Las nominaciones a los Premios Goya no han traído, en realidad, muchas sorpresas. Era de esperar que películas como As Bestas, Alcarràs o Cinco lobitos acapararían varias candidaturas. La última, el primer largometraje de la vizcaína Alauda Ruiz de Azúa, once nominaciones en concreto. Hace dos semanas la vi, como es a menudo orientado por Diana, mi mujer, que por cierto tiene mucho mejor criterio para el audiovisual que yo. Muchos de los artículos de este ‘Cameo’ son fruto de sus recomendaciones.

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La película de Ruiz de Azúa es un mosaico de elementos entre la ternura de la infancia, el dolor del recuerdo y la dramática realidad de la muerte. Aunque de entrada parece una historia sobre el nacimiento, el inicio de la vida y las dificultades de la paternidad contemporánea, la trama evoluciona hasta el cuidado de los padres en la enfermedad, la vejez y la viudedad, marcada por una muerte temprana. El protagonismo de Laia Costa, en la figura de la madre joven que, al mismo tiempo, es hija adulta, es el elemento que no varía, alrededor del cual parecen girar las otras transiciones.

Capaz de generar incomodidad con las situaciones que refleja, su apreciación realista, aunque poco común, de la realidad la convierten en una película entrañable y trágica, que transmite algo con lo que muchos nos podemos identificar en algún momento. En todo momento, Ruiz de Azúa sabe dirigir la historia hacia un terreno que le es reconocible al espectador. En vísperas de mi paternidad, he estado meditando en una serie de reflexiones después de ver la película, las cuales desarrollo de forma reducida a continuación, rompiendo así la estructura habitual con la que presento estas reseñas.

Infancias, recuerdos y esperanzas

Como Amaia, la protagonista de Cinco lobitos, me pregunto si la maternidad y la paternidad despiertan en la persona algún tipo de necesidad por regresar al recuerdo más exacto de cuando éramos niños. Creamos elementos (en la película, la típica canción infantil Cinco lobitos tiene la loba) a los que dotamos de un significado especial y personal, incluso cuando son comunes y populares, y que transmitimos a nuestros hijos porque en ellos reconocemos la bondad del recuerdo. 

Yo solía irme a dormir con el Salmo 1, el Salmo 4:8, el Salmo 91:1, y con un libro de cuentos infantiles ilustrado a todo color que ahora siento la necesidad impetuosa de buscar en la casa de mis padres. ¿Es este un patrón general en los inicios de la paternidad? Me pregunto si seré yo de los que cante Cinco lobitos, o enseñe versículos de memoria, o explique cuentos ilustrados. 

Cuando leí Mortal y rosa, me llamó la atención la clase de historias que Umbral le explicaba a su hijo. Me parecieron bellas y me propuse el reto de crear cuentos para mis hijos. Ahora, soy consciente de una capacidad creativa que se empequeñece progresivamente por el cansancio, formas de escritura más rígidas (artículo periodístico, ensayo teológico, etc.) y momentos de apatía ciertamente imprevisibles. ¿Contaré yo cuentos? ¿Y qué cuentos? 

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Quizá pueda explicar el ‘cuento’ de mi infancia. La recuerdo tan bonita, tan perfecta, tan completa. Rodeado de cariño y envuelto siempre en un aprendizaje constante, motivado también por la curiosidad que me sigue definiendo. Quizá por eso mi padre me dijo a los seis años que podría ser periodista. Luego, a los 29 me dijo que me apoyaba en mi decisión de estudiar teología. Ahora, a veces, siento culpabilidad por percibir a ratos como cargas aquello en lo que tanto me han apoyado antes. ¿Cómo aconsejaré yo a mi hijo? ¿Qué cargas sentirá él? ¡Qué preciosa la infancia que recuerdo! Y aunque sepa que los recuerdos pueden contener más emociones que realidad, quizá uno de los recuerdos que con más exactitud conserve sea el cómputo de aquella infancia. La nostalgia no tiene por qué desviarnos. ¿Qué infancia elaboraré yo para mi hijo?

“Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden?” (Mateo 7:11). Aunque no somos nuestras circunstancias, éstas, inevitablemente, definen una parte del significado con el que observamos las cosas. Me pregunto qué ámbito de este pasaje se desbloqueará en la circunstancia de mi paternidad. Al final, solo puedo aspirar a mostrarle a mi hijo que ambos, tanto él como yo, podemos compartir a un Padre eterno que no decepciona, como sí lo haré yo.

Paternidad, muertes y duelos

¡Cómo hubiese deseado experimentar todo esto en otra circunstancia! Supe que sería padre tres meses después de perder al mío. Ante esta realidad, no ha traído nada de consuelo el hecho de que algunas personas me hayan sugerido la idea de que perdíamos a un miembro de la familia pero ganábamos otro. ¡O que incluso era una sustitución! Por lo general, nos parecemos más a los amigos de Job de lo que pensamos.

Reconozco que he sentido culpabilidad ante la confrontación de experimentar un duelo tan evidente por la pérdida, y la alegría que trae consigo el anuncio de un nacimiento. Esto es algo que también refleja Ruiz de Azúa en su película. Y es que es confuso vivir realidades tan distantes, tan antagónicas. A veces parece imposible de conciliar.

Una de las últimas conversaciones que tuve con mi padre fue sobre el perdón. Eran precisamente los días navideños del años pasado, como los que se acercan ahora. Fuimos también a ver un pesebre de arena tradicional que instalan cerca de donde vivimos. Luego una despedida en la estación de tren. Un último abrazo, sin ni siquiera poder saberlo. Tengo guardados los mensajes que nos enviamos los días siguientes, pero hasta ahora he preferido no volver a escucharlos. Solo puedo suponer que es el proceso de duelo. Como dijo un amigo querido, ese cuchillo que de repente se te clava en el estómago y se retuerce hasta hacerte llorar.

“La vida sigue”. “El ciclo de la vida”. “Ánimo”. Todas esas retahílas a las que estamos acostumbrados y que carecen tanto de sentido. En las vísperas de mi paternidad, marcadas también por el duelo, no puedo evitar preguntarme cómo será ese proceso de acostumbrarme a oír la voz de mi hijo. A verle jugar, crecer, equivocarse. Ahora mismo me asombra que un proceso vital pueda arraigarse tanto a personas en diferentes épocas, y sin embargo afrontar otras sin ellas, con esa sensación de vacío. 

“Os he escrito a vosotros, padres, porque habéis conocido al que es desde el principio” (1 Juan 2:13a). Soy consciente de que el texto me interpela en un nivel más específico que hasta ahora. ¿Será que todo este duelo, toda esta expectación de vida, toda esta paternidad contenida, toda esta experiencia de vida, en general, apuntan hacia una misma cosa, hacia aquel que ya era en el principio (Juan 1:1)?