El tiburón posee un software para saber cuándo cambiar de dirección, cómo cazar una presa, huir de un depredador o cualquier otra acción adecuada.
Uno de los grandes misterios de la ictiología (ciencia que estudia los peces) es cómo consiguen orientarse en el agua.
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Incluso algunas especies consideradas primitivas como los tiburones se sabe que son capaces de nadar en línea recta, en plena oscuridad y sin desviarse, a lo largo de grandes distancias oceánicas.
En general, se ha podido comprobar que los órganos olfativos de los peces son asombrosamente complejos. En el reducido espacio de sus fosas nasales existe un conjunto de receptores químicos tan sensibles a los olores que difícilmente podrían ser igualados por alguna otra red informática artificial.
En un trabajo científico publicado en la revista PLOS ONE, se demostró que la experiencia olfativa estaba muy extendida también en el mundo acuático, incluso en peces elasmobranquios como los tiburones. [1]
Al parecer, las señales químicas presentes en el agua guían también a los animales marinos en el entorno pelágico. Esto ya se sabía de peces teleósteos como los salmones pero no se había documentado aún entre los tiburones.
Se ha visto que el olfato de estos animales está constituido por numerosos sistemas que funcionan juntos como una sola unidad. Existen neuronas sensoriales olfativas que están equipadas con cilios sensibles a las señales químicas y mecánicas.
Estos cilios poseen receptores terminales que deben adaptarse como un guante a las moléculas olorosas del medio.
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Cada neurona tiene que responder a una determinada sustancia química por medio de toda una compleja cascada de señales, incluidos bucles de retroalimentación de expresión génica y corrientes eléctricas que viajan por los axones de las neuronas. Además, estas señales deben saber adónde dirigirse para transmitir su mensaje, es decir, a determinados puntos concretos del bulbo olfativo.
Este bulbo es un increíble dispositivo de clasificación de señales. Recibe todas las que le llegan procedentes de millones de neuronas, mide su número, intensidad y retraso temporal y reduce toda esta información a un código combinatorio.
Después, envía tal información a lugares específicos del cerebro del pez, donde será reconocida y entendida. Sin embargo, esto sólo puede hacerse porque además el animal posee una especie de mapa espacial incorporado que le permite saber dónde se halla en cada momento y hacia dónde debe dirigirse.
Por último, el tiburón posee un software para saber qué hacer con toda esa información: cuándo debe cambiar de dirección, cómo cazar una posible presa, huir de un determinado depredador o cualquier otra acción adecuada.
Dicho software debe a su vez estar vinculado a los músculos y nervios que le facilitarán reaccionar correctamente en cada momento. Es decir, toda una estructura olfativa de gran complejidad (irreductiblemente compleja) que difícilmente se habría podido generar por mutaciones al azar.
Si dar cuenta de todo esto por medio de los conocidos procesos darwinistas supone ya un serio desafío, ¿qué decir cuando se afirma que esta increíble habilidad de peces y tiburones se repitió también por casualidad en los insectos y en las aves?
Referirse al concepto de “evolución convergente” no es dar una respuesta adecuada pues no explica en absoluto cómo pudo ocurrir. Se trata en el fondo de una confesión de ignorancia.
Si es ya matemáticamente milagroso que el olfato de estos peces se formara por mutaciones aleatorias una primera vez, ¿cómo creer que dicho mecanismo evolucionara también de manera independiente varias veces más?
Pues bien, semejante dificultad se repite también a propósito de los otros sentidos que son tan complejos o más que el del olfato: el oído, la vista, la detección del campo magnético terrestre, etc.
En mi opinión, cuando se observa con detenimiento cualquier criatura de la biosfera, inmediatamente se aprecia que no se trata de un montaje al azar sino que hay detrás una lógica interna exquisitamente racional.
Si esto se entendiera siempre así, probablemente las investigaciones científicas obtendrían mejores resultados.
La naturaleza está repleta de ejemplos similares que respaldad el diseño inteligente y descartan los procesos ciegos de las mutaciones y la selección natural.
1. Nosal, A. P., Chao, Y., Farrara, J. D., Chai, F. y Hastings, Ph. A., 2016, Olfaction Contributes to Pelagic Navigation in a Coastal Shark, PLoS ONE, 11(1), January 6, https://doi.org/10.1371/journal.pone.0143758
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