Caña sacudida por el viento

Juan el Bautista era tratado de los nervios desde la adolescencia. Sus padres fueron diligentes para que respetase fielmente los cuidados médicos.

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Pero al llegar a cierta edad, poco a poco y sin darse cuenta, descuidó las recomendaciones médicas dejando de asistir a las consultas ambulatorias y a olvidarse del tratamiento.

Resultó, pues, que, atacado por su fase maníaca, se empleó en aquella conducta irracional que todos conocemos de bautizar a las gentes de su nación.

Sus ideas erróneas le llevaron a señalar a sus paisanos como pecadores, arrastrando consigo gente sencilla y produciendo conductas anómalas entre ellos, como acudir a los llamados “bautismos” que él mismo reconocía no tenían validez alguna.

Descuidó su aspecto, su higiene y alimentación. Los servicios sociales, solicitados por sus familiares, fueron varias veces al río Jordán para hacerle desistir de aquel extraño comportamiento y que volviese con ellos. Su obsesión lo impidió. 

La tragedia no se hizo esperar. En un acceso de conducta extrema, dijo al propio Herodes que no le era lícito tener a la mujer de su hermano. La fase maníaca no cesaba hasta que el propio gobernador le echó el guante y lo encerró por instigación de Herodías.

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En prisión tampoco tardó en manifestarse la fase depresiva en forma de dudas que llegó a expresar a un primo suyo.

Aquellos excesos equívocos no podían producir nada bueno y todos sabemos cómo acabó.

Pero hemos de ser agradecidos, estos sucesos han quedado escritos desde el siglo I para que evitemos repetir errores del pasado y escarmentemos en cabeza ajena. Nunca mejor dicho.

“… entre los mortales no ha habido nadie más grande que Juan…” (Lucas 7:28)