El anhelo de la inmortalidad ha revestido la visión de la existencia en cada civilización. Vivimos constantemente preguntándonos por esta vida y buscando extravagantes formas de conservarla.
Después de su particular Vals con Bashir (2008), Ari Folman regresó a la ficción en 2012 con una extraña película, El Congreso, que adapta la también poco usual novela de Stanislaw Lem, Congreso de futurología (1971). A Lem se le conoce sobre todo por Solaris, que en 2002 adaptó al cine Steven Soderbergh, con George Clooney como protagonista.
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Según ha explicado Folman, la idea de adaptar la novela de Lem se le ocurrió mientras estaba estudiando en la escuela de cine. El director israelí señala al libro de Lem más bien como inspiración, y no como base para el guion. De hecho, en la película cambió la alegoría original de Lem sobre una dictadura comunista en un escenario contemporáneo, que hace alusión a la todopoderosa industria del entretenimiento.
Con Robin Wright como protagonista, e interpretándose a sí misma, la historia de Folman se enfoca en la vida de una actriz, madre de dos hijos, que vende sus derechos de forma eterna a Miramount Studios, una de las grandes productoras del cine, de manera que es escaneada de forma digital y su imagen se puede utilizar en cualquier película en adelante. Desde esa mezcla de ética laboral y de drama familiar, Folman traslada la acción a un congreso que parece más bien una realidad paralela ficticia, una abstracción de la mente de la propia Wright, o de sus anhelos, o su vida. Al final, Folman traslada al espectador a tomar decisiones en cuanto a la interpretación.
[photo_footer]Robin Wright se interpreta a sí mismo como protagonista en la película de Folman. / Fotograma de la película, Prime Video.[/photo_footer]
El director de Haifa, en realidad, plantea una crítica sobre el binomio compuesto por la tecnología y el entretenimiento. Y vuelve a hacerlo desde la animación. Si en su confesión sobre su paso por la Guerra del Líbano se decantó por la técnica de la rotoscopia, aquí recurre a una animación más parecida a la de los dibujos animados convencionales, que mezcla con la imagen real del principio de la película.
Folman vuelve a elaborar una obra cargada de componentes poéticos, hermosa en varios detalles y con una banda sonora que se fusiona con la propuesta, con Max Richter, el mismo compositor de Vals con Bashir.
La fiebre tecnológica y del entretenimiento son para Folman como una droga que priva a la sociedad de una reflexión más profunda sobre su propia identidad y anhelos por los que vivir. Por eso, en la parte de la animación, la psicodelia y lo grotesco se combinan para reflejar qué clase de idea de mundo es esa que solamente se comprende en el ámbito tecnológico.
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Pero Folman no crea únicamente el escenario, sino que lo incomoda otorgando a su protagonista, Wright, un vestigio de la humanidad que se supone ya perdida (o para muchos, superada): la búsqueda de su hijo enfermo.
[photo_footer]La mitad de la película tiene lugar en un universo ficticio, donde se celebra un congreso extraño. / Fotograma de la película, Prime Video.[/photo_footer]
En El Congreso, los deseos y anhelos son importantes. De hecho, dan forma al ritmo de la película. El niño que sueña con pilotar el avión de los hermanos Wright, la actriz que no quiere desaparecer diluida en medio de la espiral consumista, o el amor alternativo que requiere de sacrificios y que no es correspondido porque todo ello se basa precisamente en eso, en la falta de correspondencia.
La eternidad resuena constantemente en la película de Folman. Desde la Robin Wright escaneada y utilizada para hacer películas horribles, hasta aquellos que esperan habitar en una paz completa, disfrutando de su deseo permanentemente, después de haber renunciado a su existencia física para convertirse en animación.
Aunque las ilustraciones de Folman puedan resultarnos extrañas y a veces incomprensibles, nos parecemos más de lo que creemos a los personajes de su película. El anhelo de la inmortalidad ha revestido la visión de la existencia en cada civilización. Vivimos constantemente preguntándonos por esta vida y buscando extravagantes formas de conservarla. En eso, no diferimos en nada de aquellos que nos precedieron. Parece que en todo este proceso, lo único que marca la diferencia es la tecnología y cuán desarrollada esté, pero seguimos igual de muertos que siempre, como los personajes de Folman, incluso sin saberlo, o fingiendo no saberlo.
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