judíos, las semillas de la mostaza eran símbolo de pequeñez e insignificancia. En cierta ocasión Jesús les dijo a los apóstoles: “si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este sicómoro: Desarráigate, y plántate en el mar; y os obedecería” (Lc. 17:6). Y esto, teniendo en cuenta precisamente que el sicómoro es un árbol con la raíz muy fuertemente arraigada. De manera que la mostaza indicaba una cosa minúscula o una cantidad mínima.
Dice el teólogo Joachim Jeremias que: “el hombre moderno va al campo y entiende el crecimiento como un proceso biológico. Pero los hombres de la Biblia van al campo y ven en el mismo proceso un milagro de Dios tras otro, resurrecciones de la muerte”. 1
Es cierto, pero ¿acaso el proceso biológico no es también un milagro? ¿No es un misterio que las semillas resistan el frío invernal deshidratándose, es decir, reduciendo el contenido en agua de sus células hasta un diez por ciento? ¿Por qué lo hacen?
¿Es que no hay milagro en que logren sobrevivir disminuyendo la actividad fisiológica celular a niveles casi imperceptibles? ¿Quién les ha enseñado que deben comportarse así?
¿No es prodigioso que existan semillas capaces de resistir más de mil años, en estado de vida latente, y germinar después, como ocurre en la flor de loto asiática (Nelumbo nucifera)?
Hoy la ciencia nos dice cómo germinan las semillas, pero no por qué lo hacen. La biología nos explica cómo funcionan los seres vivos, sin embargo nadie puede aclarar por qué empezaron a hacerlo.
Quien no vea plan inteligente y finalidad en los mecanismos biológicos y en el origen de los mismos es porque desea permanecer ciego.
¿Por qué elige Jesús el símil de la semilla de mostaza? Si hojeamos en el libro de Ezequiel podemos encontrar los siguientes versículos:
“Así ha dicho Jehová el Señor: Tomaré yo del cogollo de aquel alto cedro, y lo plantaré; del principal de sus renuevos cortaré un tallo, y lo plantaré sobre el monte alto y sublime. En el monte alto de Israel lo plantaré y alzará ramas, y dará fruto, y se hará magnífico cedro; y habitarán debajo de él todas las aves de toda especie; a la sombra de sus ramas habitarán. Y sabrán todos los árboles del campo que yo Jehová abatí el árbol sublime, levanté al árbol bajo, hice secar el árbol verde, e hice reverdecer el árbol seco. Yo Jehová lo he dicho y lo haré” (Ez. 17:2; 22-24).
Dios elige las realidades más humildes para hacer su designio de grandeza. El Señor no tiene necesidad de “árboles elevados” ni de grandes semillas. El desea enaltecer al “árbol humilde” y a la semilla pequeña.
Para los oyentes de Jesús, el árbol alto era una imagen corriente del poder terreno. Sin embargo, el Maestro les viene a decir que de los principios más simples; de algo que a los ojos de los hombres es casi nada, Dios da origen a su reino; un reino que se desarrollará y llegará a abrazar a todos los pueblos de la tierra. Ínfimos inicios, conclusión magnífica.
Apariencias modestas e insignificantes pero realidad final grandiosa.
El reino de Dios se caracteriza porque, a partir de unos comienzos verdaderamente minúsculos, se pone en marcha todo un proceso de crecimiento que lo transforma en uno de los fenómenos más espectaculares de la historia de la humanidad.
Y ¡qué diferentes de lo que se esperaba fueron estos comienzos! Un puñado de criaturas mediocres y menesterosas. Gente vulgar sin apenas preparación cultural entre los que había también personas de mala vida, antiguas prostitutas, avaros recaudadores de impuestos y toscos pescadores. ¿Este tipo de personas iban a ser la comunidad salvífica nupcial de Dios, la amada del Esposo? Desde lo más profundo de la parábola se oye la voz de Jesús que responde: ¡Sí, ella es! ¡Esta es mi especial amada! ¡Yo voy a dar mi vida por ella!
Jesucristo tuvo aquí la audacia de darle un significado completamente opuesto a lo que pensaban sus oyentes. Les viene a decir que sus pensamientos estaban equivocados porque de algo como una semilla de mostaza, que ellos consideraban insignificante, el poder de Dios iba a hacer su reino en la tierra.
Igual que la semilla de mostaza llega a convertirse en frondoso árbol, que da cobijo a las aves, el milagro del amor divino convertirá esta pequeña grey en el pueblo de Dios que transmitirá la salvación a todos los pueblos de la tierra.
Pero ¿cómo responderá el ser humano? ¿Querrán las personas instalar su “nido” sobre las seguras ramas del reino de Dios? ¿Aceptarán cobijarse bajo la “sombra del Altísimo”?
Los judíos religiosos de la época de Jesús eran los primeros que debían responder a tales preguntas. Sin embargo, después de dos mil años, estas mismas cuestiones siguen demandando también nuestra respuesta.
Dios viene a la tierra como una pequeña semilla de mostaza. Jesús es semilla y sembrador al mismo tiempo.
Actúa silenciosamente hasta que un buen día este sembrador se convierta en grano caído en medio de la tierra roja. Y el surco se llene con la sangre derramada hasta la muerte en el Calvario. Tal como escribe Juan: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda sólo; pero si muere lleva mucho fruto” (Jn. 12:24).
El Señor Jesús murió pero también resucitó y llevó mucho fruto. La pregunta realmente importante es: ¿somos nosotros parte de ese fruto? ¿Pertenecemos a la cosecha de Jesucristo?
1. Jeremias, J. 1992, Las parábolas de Jesús, Verbo Divino, Estella, Navarra, p. 183.
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